El gran José Antonio Marina pronunció la frase más impactante de los cinco días del simposio que EL ESPAÑOL ha dedicado a las reformas que necesita España: "La ideología es a la educación lo que la mixomatosis a los conejos". Es decir una plaga que acaba con cualquier camada de proyectos y empeños modernizadores.
Marina es un pedagogo idealista, en la estela de Giner de los Ríos, empeñado como nadie en promover un gran pacto nacional por la calidad de la enseñanza. Y su reflexión no era una "boutade", pues una y otra vez ha comprobado con desesperación cómo los partidos convertían la escuela y la universidad en sectario campo de batalla. La izquierda abogaba por una enseñanza "laica y progresista"; la derecha, por una educación "en valores" -conservadores, por supuesto-; los nacionalistas, por un instrumento para moldear buenos catalanes mediante la inmersión lingüística, concepto perverso donde los haya, por muy amortizado que parezca, tal y como le hice ver a Josep Cuní en la parte no emitida de nuestra charla en TV3.
La entrada en liza de Ciudadanos, con la competente Marta Martín como portavoz, ha proporcionado a Marina un aliado de primer orden y ahora se muestra moderadamente optimista de que, oído el compromiso de investidura de Rajoy, el pacto educativo se fragüe en los próximos seis meses. "Es cuestión de decirles a los políticos 'de aquí no salís hasta que lleguéis al acuerdo' porque las soluciones reales a los problemas reales están todas pensadas".
Tiene razón Marina. Tras haber repasado durante cinco días la "agenda regeneracionista" en áreas tan dispares como las que hemos tocado nosotros, lo más sorprendente es que podría llegarse a una conclusión similar respecto a la reforma constitucional, la de la justicia o la del empleo y las pensiones. Los catedráticos y politólogos, los jueces, fiscales y abogados, los grandes economistas o los agentes sociales tienen ya "todo pensado".
En España existe un alto nivel de consenso sobre lo que habría que hacer por parte de quienes se saben las materias. Los políticos se han ocupado sin embargo de convertir cada solución en un problema, al filtrarla por el tamiz de la ideología, casi siempre de forma cerrada y doctrinaria.
En España existe un alto nivel de consenso sobre lo que habría que hacer por parte de quienes se saben las materias
Esa es la mixomatosis que con tanta virulencia viene afectando a las colonias conejiles de nuestra política, especialmente en los terrenos de la izquierda y el separatismo. No en vano, el síntoma de esta enfermedad, de origen australiano, que de forma más aguda afecta a los roedores es la ulceración de sus párpados hasta desembocar en la ceguera.
Sin esos ataques de "ideologitis" no se explicaría el desquiciamiento del PSOE. Pedro Sánchez habría aprovechado la aritmética para trasladar su crisis al PP, ofreciéndose a negociar con un candidato distinto a Rajoy, y ahora no tendría que vagar cual Holandés Errante en pos del puerto del Congreso del partido tras su coherente renuncia al acta. Por su parte, Antonio Hernando, en nombre de la Gestora, habría aprovechado el debate de investidura para formular un catálogo de exigencias de cara a los Presupuestos.
Sin esos encarcelamientos voluntarios en las celdas del estereotipo tampoco se entenderían las ocasiones desperdiciadas por Podemos para sustituir al PSOE como una nueva izquierda a la vez firme y posibilista. O la automarginación de la ex Convergencia y Esquerra de toda combinación parlamentaria cuando constituyen el fiel de la balanza entre la izquierda y la derecha.
Pero, como hemos vuelto a ver en el Congreso, Tardá, Homs o Rufián -ay, Rufián, rufián-, al igual que Iglesias, Errejón o Garzón, no hacen lo que les conviene sino lo que les pide el cuerpo. De ahí su previsibilidad. Hasta el extremo de haber fraguado los moldes que determinan la categoría que engloba a sus afines: un podemita es alguien que llama "delincuentes potenciales" a sus vecinos de hemiciclo -lo que, por cierto, convierte a Rafa Hernando y asimilados en recurrentes podemitas de derechas- y un "indepe", alguien que no deja de acudir a ninguna cita para decir "nos vamos".
