Cuanto escribí la semana pasada empieza a hacerse realidad. Rajoy lleva camino de salirse con la suya: permanecer en el poder a cualquier precio y por precaria que sea su situación. Rivera acaba de obligarle a hacer lo que no quería. A no ser Rajoy, en cierto modo, sometiéndose a la investidura sin tener amarrados los votos necesarios. Como revancha preventiva, él ha tomado a cambio a todos los españoles como rehenes, amenazando con joderles la vida, obligándoles a ir a votar el día de Navidad, si Sánchez no paga antes su rescate con la moneda de la abstención. Salvando todas las distancias, culpar al PSOE de que se pongan las urnas el 25 de diciembre equivaldría a achacar a la Policía lo ocurrido en Hipercor. Quien ha colocado esa “bomba”, con la servil aquiescencia de Ana Pastor, ha sido Rajoy. Es su penúltima felonía. Podría quedar desbaratada con la reforma de la Ley Electoral que propone EL ESPAÑOL. Pero a Rajoy le estará muy merecido lo que le pase y vaya que si le va a pasar. Dejémosle de momento a bordo de su ataúd ambulante y elevemos hoy el listón, recordando a alguien mucho más noble que él.
En el prólogo que Azorín escribió en 1953 para la biografía publicada por Maximiano García Venero está la mejor descripción del político centrista español más importante del primer tercio del siglo XX: “Viste Melquíades Álvarez con pulcritud: americana cruzada con dos filas de botones, cuello de pajarita. Hubo un momento en que fue moda la corbata blanca de hilo, tiesa, bien en lazo, bien en nudo, bien en peto. Pasó la moda y Melquíades Álvarez perduró en el lacito blanco… Todo habla en Melquíades Álvarez. Al ponerse en pie, los diputados que estaban más cerca se han retirado un poco, a fin de dejar al orador espacio libre en sus idas y venidas… Lo que dominaba en Melquíades Álvarez era la intuición rápida y la conclusión clara. Los ojos fulgían y refulgían. En los momentos de pasión sus conminaciones al adversario eran terribles. Si yo tuviera que definirle con una frase diría: un ateniense en el ágora”.
Esos “ojos que fulgían y refulgían” que tanto impresionaron a Azorín como joven cronista parlamentario en las Cortes de la Restauración; esos “ojos que fulgían y refulgían” sobre la nariz ganchuda que fundía su rostro de frágil pajarito con el águila de la oratoria que subía a la tribuna o se ponía la toga; esos “ojos que fulgían y refulgían” que sedujeron a sus jóvenes alumnos de la Universidad de Oviedo pero también a Ortega y Azaña; esos “ojos que fulgían y refulgían” como centellas en los mítines de la plaza de toros o los banquetes del Hotel Palace, fueron los mismos que conmocionaron al vicesecretario general del PSOE Juan Simeón Vidarte cuando iluminó con una linterna su cadáver, en un sótano de la cárcel Modelo el 23 de agosto de 1936, un día después de su asesinato:
“Sus ojos, abiertos hasta querer saltarse de las órbitas reflejaban asombro. Parecía querer decir a sus verdugos que él era republicano, que quiso muchas veces salvar a la Monarquía, para convertirla de absoluta en constitucional y democrática, que él siempre había sido un hombre de izquierdas y había conspirado con Besteiro y Largo Caballero en la huelga de agosto; con Marañón y Fermín Galán en la sanjuanada…”.
No, eso no era cierto o sólo era cierto a medias. Melquiades Álvarez era republicano de pura cepa pero no había sido nunca de izquierdas. Tampoco de derechas, aunque en distintas etapas de su vida política hubiera parecido lo uno o lo otro. ¿Cómo podía serlo si era laicista pero repudiaba el anticlericalismo, si defendía a la vez el derecho de propiedad y la libertad sindical, si se sentía un hombre de orden pero le sublevaba la injusticia social, si se alineaba en el autonomismo pero era un paladín de la unidad de España, si estaba a la vez contra el inmovilismo y la revolución?
En realidad la biografía de este catedrático de Derecho Romano, imbuido del legado del krausismo y de la Institución Libre de Enseñanza, a través del grupo de la Universidad de Oviedo, compendia como ninguna otra los dilemas y esperanzas, los aciertos y fracasos de la Tercera España, intelectual y reformista, en la torrentera que desembocó en la tragedia de la guerra civil.
