Todo empezó como en una de esas intrigas policiacas que escribía George Simenon. “Te avisaré durante mi próximo viaje a Madrid”, me respondió cuando por fin me hice con su correo electrónico y le propuse un encuentro. Yo ya me había olvidado del asunto. Porque todos los periodistas europeos andaban buscándole; y porque esa frase estaba construida sobre los cánones de un educadísimo “no quiero verle”.
Pero Michel Houellebecq cumplió con su palabra. Hace unas semanas, me envió un mensaje con el nombre de una calle, el número de un portal y un día: “Mercredi”. Sin más pistas, ni siquiera una hora concreta.
Poco después de publicar su última novela, había huido de París sin dejar rastro. Cuando Houellebecq lanza un libro, miles de franceses quieren matarle. Otros tantos lo alaban como a un oráculo del caos. Todos leen a Houellebecq.
Sus novelas son episodios nacionales. También internacionales. Con las reseñas del último mes podríamos envolver los Campos Elíseos. Sin contar las páginas digitales. Lo nuevo se titula Anéantir y saldrá en Anagrama a finales de agosto.
Armé la mochila –una grabadora, algunos libros y una libreta– y me planté en el lugar de autos al mediodía. Inspeccioné el terreno. Debía llevar a la realidad lo que ya había ocurrido en una película protagonizada por él mismo: secuestrar a Houellebecq.
“Hace muchos años que no doy entrevistas. Me aburre hablar de mí mismo. La humanidad no se pierde nada”, se había despedido en su mail. Dicen que la juventud provoca borracheras de esperanza. También de impertinencia. Así que…
Cuando mi GPS anunció la “llegada al destino”, me di cuenta de que el número de la calle correspondía a un portal enorme, inundado de apartamentos, junto a un restaurante mexicano. Entré primero al edificio. Cuando inspeccionaba los buzones, el portero me sorprendió con un “¡buenos días!” que, en realidad, significaba: “¡Qué coño hace usted!”.
–He quedado con un escritor francés. Me ha citado aquí, creo.
–¿A qué hora?
–No lo sé.
–¿Y por qué no le llama o le manda un mensaje?
–Porque no tengo su teléfono. ¿Le importa si le enseño una fotografía suya? Por si le suena –tecleé el nombre de Houellebecq en Google y le mostré la pantalla al portero.
–Pero, ¿ése es un escritor francés? –dijo, asustado, tras ver la imagen de Houellebecq.
–¡Uno de los grandes!
–No lo he visto en mi vida. Aquí no está –concluyó mientras me acompañaba a la puerta.
Debía de ser, entonces, el restaurante mexicano. Me atendió una señora encantadora. Lo intenté de otra forma: “Buenas tardes, he quedado aquí con un amigo francés. Se llama Michel”. Sonrió y, sin mostrar sorpresa, me tranquilizó: “¡Qué bien! Ya sé quién es, imagino que vendrá dentro de poco, a la hora de comer”.
Me senté a tomar una cerveza en la terraza, pero no aparecía. Entré de nuevo al bar y procuré asegurarme. “¿Les puedo enseñar una foto suya?”, planteé a las dos camareras. “No, no, nuestro francés es otro. A ese no lo hemos visto nunca. ¿Dice que ese hombre es un escritor francés? ¿Está usted seguro?”.
Me entró el hambre y me fui a comer a otra terraza, situada a unos veinte metros del edificio, justo enfrente. Un enclave estratégico para mis labores de vigilancia. Aunque ya no tenía demasiadas esperanzas. ¿Y si Houellebecq me estaba tomando el pelo por haberle insistido tanto?
Cuando estaba a punto de terminar mi plato, vi a un hombre despeinado, de tez pálida, que salía del portal y caminaba despacio. ¡Mierda! Entré al restaurante para pagar mi cuenta, eché a correr en esa dirección y... ya había desaparecido. Me paseé por los bares de alrededor con la foto, pero muchos rehuyeron mis preguntas pensando que era policía. Me monté en un taxi, abandoné mi misión y puse rumbo a casa de Camilo José Cela.
