Aunque no se votó en verano, en 1916 también hubo una campaña electoral en primavera. Las elecciones generales, convocadas por el gobierno del conde de Romanones en plena Gran Guerra, se celebraron el 9 de abril. Sólo tres días antes la revista "España", de la que un siglo después EL ESPAÑOL se declara tributario, hizo las aportaciones equivalentes a las de una jornada de reflexión como la de hoy, mediante tres artículos cuya vigencia paso a glosar con una mezcla de fascinación y vértigo.
El primero era un editorial en el que la revista fundada un año antes por Ortega y dirigida ya por el socialista Luis Araquistaín, en su etapa menos radical, pedía a sus lectores que votaran por el "mal menor", en función de lo que pudiera esperarse de cada candidato "respecto a la idea de libertad". Y entre los baremos concretos para dirimir ese dilema proponía decantarse por aquellos que apoyaran la "reforma de la magistratura en el sentido de hacerla absolutamente independiente del poder ejecutivo", la "reforma de toda la enseñanza, invirtiendo en la primaria el doble de lo que por ahora se gasta" y la "abolición de todos los monopolios particulares". Bastaría sustituir monopolio por duopolio para hacer hoy nuestras estas aspiraciones y de paso constatar lo poco que en algunas cuestiones fundamentales hemos avanzado en todo un siglo.
LAS LISTAS ELECTORALES
El segundo artículo venía a denunciar que, antes de acudir a las urnas, 145 de los 409 diputados que entonces formaban el Congreso podían considerarse ya electos, al presentarse por distritos en los que había un solo candidato y en los que se aplicaba automáticamente el polémico artículo 29 de la Ley Electoral promulgada por Maura en 1907. El truco consistía en que los requisitos para ser candidato eran lo suficientemente restrictivos para que los caciques de cada partido controlaran esos "escaños seguros". No era casualidad que los cinco diputados por Guadalajara, feudo de Romanones, estuvieran entre esos 145 que quedaban asignados antes de votar.
Si la revista "España" se escandalizaba de que "en este Congreso el 35 por 100 de los diputados lo serán sin la intervención del elector" y exageraba enfáticamente que "un poco más y no sale un sólo diputado de las urnas", EL ESPAÑOL puede certificar hoy, con pesadumbre, que en este orden de cosas se ha retrocedido mucho más. Como hemos demostrado en nuestras páginas, la combinación de la asignación provincial de escaños y las listas cerradas y bloqueadas hace que aproximadamente 200 de los 350 diputados -o sea no el 35 sino el 57%- tengan su escaño prácticamente asegurado desde que los partidos presentan las candidaturas. De hecho, en la simulación que hicimos ante el 20D, tuvimos un 100% de aciertos en los casos de la primera centena y más de un 90% en los de la segunda.
Si al igual que lo hacía la revista "España" en 1916, EL ESPAÑOL propone hoy una drástica reforma electoral que devuelva a los ciudadanos el derecho a elegir a sus representantes que les ha sido usurpada por las cúpulas de los partidos, es porque estamos ante la cuestión capital de la democracia. Los diputados, ¿nos representan o no nos representan? Formalmente lo hacen, legalmente también, pero en la práctica sólo sirven a quienes de verdad los eligen, que son los jefes de sus partidos.
La combinación de la asignación provincial de escaños y las listas cerradas y bloqueadas hace que aproximadamente 200 de los 350 diputados tengan su escaño prácticamente asegurado
Eso es lo que ocurre no sólo con los 200 que ocupan puestos seguros de salida, sino también con el resto de quienes, habiendo vivido la zozobra e incertidumbre de la campaña y la noche electoral, aspiran a ganarse la confianza de sus superiores para escalar puestos en las siguientes listas y pasar así a mejor vida. No es casualidad que el promedio de permanencia en el parlamento de los diputados del PP y PSOE que ocupan puestos en las listas con escaño asegurado sea de 16 y 15 años respectivamente. Estamos hablando pues de profesionales de la política que han hecho de la obediencia debida sobre los GAL, la invasión de Irak, los recortes y ajustes irracionales o el encubrimiento de la corrupción su modus vivendi.
Es cierto que la irrupción de Podemos y Ciudadanos ha supuesto una redistribución de los escaños preasignados entre cuatro fuerzas en lugar de entre dos. Pero nada cambiará por la mera ampliación a Iglesias y Rivera de la facultad de repartir canonjías que han ejercido Rajoy, Sánchez y sus antecesores desde el inicio de la transición. De hecho, ya resulta tan sintomático como inquietante que estos nuevos partidos que hicieron de las primarias su santo y seña, las hayan arrumbado en esta ocasión argumentando que al haberse abortado la legislatura debía de considerarse vigente la selección interna anterior.
