Cuando Pedro Sánchez pronunció el miércoles la frase más importante del debate, diagnosticando no ya la clave del bloqueo político que nos atenaza sino la propia razón profunda de los males endémicos de nuestra democracia, sentí eso que llamamos escalofrío. O sea, una mezcla de respingo y cosquilleo por el hecho de que él mismo no fuera consciente de la trascendencia última de lo que acababa de decir.
Claro que "lo más grave de todo es que ningún diputado del PP le pida a usted, señor Rajoy, responsabilidades políticas por la corrupción". Porque todos ellos, los 186 de la undécima legislatura, los 123 de la duodécima legislatura y los 137 de la decimotercera legislatura saben desde julio de 2013 lo mismo que el resto de los españoles: que el presidente protegió a Bárcenas para intentar que no salieran a la luz las anotaciones de sus sobresueldos ilegales. Y, en efecto, ni uno sólo -la búsqueda de Diógenes habría sido infructuosa- ha tenido en tres años el coraje de alzar la voz, no digamos de votar en conciencia, como si fuera ese único hombre cabal sobre la tierra.
El problema es que al poner el dedo en la llaga, Sánchez también estaba reabriendo otras úlceras. Porque no cabe duda de que "lo más grave de todo es que ningún diputado del PSOE le pida a usted, señor González, responsabilidades políticas por los crímenes de los GAL"; de que "lo más grave de todo es que ningún diputado del PP le pida a usted, señor Aznar, responsabilidades políticas por el apoyo a la invasión de Irak"; y de que "lo más grave de todo es que ningún diputado del PSOE le pida a usted, señor Zapatero, responsabilidades políticas por la congelación de las pensiones".
¿Por qué nunca, desde la rebelión de Nicolás Redondo padre y Antón Sarazíbar contra el plan de empleo juvenil en 1988 -Albert Rivera tenía 9 años, Pablo Iglesias, 10 y el propio Pedro Sánchez, 16-, ha vuelto ningún representante del pueblo a romper con un mínimo de estruendo la consigna de voto de su grupo parlamentario? ¿Por qué, de hecho -y ahí Sánchez puede conjugar su interpelación en reflexivo-, ni uno sólo de los 350 diputados que han emitido en voz alta su voto sobre algo tan discutible como la investidura de Rajoy, incluidos los 85 socialistas, se ha apartado de lo previamente anunciado por sus jefes de fila?
Pues porque en España no hay democracia, ni siquiera partitocracia, sino cupulocracia: el dictado de los cómitres, la sumisión de los galeotes. La Constitución dice lo contrario, pero vaya que si los diputados están sometidos a un mandato imperativo... El de los que volverán a ponerlos o no en las listas. Por eso es tan importante acertar con la reforma electoral. En el Reino Unido tanto Rajoy como Sánchez vivirían en un ay, pendientes de los designios de sus grupos parlamentarios. Tres primeros ministros -Thatcher, Major, Cameron- han sido tumbados o empujados hacia la puerta por sus propios diputados y veremos qué pasa con Corbyn y el liderazgo laborista. Aquí funciona la regla inversa: a más pelota, más nota y por eso Rajoy lo único que prepara de los debates son las ocurrencias que lanza a pichón parado para alimentar el ventilador de la impostura que tantas risitas tísicas desata entre los suyos.
En España no hay democracia, ni siquiera partitocracia, sino cupulocracia: el dictado de los cómitres, la sumisión de los galeotes
Y el pichón perfecto ha vuelto a ser Pablo Iglesias. En todas sus horas en la tribuna, Rajoy no hizo ni un solo gesto político que facilitara la abstención del PSOE o al menos desestabilizara su no, pero los populares le aclamaron por llamar "estupendo" al líder de Podemos. O mejor dicho, por recurrir a la socarronería de quien insinúa lo contrario de lo que profiere para responder al rap ampuloso y redicho con que Pablo Iglesias, cual parodia de sí mismo, había enristrado a Albert Rivera con Fraga, el narco "amigo" de Feijóo, Fernando VII y Cánovas del Castillo. O sea que le llamó "estupendo" en el mismo sentido en que don Latino de Hispalis le dice a Max Estrella "no te pongas estupendo", cuando en la novena escena de Luces de Bohemia desata sus loas al topar con Rubén Darío en el sórdido Café de Colón.
La ceguera política con que Iglesias se sigue encerrando en el malditismo de la marginalidad, vociferando como si no se hubieran inventado ni la radio ni la televisión, es el trasunto de las gafas negras contra las que Valle lapidó a su Homero del esperpento. Iglesias es audaz e ingenioso, pero tan desmesurado que lleva camino de reventar en el arroyo como Max Estrella. Y ha encontrado en Rajoy el cínico compañero de viaje que, como don Latino, siempre le robará la cartera. Lo hizo con las elecciones que convocaron a medias en junio bajo la seducción de las encuestas falaces que garantizaban el sorpasso de Podemos. Y volvió a hacerlo en este debate en el que Iglesias terminó reciprocándole el piropo: "Usted también es estupendo. Tiene muchas cosas buenas. Tiene sentido del humor, es un tipo irónico, es un parlamentario con retranca, es interesante debatir con usted".