Había quedado con su viuda, Marina Castaño, para entrevistarla con motivo de los veinte años de la muerte del autor de La Colmena. Cela y Houellebecq se habrían llevado bien. Antes de empezar, mandé el correo electrónico “del ahorro”. Ese último mensaje que mandas por la noche a la chica que te gusta, por si contesta rápido y no tienes que irte a casa.
Al concluir la entrevista, encendí mi teléfono. ¡Houellebecq había respondido! Me citaba de nuevo en el mismo portal, aunque esta vez a una hora concreta: las siete de la tarde. Se disculpaba: “Es un Airbnb”.
¡El escritor más famoso de Francia se hospeda igual que este pobre gacetillero cuando va de vacaciones! Arrebatado de empatía, regresé al lugar de autos. Las camareras mexicanas me saludaron con menos brío. Sospecharon.
Houellebecq me había preparado el escenario de una novela de Houellebecq: una iglesia a pocos metros de un club de alterne y muy cerca de un grupo enorme de personas que hacían cola ante un nuevo restaurante que regalaba café. Justo en ese instante, pasó a mi lado una chica que le decía a un chico: “Este año no he tenido ni un puto sentimiento navideño. ¡Ni uno! ¿Y sabes qué? Me la suda”.
Las siete y cinco. Las siete y diez. Nadie asomaba por el portal. Las siete y cuarto. Decidí asomarme yo. Apareció el portero, al que había asociado en mi cabeza con el monstruo del lago Ness. Era otro portero –habrían cambiado de turno–, pero tenía la misma misión: echarme.
Aparece Houellebecq
Justo cuando se disponía a interceptarme, vi a lo lejos, en una sala de estar, a un hombre comodísimamente sentado. En esa frontera que separa el verbo tumbar del verbo sentar. Me saludó ligeramente con la mano, como saludaban los reyes franceses a las multitudes antes de la Revolución. El portero se rindió. O eso quise creer.
–¡Michel! ¡Encantado de conocerle!
–Oiga, no hay portales así en Francia.
–¿Así cómo?
–Con una zona para sentarse y charlar. Para la tertulia. Está muy bien este sitio –lo dijo mientras miraba alrededor. Había cuatro o cinco sillones enormes, muy mullidos. Una luz tenue y varios cuadros con paisajes–. Podríamos quedarnos aquí, si le parece. Siéntese.
Y me senté, pero apareció de nuevo el portero: “No pueden estar aquí. Tienen que marcharse”. Apuntó con la mirada como si fuera una pistola. Miró a Houellebecq, que continuaba algo repanchingado, con su chubasquero de montaña, sus pantalones negros y sus deportivas.
“¿Usted es dueño de un apartamento aquí?”, le dijo. El escritor, sin alzar las manos arriba, aunque como si lo hiciera, respondió: “¡Pilar! ¡Pilar!”. Yo no entendía nada. Luego me explicó que era el nombre de la dueña de su Airbnb. Continuó el portero: “Deben irse. Ha quedado restringido el uso de las zonas comunes por la pandemia”.
Me levanté. Houellebecq se levantó también. Mi francés todavía estaba carburando y se lo expliqué a Michel a trompicones. Una vez fuera, me dijo: “¡Cómo estáis los españoles con el virus!”. Había anochecido. Y era una noche maravillosa. Por fin había encontrado a Houellebecq… y nos habían echado a la puta calle.
Cuando salimos del vestíbulo, el escritor se colocó en una de las estufas que ofrecía el restaurante mexicano en su terraza. Una de esas que dejan ver el baile de la llama. El fuego. Yo miraba un poco más allá, al campanario de la iglesia. A una cruz de metal negra alumbrada levemente por las farolas de un parque cercano. ¡Cuántos echarían al fuego a Houellebecq! ¡Como a las brujas del norte!