La lógica a aplicar debería haber sido en puridad democrática la opuesta. Puesto que la incapacidad de formar gobierno es fruto de un fracaso colectivo por el que se obliga a pagar de nuevo, en todos los sentidos, a los ciudadanos, las bases de cada partido deberían examinar escrupulosamente la conducta de cada diputado antes de revalidar la confianza depositada en ellos. Es más, tendría sentido reformar la Constitución para que en un escenario como el que acabamos de vivir ninguno de los parlamentarios que nos obligan a pagar por su falta de flexibilidad y capacidad de compromiso pudiera volver a presentarse. ¿Alguien duda de que, si hubiera estado en vigor esta norma, tendríamos desde febrero o marzo un gobierno de coalición trabajando a pleno gas?
LA GRÚA DEL NEPOTISMO
El tercero de los artículos publicados por la revista España aquel 6 de abril de 1916 también resulta, aún más si cabe, de dramática actualidad un siglo después. Su título -"Dos grandes grúas políticas: nepotismo y periodismo"- evoca el constructivismo de la época y refleja perfectamente los mecanismos de elevación de las ambiciones que rigen el proceso político, tanto entonces como ahora. Sobre todo si, en lo que se refiere a la primera "grúa", aplicamos en sentido amplio el dictamen del editorialista de que "el nepotismo es como una prolongación de la vida y los sentimientos del hogar porque para el político nepótico el Estado no pasa de ser un pretexto para colocar a la familia, sin detenerse en la minucia de si la competencia va asociada o no al parentesco".
De igual manera que entonces la parentela se extendía más allá de los nepotes, es decir, de los sobrinos, el concepto de familia hay que emplearlo ahora en sentido político. Porque lo peor de lo que vivimos no es la discrecionalidad con la que las cúpulas de los partidos usurpan nuestros derechos de participación en la vida pública para repartirse los escaños, sino el criterio con que lo hacen. Basta comparar la preparación profesional, el nivel intelectual y el prestigio personal de quienes llenaban las bancadas de aquella UCD de Antonio Fontán, Fernández Ordóñez, Garrigues Walker o Landelino Lavilla, de aquel PCE de Solé Tura y de nuestro consocio Ramón Tamames o del propio PSOE de Peces Barba, Gómez Llorente, Solana, Enrique Múgica o Pablo Castellano con lo que ha sido el denominador común de las pasadas legislaturas, para comprobar que no es que padezcamos ya, como decía Ortega, la "ausencia de los mejores", sino que a menudo sufrimos directamente la presencia de los peores.
Lo peor de lo que vivimos no es la discrecionalidad con la que las cúpulas de los partidos usurpan nuestros derechos para repartirse los escaños, sino el criterio con que lo hacen
Al cabo de cuatro décadas de endogamia, atrofia y falta de democracia interna, los partidos tradicionales han sustituido la meritocracia de la carrera abierta a los talentos por la mediocracia del servilismo y el acomodamiento. Tanto el PP como el PSOE se han convertido en agentes de colocación de la parentela política y en organizaciones seudo mafiosas dispuestas a proteger a aquellos miembros en apuros siempre que hayan prestado o sigan prestando servicios delicados al partido. Que un personaje como el aparatchik de Genova Juan Carlos Vera, sobre quien pesa la muy verosímil sospecha de haber recibido dinero de la Gürtel para reformar su casa y comprarse un coche, sea uno de quienes ocupe tanto en junio como en diciembre uno de los puestos seguros en la lista del PP por Madrid eleva el ejemplo a categoría.
Es cierto que la irrupción de Podemos y Ciudadanos ha supuesto una inyección de savia nueva procedente de la universidad y el mundo profesional, pero toda esperanza de regeneración se marchitará si con ellos no llegan cambios normativos que eviten que la nueva política se contagie de todas las mañas y vicios de la vieja. Ya hay inquietantes síntomas de que algo de eso pueda estar empezando a suceder.
LA GRúA DEL PERIODISMO
Por lo que se refiere a la segunda "grúa", es decir al periodismo, también toca constatar una alarmante regresión respecto a las prácticas de hace un siglo. Entre los candidatos a las elecciones de 1916 había cuatro decenas de ilustres periodistas, incluidos Torcuato Luca de Tena, Azorín, Miguel Moya, Lerroux o el propio Pablo Iglesias a quien se le identificaba como director de El Socialista. "La intervención de tanto periodista en los cuerpos legisladores, ¿es un bien o es un mal?", se preguntaba la revista España. Su conclusión, claro, era que había que distinguir entre "quienes van asociados al talento y la conducta limpia y quienes representan la ausencia de escrúpulos y la audaz ignorancia".