Los lectores de estas cartas ya conocen la importancia que tuvo la fundación en 1913 del Partido Reformista, así como su sintonía con la conferencia de Ortega 'Vieja y nueva política' y con el lanzamiento de la revista España. También la brecha que se abrió entre el filósofo y el jefe del partido cuando este, en una decisión similar a la que acaba de adoptar Ciudadanos respecto a Rajoy, accedió a colaborar en 1915 con el liberalismo caduco que encarnaba el conde de Romanones.
Pero eso fue tan estéril como efímero y en 1917 nos encontramos a Melquíades Álvarez como punta de lanza de la exigencia de Cortes Constituyentes que articulaban por un lado la Asamblea de Parlamentarios, promovida por Cambó cuando el gobierno de Eduardo Dato cerró el Congreso, y el Comité de Huelga que, con la UGT y el PSOE al frente, orquestó, como órdago al sistema, la “huelga de agosto”, el legendario paro general de aquel verano. Si las pretensiones de los convocantes hubieran triunfado, Melquíades Álvarez habría sido el presidente del Gobierno provisional encargado de democratizar España. Cuando, tras la represión a sangre y fuego, se negó a formar parte del gabinete de concentración que apuntaló la Monarquía, Melquíades Álvarez fue vitoreado por las calles de Madrid.
Fieles a su accidentalismo, los reformistas accedieron finalmente a colaborar con el régimen, de forma que Melquíades Álvarez era el presidente del Congreso de los Diputados en el momento del golpe de Primo de Rivera. Sus detractores –entre ellos Azaña, que abandonó entonces el partido- le achacan falta de contundencia en su oposición a la dictadura; pero suyo fue el manifiesto de la fallida sanjuanada que en 1926 comenzaba diciendo: “El Ejército no puede tolerar que utilicen su bandera y su nombre para mantener a un régimen que despoja al Pueblo de sus derechos”.
Seis años después se le vincularía, sin pruebas fehacientes, con la intentona de sentido inverso del general Sanjurjo. Para entonces ya había ido fraguando su decepción con una República que fomentaba lo que él más detestaba: la violencia y el desorden. La revolución de Asturias fue el punto de no retorno. En febrero del 36 los restos del naufragio del Partido Reformista, renombrado como Republicano Liberal Demócrata, se alinearon con los radicales de Lerroux, la CEDA de Gil Robles y los agrarios de Martínez de Velasco dentro de lo que se amalgamó como “las derechas”. Melquíades Álvarez pasó primero por el trance de tener que salir por la puerta de atrás para no ser agredido en el teatro Campoamor de Oviedo y vivió luego la amargura del asesinato a tiros de su colaborador y amigo, el médico Alfredo Martínez. Aún le quedaría asistir al entierro de Calvo Sotelo en su calidad de decano del Colegio de Abogados de Madrid.
Como representante y protector de todos los colegiados acababa de aceptar la defensa de José Antonio Primo de Rivera, letrado en ejercicio, en uno de los sumarios abiertos tras su encarcelamiento. También había defendido al socialista Fernando de los Ríos durante la Dictadura, pero eso no contaba para los milicianos que le detuvieron el 4 de agosto del 36, tras la delación de una criada de la casa a la que se había trasladado. Por sentido de su propia dignidad, Melquíades Álvarez no había querido salir huyendo de aquel Madrid enfebrecido. Tenía a medio leer un libro que muy bien podía haber tratado sobre él mismo: “Le style, la chose et la manière”. Su último destino fue la cárcel Modelo que en el distrito de Moncloa ocupaba lo que hoy es el Cuartel General del Aire.
Dice Pío Baroja, al reconstruir los hechos en su novela Miserias de la guerra, que “en las revoluciones y en todos los movimientos populares, se repite lo mismo, no hay casi nunca originalidad”. Desde luego los sucesos de la Modelo parecen calcados en su planteamiento, nudo y desenlace de las masacres de las cárceles parisinas de septiembre de 1792.
Lo primero fue demonizar como enemigos a los reclusos de mayor significación política. El mismo papel infame que cumplieron los periódicos de Marat y Hebert, lo desempeñó aquel agosto trágico el diario socialista Claridad, inventando el correspondiente “complot de las prisiones”.