Sus enemigos eligen adjetivos como “racista”, “islamófobo”, “misógino” y “pornógrafo”. Los críticos literarios convienen en definirle como “el gran novelista contemporáneo”. Porque reúne todas nuestras miserias, con alguna que otra luz, en sus novelas.
Feminismo, islamismo, política, sexo, dinero… Son libros que erosionan la roca del pensamiento. Por eso le persiguen, le insultan, le alaban, le aman y le odian con visceralidad. Para mí, aquella noche, en ese instante, era un hombre arrimado a una estufa que comprobaba el microclima de una terraza. “Il fait froid”. Y nos fuimos a otra. A una de esas techadas y acristaladas que parecen invernaderos.
"Los franceses no son muy acogedores. Pasé dos años de mi infancia en Argelia. Cuando regresé, me trataron como a un pies negros"
–Señor Houellebecq, aquí estaremos bien. En París, todavía no entiendo por qué, las mesas están demasiado juntas. Vas a cenar con tu pareja y acabas cenando con una familia a la que no conoces.
–Le pido disculpas. Es cierto, eso pasa en París, pero no en el resto de Francia. ¿Sabe? Las diferencias entre París y las demás ciudades francesas son mucho más pronunciadas que las que existen entre Madrid y las demás ciudades españolas. París es muy bonita, pero difícil. Poco acogedora.
–Sobre todo es difícil el centro de París. Hay que tener mucho dinero para poder vivir allí y disfrutarlo.
–Mire, los franceses no son muy acogedores. Yo lo sé. Incluso los franceses que se instalan en París también lo notan. Pasé dos años de mi infancia en Argelia. Cuando volví a Francia, al principio me trataron como un “pied-noir”.
Houellebecq, después de pedir una copa de vino tinto, me preguntó qué tal acogieron los franceses a los españoles que huyeron de la Guerra Civil. Le respondí que “medianamente”.
Me acordé, por ejemplo, del campo de concentración de Argelès-sur-Mer, fotografiado por Robert Capa, donde los exiliados malvivieron durante mucho tiempo. Le mencioné La agonía de Francia, de Manuel Chaves Nogales, que hizo patente esa decepción. “¿Lo ve? Les acogieron sólo medianamente”, resumió Houellebecq ya con su Ribera en la mano.
La cosa empezaba a calentarse, así que puse el móvil sobre la mesa y le pedí permiso para tomar notas o grabar la conversación. Más de uno pensará que fui excesivamente candoroso para tratarse de un periodista, pero Houellebecq me había dejado por escrito que no quería entrevistas. No obstante, volví a intentarlo.
–¿Le importa que grabe o tome notas?
–No.
–Muchas gracias.
–No, no. Le digo que sí que me importa que grabe, es decir; que no quiero que grabe. Ya le dije que esto no es una entrevista. No he dado ni una sola entrevista. Sólo he hablado con Le Monde.
Algo nervioso, recogí la libreta y el móvil. Gané tiempo bebiendo cerveza y, luego, reanudamos la charla.
Houellebecq resulta serio, pero gana en las distancias cortas. Tiene un gran sentido del humor. No se ofendió cuando le volví a dar la turra con la entrevista. Más bien, mostró compasión; debió de pensar: “Pobre hombre, en vez de charlar y disfrutar, quiere ponerse a trabajar”.
Sonrió cuando le dije que en Francia, ¡qué suerte!, se lee mucho más que en España. Es cierto que hemos mejorado bastante en los últimos siglos. Le hablé del grito desesperado del obispo Palafox allá por el XVII: “¡Majestad, la gente se fuma los libros!”. Nos los fumábamos, literalmente.
Houellebecq, por ejemplo, es un escritor ¡sin redes sociales! que puede poner su país patas arriba con un artículo en la prensa. Tampoco va a la televisión. Ni siquiera a la radio. Pese a que tiene ofertas todos los días. Le aburre. También me confesó una debilidad: no es telegénico ni de verbo rápido. “Me gusta más el cine, prefiero ser actor. Que me digan lo que tengo que hacer, lo ensayo y lo ejecuto”.