Como también cabe el estereotipo virtuoso, no me quedaré sin añadir que un diputado de Ciudadanos es alguien que, como hizo Felisuco, admite llamarse Diego -por "donde dije digo..."-, propone una reforma cada vez que ve una colilla por el suelo y se especializa en separar a quienes se enzarzan en riñas callejeras.
Un podemita es alguien que llama "delincuentes potenciales" a sus vecinos de hemiciclo y un "indepe", alguien que no deja de acudir a ninguna cita para decir "nos vamos"
El problema para el entomólogo llega cuando, como explica Umberto Eco en Kant y el ornitorrinco, no hay manera de "entender lo que se ve, encuadrando la experiencia en un sistema categórico previo" porque "los hechos vencen a las teorías". Es decir cuando, como acaba de ocurrir con la conducta de Rajoy durante el nuevo debate de investidura, topamos con un "objeto dinámico" que no encaja en el esquematismo cognitivo de los relatos convencionales.
"¿Qué tiene que ver Kant con el ornitorrinco? Nada". Podríamos discutir si es más provocadora la pregunta o la respuesta, pero Eco nos despereza con ambas del sopor de los guiñoles televisivos. Sobre todo si, como sostiene el añorado semiólogo y agitador cultural italiano, "pase que Kant no supiera nada del ornitorrinco, pero el ornitorrinco -o sea nuestro reinventado Rajoy-, debería saber algo de Kant para resolver la propia crisis de identidad".
Desafiando las leyes del positivismo que enlazan a Platón con el filósofo alemán -tan mal citado por Pablo Iglesias hace un año en la Carlos III-, el primer ornitorrinco disecado llegó, como la mixomatosis, de Australia en 1798. Parecía un conejo grande al que le hubieran injertado las membranas de un anfibio y el pico de un pato. Hasta tal extremo desconcertó su singularidad que los biólogos del British Museum sospecharon que se trataba de una falsificación de los mismos "diabólicos" taxidermistas chinos que habían fabricado cuerpos sirenoides, a base de unir troncos de mono y colas de pez.
Por supuesto que Rajoy no sabe nada ni de Kant ni del ornitorrinco, pero podría ilustrar mucho al uno sobre el otro. De hecho, lo que, a medida que iba siendo estudiada, hacía más inclasificable a la criatura de las antípodas eran sus características morfológicas aparentemente contradictorias. Se trataba de un bicho de pelo suave y mullido pero estaba dotado de garras venenosas. Tenía pico pero era capaz de vivir sumergido bajo el agua. Ponía huevos pero amamantaba a sus hijos. Tenía ubres pero no pezones.
Todo en el ornitorrinco era un contradiós, tal y como ha resultado serlo, en su extrapolación política, el fénix de Pontevedra, renacido esta semana de sus cenizas. De repente, el cuerpo rígido del estafermo ha cobrado vida flexible. Del monótono opositor perpetuo, epítome del aburrimiento, ha brotado un duelista punzante con ponzoña en la punta del florete. La soberbia displicente de la mayoría absoluta ha dado paso a un humilde candidato a interlocutor válido, dispuesto a "negociar todas las decisiones". El abúlico guardián de las esencias sale ahora obsequiosamente al encuentro del otro -es decir, del PSOE- advirtiéndole, cual vendedor de biblias para californianos fornicadores, que ni siquiera tiene que "renunciar a sus principios". El altanero senador vitalicio parece someterse con gusto al control de credibilidad de un jovenzuelo con cuellos de camisa pequeños. El negacionista que sólo admitía haber elegido mal a Bárcenas, reconoce de repente que hizo lo que no debía con los SMS.
La melancolía que produce comprobar cómo al cabo de un año de tanto azacaneo, tras la interinidad de Rajoy, un Rajoy sucede a otro Rajoy -en España ya nos hemos bañado dos veces en el mismo río-, no puede impedirnos ver su aparente transformación proteica en un animal híbrido o más bien compuesto a partes iguales por el hombre que era y el que pretende ser. Decir que ha hecho de la necesidad virtud es tan expeditivo y perezoso como alegar que el hábitat hizo al ornitorrinco.
El negacionista que sólo admitía haber elegido mal a Bárcenas, reconoce de repente que hizo lo que no debía con los SMS.