Por un instante, podemitas y populares quedaron subsumidos en un mismo embeleso. Mariano era para Pablo el único hombre al que mirar. Faltó el consabido "¡que se besen!", reprimido por el precedente de Domènech.
Temíamos que fuera un Albert Rivera víctima del deber quien blanqueara al Rajoy de los SMS a Bárcenas y terminó haciéndolo un Pablo Iglesias esclavizado por su vanidad. En ese momento, el Congreso se trocó en el totum revolutum de la taberna de Pica Lagartos con el acicate de las terceras "vacaciones" -feliz precisión del líder de Ciudadanos- flotando en el ambiente. De repente todos eran "estupendos", desde Celia Villalobos al diputado rastafari. ¿Cómo iba ningún curul del PP a pedirle responsabilidades políticas por la corrupción a Rajoy, si hasta los de Podemos lo consideran "estupendo"?
Temíamos que fuera un Albert Rivera víctima del deber quien blanqueara al Rajoy de los SMS a Bárcenas y terminó haciéndolo un Pablo Iglesias esclavizado por su vanidad
Todo estaría perdido, no quedaría otra que refugiarse en la ataraxia de los escépticos y en el cultivo volteriano del jardín, si Pedro Sánchez no hubiera pasado el viernes de la retórica de la estupefacción a la de la insinuación. El líder del PSOE colocó una carga explosiva bajo ese trust de los estupendos, al centrar demoledoramente el tiro en la figura del candidato y apelar al PP para que "extraiga una conclusión de la derrota". Todo terminó de entenderse cuando Rivera -tras pedir perdón a los españoles por los pecados ajenos- reclamó al PP un "candidato viable" y Rajoy ordenó quitarle el bozal a Rafael Hernando.
Las piezas del puzle podrían encajar en septiembre. Bastaría que Sánchez convocara un nuevo Comité Federal del PSOE en el que explicara la dificultad de configurar una alternativa de izquierdas por su dependencia de los separatistas catalanes, justo cuando cierran filas con la CUP para lanzar su órdago definitivo al Estado. Y añadiera que, siendo un imperativo nacional evitar las terceras elecciones y estando obligado el PSOE a contribuir a la solución, pide el aval del partido para negociar la abstención con un candidato del PP que no esté manchado por la financiación ilegal y los sobresueldos.
No sólo el PSOE cerraría filas en torno a su secretario general, sino que Ciudadanos podría mover ficha de nuevo y plantearse entrar en ese gobierno, dotándolo así de estabilidad. Ya dije la semana pasada que el perfil óptimo para tal operación es el de Luis de Guindos, pero si Rajoy entrega la cuchara por el bien de España es obvio que podría condicionar la sucesión tanto en el ejecutivo como en el partido.
Sería una jugada maestra de Pedro Sánchez, que le otorgaría ese sentido del Estado que tantos le niegan y le convertiría en el primer líder de la oposición con la llave de la legislatura en sus manos. Los mismos agentes empresariales que han inducido a Rivera a apoyar la investidura de Rajoy y ahora le presionan a él, se volverían sus aliados subterráneos.
Bastaría que Sánchez convocara un nuevo Comité Federal del PSOE para negociar la abstención con un candidato del PP que no esté manchado por la financiación ilegal y los sobresueldos
Rajoy logró desbaratar una operación similar auspiciada desde el Ibex tras las elecciones de diciembre e incluso llegó a lanzar públicas amenazas contra sus promotores. Pero la mejora electoral de junio que le servía ahora como escudo ha quedado perforada por la humillante derrota en la investidura. Si el PSOE plantea ese dilema, él opta por enrocarse y el PP lo secunda como hizo ayer, Rajoy se convertiría a ojos vistas en el único gran promotor de las terceras elecciones. Y hasta podría terminar forzando a Ciudadanos a abstenerse ante un gobierno de Sánchez e Iglesias para evitar que su programa incluyera el referéndum catalán. Algo hoy por hoy impensable, pero susceptible de convertirse en un nuevo mal menor.
Sólo hay una carambola que salvaría a Rajoy si Sánchez se mueve en esa dirección: que el PNV necesitara al PP en el parlamento de Vitoria e hiciera un trueque, aportando sus cinco escaños al sí a su investidura. En ese escenario Rajoy no necesitaría al PSOE. Le bastaría la abstención del diputado de Nueva Canarias.
¿Enrevesada combinación? ¿Salvavidas de último minuto? Albert Rivera ha comentado a sus colaboradores que las dos cosas que más le impresionan de Rajoy, ahora que le va conociendo, son su olímpica desconfianza y su capacidad de perpetuarse en el poder. ¿A qué paisano suyo recuerda todo eso?
Los que no sean muy adictos a Valle tendrán que cotejarlo en el texto para creerme, pero en el inicio de Luces de Bohemia, cuando Max Estrella abre los ojos y cree haber recuperado la vista, una de las primeras cosas que exclama es: "¡Qué hermosa está la Moncloa! Es el único rincón francés en este páramo madrileño". No es difícil imaginar a don Latino y sus émulos contemporáneos asintiendo desde las bambalinas, aunque entonces no residenciara allí el gobierno. ¡Ah, el poder, esa fiera e incurable ceguera!