–Pero, señor Houellebecq, ¡eso es la sumisión absoluta! –Sumisión es el título de una de sus novelas.
–Pues en ese caso particular, me gusta la sumisión.
–Una vez escribió que Francia es el país del mundo donde resulta más fácil que un escritor vaya a la tele.
–En París también imperan los talk shows, con la diferencia de que los escritores forman parte de ellos. Yo me quedo en casa. No sé hablar con eslóganes.
"En Francia, los escritores forman parte de los 'talk shows', pero yo me quedo en casa. No sé hablar con eslóganes"
Intenté averiguar hasta qué punto es consciente Houellebecq de su influencia, no sólo en Francia, sino en el resto de Europa. Se lo pregunté de una manera probablemente amarillista, a través de todas las amenazas que ha sufrido. En broma, le dije: “Acaba de publicar su última novela y ya quieren matarle”.
Houellebecq, huelga decirlo, odia la proliferación de lo políticamente correcto: “La influencia es agradable. Y tengo mucha influencia. Ya son más los que me quieren que los que me odian. O por lo menos, ya son más los que me quieren de entre todos los que se me acercan por la calle. Sé que aquí, en Madrid, es distinto. Sé que los escritores suelen pasar desapercibidos”.
Asintió cuando apunté que, en España, salvo alguna que otra excepción, la gente no pone cara a los escritores. Por continuar con el argumento: no hay en este momento ningún novelista al que quieran matar. Quizá, simplemente, no tengamos un Houellebecq.
En Francia, los libros son muy diferentes. La mayoría de ellos lucen portadas blancas con el título y el autor estampados en rojo. Una sobriedad despampanante, si se permite el oxímoron. Aquí, en cambio, las librerías exhiben dibujos, siluetas, sangre, cuerpos… Le pregunté a Houellebecq si eso tiene que ver con el nivel de lectura. Mi conclusión fue: “Como saben que la gente los va a comprar igual, las editoriales no necesitan esos diseños”.
No estuvo de acuerdo. A su juicio, esa “sobriedad” la puso de moda Gallimard: “Porque son unos puñeteros esnobs. Pero yo también lo soy. Me gusta la sobriedad”. Houellebecq es contundente, pero habla con tono sosegado. Tuve que acercarme mucho para escuchar porque la terraza estaba llena de españoles, y parecía aquello una plaza de toros.
El esnobismo ha empujado a este escritor a supervisar el proceso de edición de su última novela. El gramaje y todas esas cosas. Exigió a su editor un papel específico para que su libro no amarillee con el paso del tiempo. Le enseñé, para dar carpetazo al asunto, un ejemplar de Ampliación del campo de batalla (Anagrama). “¡Qué imagen!”, se sorprendió.
–Pues eso, que los franceses leen mucho –era momento de pedir otra ronda.
-Sí, pero los franceses leen para exasperarse y discutir entre ellos. Los alemanes, en cambio, leen para pensar. Tengo muchos lectores en Alemania, ¿sabe?
Si esta cita hubiese sido eso, una cita, y no una persecución, habría entrenado más mi francés. No sé, habría visto de nuevo, por ejemplo, la versión original de Les Choristes. Me habría puesto algún podcast de esos para aprender francés en diez días.
Debo decir que fue mucho mejor de lo que esperaba, pero también debo reconocer que, de tanto en cuando, Houellebecq hablaba rápido y yo no entendía. Entonces, recurría a mi muletilla preferida: “C’est curieux ça”. En un momento dado, me arriesgué: “Sí, estoy de acuerdo”. Y Houellebecq, que quizá había dicho una de esas cosas que sólo puede decir él, una de esas cosas que incendian naciones, me miró como si yo hubiera perdido el juicio.
Madrid sin un gran río
Michel Houellebecq nació en la isla de La Reunión en 1956. Hijo de un guía de montaña y de una médico. Pasó dos años en Argelia con su abuela materna; y el resto de su infancia y juventud, con su abuela paterna en el campo, en Francia. Ya en París, estudió para ser agrónomo. Se especializó en ecología vegetal y en la “mejora del entorno natural”. ¿Qué es una gran novela social sino eso? La mencionada Ampliación del campo de batalla y Las partículas elementales le consagraron como escritor.