Lo siguiente fue provocar un incidente que legitimara una intervención extrema. El amotinamiento de presos comunes tuvo su trasunto en el incendio provocado en la leñera de la tahona de la Modelo. Enseguida se atribuyó a quienes se entendían con el “enemigo a las puertas”, ya se tratara de prusianos o franquistas, y pronto los milicianos más fanáticos se apiñaron a las puertas de la cárcel.
Sólo quedaba permitir la entrada al recinto de los degolladores y la celebración de simulacros de juicios sumarísimos en el patio. “A quien más insultaban y de una manera más rabiosa era a Melquíades Álvarez”, asegura Baroja, preguntándose a continuación: “¿Por qué este grupo de gente asesina y mediocre odiaba a quien era un republicano y un gran orador?”. Él mismo aportaba la respuesta: “Probablemente por eso, por envidia”.
Ochenta años después de su asesinato tal día como mañana lunes, el recuerdo de Melquíades Álvarez ha quedado circunscrito a su Asturias natal
Aunque esta vez las víctimas fueron fusiladas, García Venero asegura que Melquíades Álvarez trató de hacer su último alegato como “ateniense en el ágora” y “un miliciano le asestó un terrible bayonetazo en la garganta”. Algo similar a una cicatriz en el cuello puede apreciarse en las fotocopias de las fotografías de su cadáver que constan en el sumario instruido por el juzgado número 5 de Madrid con motivo de la entrega de docena y media de cuerpos inertes en el cementerio del Este. Junto al de Melquíades Álvarez, estaban los del líder agrario Martínez de Velasco, los exministros Rico Avello y Álvarez Valdés, el falangista Fernando Primo de Rivera, el copiloto del Plus Ultra Ruiz de Alda, el africanista general Capaz o el ultraderechista doctor Albiñana.
Aunque Azaña se había alegrado cruelmente de que, tras la victoria del Frente Popular, la Comisión de Actas hubiera despojado de su escaño a 'don Melquis' –como le llamaba con sorna-, cuando se enteró de lo ocurrido, ya en calidad de presidente de la República, sufrió un gran disgusto y entró en depresión. “¡Han asesinado a Melquíades…!”, repetía acariciando la dimisión. “¡Esto no, esto no! Me asquea la sangre… Nos ahogará a todos…”. Según su cuñado Cipriano Rivas Cheriff, fue preciso llamar con urgencia a su amigo y confidente Ossorio y Gallardo para que le convenciera de que debía seguir en el cargo.
La reacción del ministro de Trabajo Indalecio Prieto fue de similar abatimiento. “Con esto hemos perdido la guerra”, cuentan que dijo. Se trataba de algo equivalente, en términos de legitimidad moral, a lo que acababa de ocurrirle al otro bando cuando cinco noches antes, “bajo una luna de pergamino” apareció en el camino de Viznar a Alfacar el cadáver del poeta que veía “muslos” en los “peces despistados” y soñaba con “dormir el sueño de las manzanas”.
Ochenta años después de su asesinato tal día como mañana lunes, el recuerdo de Melquíades Álvarez ha quedado circunscrito a su Asturias natal. Aunque en su fecunda vida política fue sucesivo compañero de viaje de quienes formaron los dos bandos de la guerra civil o más exactamente las dos Españas, entendiéndose con la una y con la otra –o tal vez precisamente por eso-, nadie ha reivindicado su figura ni durante el franquismo ni durante la democracia.
En Oviedo hay una calle dedicada a Melquíades Álvarez pero no en el Madrid donde tanto hizo e influyó
En Oviedo hay una calle dedicada a Melquíades Álvarez pero no en el Madrid donde tanto hizo e influyó. No sé si Paquita Sauquillo, Andrés Trapiello y demás miembros de la comisión de expertos nombrada por Carmena para democratizar el callejero están aún a tiempo de subsanar esta anomalía. Si no fuera así Begoña Villacís debería promoverlo desde el ayuntamiento. Y el asturiano Prendes y Patricia Reyes plantear desde la mesa del Congreso algún tipo de reconocimiento a quien fue presidente de la cámara dentro de un régimen constitucional. Es de justicia que ahora que la tercera España vuelve a estar representada con el peso que ha adquirido Ciudadanos, también recuperemos la memoria histórica de aquellos “ojos que fulgían y refulgían”, aquellos ojos que parecían querer salir atónitos de las órbitas hasta que el socialista Vidarte acercó de nuevo la linterna y cerró piadosamente sus párpados.