La cuestión clave es por qué Rajoy ha sobrevivido a tantas plagas de mixomatosis. Para mí que el jeroglífico dentro del enigma, encerrado en el misterio, se resuelve de forma bien bobalicona: a nadie se le inflama aquello de lo que carece. Los conejos tienen convicciones, el ornitorrinco no.
La primera denominación de la que echaron mano los biólogos que no lograban clasificar a aquel pájaro sumergible que mamaba y ponía huevos a la vez fue la de Ornytorrinchus Paradoxus. Tendría bemoles que quien resultó tan inepto para contentar a sus electores desde la abundancia de la mayoría absoluta fuera un eficiente gestor de la sobrevenida escasez parlamentaria.
Borges se refirió una vez al ornitorrinco como "ese animal horrible hecho con pedazos de otros animales". Es patente que un bicho así nunca ganará un concurso de belleza en la pasarela de la biodiversidad pero hay que ver cómo se las apaña por tierra, mar y aire, a base de asimilar prestaciones de las demás especies. Ese es el punto de vista de los maruéndidos: de repente Rajoy regresa al lugar del que nunca se fue, ungido por la audacia de Suárez, la ambición de González, la profundidad de Aznar y el talante de Zapatero, amén del idealismo de Rivera y el instinto asesino de Iglesias.
Pero Eco refuta a Borges y, dinamitando el orden de la categorización, alega que en realidad hay algo del ornitorrinco -algo de chapuza mal ensamblada, algo de timo de corta y pega, algo de oportunista confusión con el paisaje- en todos los demás especímenes. Ese pequeño Rajoy que casi cualquier político y tantos españoles del vuelva usted mañana llevan dentro.
Tratándose de un mamífero ovíparo la duda sobre si fue primero el huevo o la gallina -el pragmatismo o la coyuntura- se convierte ahora en pleonasmo. Ese es Rajoy: el ornitorrinco de sí mismo, el hombre que siempre desea que las circunstancias le impidan honrar sus promesas. Atornillado al sillón pero liberado al fin de tantos escaños comprometedores, esta vez tiene muchos visos de conseguirlo pues ha logrado ser investido para seguir en funciones.
¿Estamos alumbrando una desconcertante nueva modalidad de liderazgo en el que la propia mengua sería el primer requisito para llevar a cabo ese "estiramiento" de las capacidades de la colectividad que, según nos explicó Cesar Molinas, debe ser el propósito de todo buen jefe?
No quiero aguarle la fiesta a nadie pero, sin dejar de reconocer las mutaciones camaleónicas del aún líder del PP, yo más bien creo que pronto nos pasará como en el chiste final de Platón y un ornitorrinco entran en un bar... de Cathcart y Klein -quién pudiera resucitar a Eugenio para que nos lo contara- cuando el camarero mira con una mezcla de asco y aprensión al bicho y el filósofo le aclara que "en la caverna tenía mejor aspecto".
Ese es Rajoy: el ornitorrinco de sí mismo, el hombre que siempre desea que las circunstancias le impidan honrar sus promesas.
Es verdad que en el desfile de sombras proyectadas desde la caverna parlamentaria, Rajoy nunca ha tenido mejor aspecto que estos días. Pero el mito de su reinvención bien podría ser el último MacGuffin de lo que Iglesias define como el "régimen del 78". Y como ningún cinéfilo discutirá que el MacGuffin es a Hitchcock lo que el ornitorrinco a Kant, bueno será recordar aquella escena imaginaria en la que un fulano dice que "un MacGuffin es un aparato para cazar leones en las montañas de Escocia" y cuando el otro le recuerda que en Escocia no hay leones, admite que entonces el bulto que acaba de subir al tren tampoco debe ser un MacGuffin.
El MacGuffin, como el ornitorrinco, no es nada y es mucho a la vez, porque el MacGuffin es el suspense, lo previsiblemente inesperado, eso que nos aguarda día a día en esta legislatura en la que, como dice Albert Rivera, "puede suceder de todo".
¿Conseguirá el ornitorrinco llegar con la cesta de sus presupuestos a casa de su abuelita europea, atravesando sano y salvo el bosque de los gazapos cegatos? Como escribió un tal Boscoe Pertwee, al que Umberto Eco amaba citar, "hace tiempo no lo veía claro, pero ahora ya no estoy tan seguro". Permanezcan atentos a la pantalla.