También trabajó en el Ministerio de Agricultura y como funcionario en la Asamblea Nacional. Allí, suponemos, engordó su catálogo de experiencias políticas. Su nueva novela está llena de ellas. Cuando le iba a preguntar por eso, me dijo a bocajarro: “A Madrid le falta un río”.
Houellebecq eligió una terraza para poder fumar. No paró de hacerlo en toda la conversación. Sostenía los cigarros de una manera peculiar: entre el dedo corazón y el anular. Mordisqueaba el filtro. Lo miraba y yo, que no he fumado en mi vida, tenía ganas de fumar.
–Pero, señor Houellebecq, tenemos el Manzanares.
–Manza qoui?
–¡Manzanares! El río Manzanares.
–He paseado bastante por el centro de Madrid y nunca lo he visto.
–No está en el centro.
–Mire, las ciudades más bonitas de Europa fueron construidas en torno a un río. París, Praga, Budapest… Madrid es maravillosa, pero si tuviera un río como el Sena… ¿Sabe? Yo debería alquilar un apartamento en Madrid para venir a temporadas.
Houellebecq me confesó que, a veces, se siente “mucho mejor” en España que en Francia. Yo le dije que eso era cuestión de tiempo –“ya verá si está aquí unos años”–, pero negó la mayor. Ya vivió unos años en Almería, en el cabo de Gata, cuando se alejó de París por el escándalo generado en torno a sus novelas. “La gente es más fácil aquí. Las relaciones entre hombres y mujeres funcionan mejor. Los españoles sois menos hipócritas que los franceses”, resumió.
Llamé al camarero. Había que prolongar la conversación como fuera. Le di la carta a Houellebecq. Pidió empanadas de solomillo y pulpo a la gallega. Eran las ocho de la tarde y yo había comido a las cuatro. Me ofrecí como agente inmobiliario, le conté un poco de los barrios de la capital y él alabó la belleza de la estación de Atocha. Más vino y más cerveza. Seguimos.
–Pero ahora vive usted en París, igual que Messi.
–Me encanta Messi.
–¿De veras?
–Sí. Lloré cuando Argentina fue eliminada del Mundial el año que la entrenó Maradona. Por cierto, la Selección española que ganó en Sudáfrica era una verdadera maravilla. Me encanta Messi, pero no el PSG, que es sólo dinero, dinero y dinero. En Francia, el PSG tiene mucho dinero y los demás nada.
–Le gusta el deporte, entonces.
–Las retransmisiones del Tour de Francia. ¿Las ha visto? Son impresionantes.
–Nací en Pamplona. ¿Se acuerda usted de Miguel Induráin?
–¡Induráin! Ganó dos veces el Tour, ¿no?
–¡Cinco seguidas!
–¡Eso es una barbaridad!
Suele escribir Houellebecq sobre el vacío existencial de Occidente. Sobre la obsesión por el deseo. Un deseo que nunca satisfacemos precisamente por culpa de la obsesión. De la voracidad y de la repetición. Puede palparse en el turismo, en el sexo, en el amor, en el dinero… y en la política.
Anéantir, su última novela, conjuga todo eso. Tanto le aburre a Houellebecq hablar de sí mismo que ni siquiera mencionaba su libro, salvo que yo le preguntara. Da igual que acabe de llegar a los escaparates.
Diagnóstico de Francia
“¿Cómo se dice perplejo? Eso, estoy perplejo, muy perplejo”. Creo que esa fue su primera frase para definir lo que pasa en Francia: el auge de los extremos, la desaparición de los partidos tradicionales.
–Yo también estoy perplejo, si me lo permite, señor Houellebecq.