La figura del periodista candidato es ahora mucho menos habitual y eso refuerza la apariencia de independencia de la prensa porque el único carné que debe llevar un periodista es el de su periódico y el ejercicio profesional requiere una dedicación y un compromiso difícilmente compatibles con un acta de diputado. Pero tras esa apariencia de independencia existe una inquietante realidad de sumisión. Y eso es doblemente grave porque los medios de comunicación son mucho más determinantes de cualquier proceso electoral hoy que hace cien años. De hecho casi podría decirse que el único escenario en el que se ha dirimido la campaña que concluyó anoche han sido los platós de la televisión, con el apéndice de los apolillados resúmenes de prensa de unas ediciones impresas cada vez más desprovistas de lectores.
Casi podría decirse que el único escenario en el que se ha dirimido la campaña que concluyó anoche han sido los platós de la televisión
Es lógico que nos fijemos en quién es el que sube encaramado a la grúa pero mucho más importante aún es quién maneja la grúa. Y desde este punto de vista he de decir que desde el inicio de la transición nunca ha tenido el poder tan sujetos a los principales medios como ahora. Cuando digo el poder me refiero al conglomerado que forman el Gobierno, la oposición oficializada, las instituciones del Estado y las grandes empresas de los sectores regulados. Se trata de una amalgama que encierra algunas paradojas y extraños concubinatos que también se reflejan en los medios.
De hecho, el principal propósito del señor Rajoy al apostar por estas innecesarias nuevas elecciones ha sido perpetuarse en el poder mediante el voto del miedo, a costa de sustituir al PSOE por Podemos como fuerza hegemónica de la oposición e impedir así la consolidación del centro político encarnado en el Pacto del Abrazo. De ahí que haya sido tan importante durante estos últimos años y especialmente durante estos últimos meses lo que Umberto Eco denominaba "la construcción del enemigo". Algo similar por cierto a lo que ha hecho David Cameron al convertir al UKIP del demagogo Nigel Farage en su antagonista oficial, convocando el referéndum sobre el brexit. Este domingo veremos en qué medida los ingenieros de esta operación político-mediática en beneficio de Podemos se han pasado de frenada. Desde luego en el Reino Unido al doctor Frankenstein ha vuelto a escapársele el monstruo, con el agravante de que ahora nos asusta y amenaza a todos.
LOS COMISARIOS POLÍTICOS
Los dos grandes resortes por los que el poder viene ejerciendo el control de los principales medios son la vulnerabilidad económica de los viejos mastodontes de la prensa impresa y la discrecionalidad de sus decisiones sobre el sector audiovisual. Al final la cuenta de resultados tanto de quienes bracean para sobrevivir, como la de quienes nadan en la opulencia y todo les parece poco, depende en mayor grado que nunca del poder.
En el caso de los periódicos tradicionales el hundimiento del modelo de negocio fruto a la vez de la crisis y de la revolución tecnológica, supuso también el final de la independencia de las redacciones. En el momento en que el cumplimiento de la función social de informar dejó de ser rentable, la mayoría de los propietarios se echaron en brazos de quienes podían salvarles y arrumbaron la primacía del periodismo para transformarse en gestores de contenidos subvencionados. Fue entonces cuando los gerentes más avispados se convirtieron en editores y los editores más timoratos se comportaron como gerentes. Los unos se pusieron en primer tiempo de saluda y los otros directamente de rodillas, mientras trataban a los directores como meros recaderos y la guadaña de los eres diezmaba sistemáticamente las mejores redacciones.
En paralelo, la eliminación de la publicidad en TVE y la autorización de las fusiones de Telecinco con La Cuatro y Antena 3 con La Sexta, en contra de los más elementales principios de la defensa de la competencia, consolidaron una fabulosa máquina bicéfala de imprimir billetes que conocemos como duopolio televisivo. El denominador común tanto de quienes se aferran a las reglas y rituales de un tiempo que no volverá, a base de quemar los muebles para calentar el refugio de la planta alta de la casa, como de quienes harían lo que fuera por conservar la anomalía de sus rentables privilegios, es que no hay mayor activo estratégico que la relación con el poder.