–¡Oiga! ¡Pero es que usted no es francés! Yo llevo siéndolo muchísimos años. Es curioso. ¡Ahora parece que Francia se ha hecho de extrema derecha! Pero lo más increíble es la gran cantidad de abstención electoral. En las últimas regionales fue del 66%. Sólo votó un francés de cada tres. ¡Uno de cada tres!
–¿Y cree que esa abstención va a ser tan grande en las presidenciales?
–Hasta el momento, no parece que las presidenciales estén interesando demasiado a la gente. ¿Cuál es la conclusión? Que los franceses son tremendamente difíciles de comprender. Y lo digo yo, que soy francés. Quizá haya que cambiar de sistema e instalar el referéndum de iniciativa popular, en fin, una verdadera democracia. Porque la democracia representativa no funciona en absoluto.
–Con todo lo que escribió usted contra la izquierda y los restos de Mayo del 68… Se ha cargado a la izquierda.
–No, no. La izquierda se ha suicidado. Se han matado ellos solos.
–Usted conoce bien el comunismo, fue criado por comunistas.
–Sí, es verdad. Pero mis abuelos no votaban comunista por haberlo estudiado en los libros. Al contrario. Votaban comunista sin pensar, porque el conjunto de la clase obrera votaba comunista. ¡Todos los obreros votaban comunista! Era algo muy potente, como una sociedad paralela con actividades de ocio para jóvenes comunistas: un periódico comunista, tebeos comunistas, centros de vacaciones comunistas…
"Claro que he visto lo de Cataluña. Eso es una locura, ¿no?
Debido a la limitación de mandatos que establece la ley en Francia, si Macron gana estas elecciones, ya no podrá presentarse a las siguientes. Su agrupación electoral fue creada en torno a él. Houellebecq no atisba un sucesor. Considera al presidente de su país como una suerte de fenómeno irrepetible. No lo halaga. Tampoco lo desdeña. Para él encarna el mal menor, el último dique frente a los extremos.
Esta vez, el extremo más inquietante es el derecho, y eso a Houellebecq, que nació cuando De Gaulle había conjurado los fascismos, le llama poderosamente la atención. Por eso repite: “Perplejo, estoy perplejo”.
“En 2027, Macron ya no podrá ser presidente. Se avecina el caos. Ese es el punto de partida de mi última novela”. Francia –diagnostica el escritor– sufre una crisis nacionalista. Similar a la española, aunque de carácter centralista. “Claro que he visto lo de Cataluña. Es una locura, ¿no?”, pregunta.
“Sí, creo que Macron va a ganar. ¿Sabe por qué? Porque le van a votar los ricos y los viejos”. La dicotomía izquierda-derecha murió en Francia con el hundimiento de los gaullistas y de los socialdemócratas. “Lo que impera es el voto de clase. A Le Pen la van a votar los pobres. Lo de las izquierdas y las derechas ya no sirve para comprender nada. Es una idiotez. En 2027, cuando Macron no pueda presentarse, llegará el caos”, explica.
–Joder, ¡entonces en 2027 viviremos como en una novela de Michel Houellebecq!
–Y no se lo deseo a nadie –se rio y apuró el plato de pulpo. Le gustó el toque de pimentón, untó con pan. Yo unté también. El escritor había abierto una veda muy peligrosa… y muy rica.
Apareció el camarero. Se llevó los platos, pero antes preguntó: “¿Quién se termina la ensalada?”. Antes de que Houellebecq pudiera defenderse, agarré los cubiertos y se la eché en el plato: “Venga, hombre, esto le va a venir muy bien. Tiene que comer, que ha escrito una novela muy larga”. Anéantir son 776 páginas. Dios santo, ahora que recuerdo aquel comentario, pienso: hay determinadas tonterías que uno sólo puede decir siendo joven.
Depresión posparto
Houellebecq resopló cuando charlamos de su novela. Confesó estar atravesando una “depresión posparto”, “como las mujeres cuando dan a luz”: “Estoy en ese momento”. Y ese momento no reviste comodidad. “Se desajustan los horarios, se pierden las rutinas… Uno se desorganiza. Es difícil”, relató.
Quizá fue la cerveza, pero respondí con otra tontería. ¡Que Houellebecq me perdone! “Pues ya sabe, Michel, tenga otro hijo”. Pero no puede. Bromeó. Dijo que tenían que pasar, por lo menos, nueve meses. Antes de despedirme, le pregunté por los clásicos españoles. Quise saber si hay alguno entre sus inspiraciones.
–¿Le gusta leer a Baroja, Valle-Inclán, Unamuno…?
–No. De los escritores en español he leído mucho a Cervantes y a Borges. Sobre todo a Borges.
–Ah.
–Pero no se ofenda. De los autores italianos sé todavía menos.
–A usted le comparan con Balzac, pero a mí, si me permite el atrevimiento, me recuerda más a los rusos. Por lo trágico, por la oscuridad, ese realismo descarnado.
–Soy muy inferior a Balzac y a los rusos. Dicho esto: creo que tiene usted razón. Hay en mí más de Dostoyevski que de Balzac, aunque me gusta más Balzac. Es un genio mundial, no solo un genio francés. Ha descrito a los hombres por completo, a través de todas sus clases sociales. Y eso es dificilísimo.
–También es fantástico Flaubert.
–Sí. La educación sentimental es un gran libro. Aunque creo que Flaubert es más difícil de traducir que Balzac. Igual que Céline, jugaba más con la musicalidad. Con el sonido de las palabras.
Antes de irnos, puse unos cuantos libros suyos sobre la mesa para que los inmortalizase con una dedicatoria. Para mí, para mi hermana pequeña y un amigo. Le dije que mi amigo se llama “Jesús” y se escandalizó. “¡Ay, los españoles! ¡Os atrevéis a llamaros Jesús!”. A mi hermana, a la que describí como “feminista” para provocarle, le dedicó las palabras de un “viejo macho”. Mientras el escritor hacía los deberes, aproveché para ir dentro y pagar la cuenta sin que se enterase.
Al llegar, lo encontré con la vista puesta en el infinito. Compungido, incluso. Le interrogué con la mirada. Tenía en sus manos Sumisión.
“¿Sabe? El día que se publicó esta novela, ¡exactamente el mismo día que llegó a las librerías!, se produjeron los atentados de Charlie Hebdo. Había un amigo mío entre los asesinados. Se desató el odio. La novela se leyó bajo el prisma de los atentados. Me pusieron escolta durante año y medio. Fue dramático para mí. Fue demasiado. Me acuerdo de cada segundo de ese día. Por primera vez, sentí en mi carne el peso de la Historia. Esa dinámica de guerra no ha terminado”.
Me quedé en silencio. Como no supe qué decir, me puse la mascarilla e hice amago de levantarme. Él hizo un gesto como diciendo: “¡Tenemos que pagar!”. Le dije que estaba invitado, que había sido un placer. Inmediatamente, comenzó a sacar billetes y monedas de sus bolsillos. “No, oiga, déjeme pagar a mí”. Me negué rotundamente. Insistió: “¡Déjeme pagar! Pero, ¿cómo no me va a dejar? ¡Si soy rico!”.
–¿Realmente rico?
–Depende de con quién me compare.
Después, Houellebecq inquirió: “Bueno, pero pasará usted el gasto al periódico, ¿no?”. Le contesté: “No puedo, porque esto no ha sido una entrevista”. Encajó el golpe con una carcajada.
De vuelta en su portal, el mismo del que nos habían echado tres o cuatro horas antes, nos despedimos con alguna que otra broma. Cuando él ya se había dado la vuelta y sostenía la puerta con la mano, le detuve: “¡Michel!”.
Puse cara de cordero degollado, crucé los dedos y supliqué como hacían antes los novios en el portal: “Me voy a quedar hundido... si no puedo publicar un reportaje sobre todo esto”. Houellebecq asintió. Y corrí eufórico a casa para pasar al ordenador lo que había vivido esa noche en que compartí empanada y pulpo con el escritor más provocador de Francia. Todo, a orillas del Paseo de la Castellana.
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