Por eso quien medra en cada compañía no es el periodista capaz e innovador, no es el líder idealista y carismático, no es el intelectual comprometido que marca una senda y encarna unos valores, no es el gestor eficiente que transforma y optimiza los procesos productivos. No, quienes mandan hoy en la mayoría de las principales empresas periodísticas son los comisarios políticos que se han ganado la confianza del poder a base de adularle y velar solícitamente por sus intereses, controlando las escaletas, moldeando los editoriales, tomando decisiones extremas si llega el caso y manejando el guiñol de las dos Españas para que, en esta encrucijada concreta, se activen a la vez el voto y el negocio del miedo.
Quienes mandan hoy en la mayoría de las principales empresas periodísticas son los comisarios políticos que se han ganado la confianza del poder
Las consecuencias de este estado de cosas para el ejercicio del periodismo están siendo devastadoras. La crudeza del mensaje transmitido a las redacciones por la vía de los hechos, el escarmiento en cabeza ajena, la precariedad de la situación de muchos han impregnado el espíritu indómito que vertebró la prensa de la transición de docilidad y fatalismo. La resignación de muchos veteranos es el inquietante ejemplo que nutre hoy la cobardía de los jóvenes e incluso se abre camino la pobre fantasía de que triunfar en la profesión consiste en recoger en las covachuelas del poder periódicas deposiciones que, cumplido el trámite de su publicación, proporcionen a su portador la gloria de la notoriedad televisiva.
Se trataría de un panorama sencillamente desolador si no fuera por la pujanza de los medios nativos digitales y por la celeridad con la que estamos transformando el conjunto del ecosistema informativo. Los hechos están demostrando una y otra vez que en un mundo dominado por la transmisión electrónica de los contenidos y la imparable diseminación de los dispositivos móviles, este último intento de cartelizar el sector de los medios de comunicación está condenado al fracaso. Gracias, también hay que decirlo, a esa tecnología de nuestros insomnios, las barreras de entrada han bajado lo suficiente como para que cualquier proyecto periodístico que signifique algo para un sector de la sociedad pueda resultar viable. Y una vez que una noticia o una opinión aparece en EL ESPAÑOL o en cualquiera de nuestros homólogos ya no hay quien le ponga puertas al campo de la viralidad en las redes sociales.
ALBAÑILES DE LA LIBERTAD
Frente a las grúas que mueven los ingenieros del poder aquí estamos los albañiles de la libertad. EL ESPAÑOL ha nacido para defender, ladrillo a ladrillo, episodio a episodio, los derechos de los ciudadanos tanto frente al inmovilismo como frente a la revolución. Nuestro baremo es bien sencillo: no queremos una España como la actual en la que muy pocos tienen mucho poder y tampoco queremos otra simétrica en su anverso, en la que simplemente ese poder cambie de manos pero siga igualmente concentrado y al servicio de una peor causa. Queremos formar parte de un España en la que sean muchos los que tengan un poco de poder. Y en la que eso se traduzca en un sistema mediático pluralista con verdadera libertad no sólo de prensa, sino también de radio y de televisión.
Respecto a cómo votar este domingo siguen vigentes, corregidas y ampliadas mis recomendaciones de hace año y medio en el llamado Manifiesto del Ateneo que inspiró el nacimiento de EL ESPAÑOL. Son ahora parte de nuestras obsesiones editoriales. Apoyad a quienes estén dispuestos a cambiar la ley electoral, a imponer la democracia interna en los partidos, a devolver la independencia al poder judicial, a renunciar a aforamientos y demás privilegios, a dar un paso atrás ante la menor sospecha de connivencia con la corrupción, a reformar la Educación, a renunciar al control de los medios de comunicación, a hacer más competitiva la economía, a implicarse -ahora más que nunca- en la construcción de los Estados Unidos de Europa y a cambiar la Constitución para proteger la igualdad de derechos de todos los españoles.
Porque no basta con rechazar por igual el inmovilismo autocrático y la aventura revolucionaria. Como escribió Luis Araquistaín hace cien años, la única manera de evitar que España siga deslizándose después de las elecciones hacia esa disyuntiva sería contar con "unos gobernantes que saliendo de la vieja trayectoria personalista y oligárquica, emprendiesen fuertes creaciones capaces de devolver a la nación la esperanza". Hoy como entonces "no basta con haber adquirido conciencia de la propia ineptitud, hay que superarla".
Así rugirá nuestro león en adelante. Eso es lo que exigiremos de nuestra clase política. Nunca diremos "¡Viva quien venza!" como el español oportunista al que flagelaba Unamuno, sino "¡Venza quien limpie, reforme y regenere!". Compatriotas, a las urnas. Suscriptores, a los móviles. Accionistas, a los iPad. Continuemos siendo nuestra patria.