Queridos lectores, no se me vengan arriba. Que nadie se soliviante ni menos aún me apedree con el juicio de intenciones –“Ya está Pedro J. faltándole al respeto una semana más al presidente”- porque estoy parapetado en el Diccionario. Cualquiera tiene al alcance de la mano la vigésimo tercera edición, publicada hace dos años con motivo del tricentenario de la RAE. Y ahí, en la página 1749, constan los dos únicos significados de “pollada”: “Conjunto de pollos que de una vez sacan las aves, particularmente las gallinas” y “multitud de granadas que se disparaban de un mortero al mismo tiempo”. No aparece ningún otro.
De haber sido Rajoy de naturaleza más batalladora le habría endilgado la segunda acepción y habría pedido a Javier Muñoz que representara al líder del PP como la boca de un obús disparando ministros contra las posiciones podemitas, mientras reina la confusión en las trincheras socialistas. Pero de un presidente estafermo difícilmente iba a salir un gobierno guerrero.
Además contábamos con un antecedente en la historia de nuestro periodismo satírico que permitía ceñirnos al primer significado. Me refiero a la famosa caricatura de Demócrito, publicada en El Motín del 31 de julio de 1881, en la que se representaba a Sagasta como una gallina clueca que iba poniendo huevos de los que salían sus polluelos rumbo al Congreso de la Carrera de San Jerónimo. Eran los tiempos del encasillado en el que cada jefe político fabricaba su clientela y el título de la caricatura era La nueva pollada.
Parir ministros destinados a las respectivas poltronas, previo paso por la foto finish de la escalinata de Moncloa, no es sino una variante más sofisticada de aquellas simonías. ¡Ah, el ministerio! “Sueño dorado de las cuatro quintas partes de los españoles; ilusión constante de todos los diputados pasados, presentes y futuros; moderna meta a donde se afanan por llegar todos los peregrinos políticos”. Así había definido ya Rico y Amat en su Diccionario de los políticos la obsesión de todos los contendientes en la liza pública, veintiséis años antes de que se publicara la caricatura de Demócrito.
De un presidente estafermo difícilmente iba a salir un gobierno guerrero
Por efímero que fuera su paso por el departamento, la clase política de nuestro siglo XIX se dividía entre quienes habían llegado a ministros y quienes se quedaban con las ganas. En el siglo pasado se decía que había que ser ministro “aunque fuera de Marina” –como lo fue Companys sin saber nada de barcos- y en las postrimerías de la dictadura yo personalmente escuché al catedrático de química Julio Rodríguez Martínez explicar cómo le había dado la buena nueva a su esposa –“¡Qué soy ministro, Mari Perta!”- ignorando que Franco había pretendido nombrar al rector de Salamanca Julio Rodríguez Villanueva y se había confundido de individuo. Esa misma sensación de equívoco ha producido algunas originalidades en los gobiernos de la democracia: ¿de verdad quería tal presidente nombrar a tal miembro –o miembra- de su gabinete?
Hay algo sagrado, casi místico, en el ejercicio de esa facultad intransferible que convierte al jefe del gobierno en una gallina ponedora de huevos ministeriales. De ahí la paradoja de que existiera tanta expectación por conocer esta última pollada de Rajoy cuando todos los pronósticos auguran a sus integrantes una existencia breve, amén de atribulada.
La singularidad del desenlace es que, para buena parte de los alumbramientos, es como si Rajoy hubiera recurrido al vientre de alquiler de la vicepresidenta. O sea, como si el presidente hubiera puesto un huevo tan enorme como el de las aves voraces que turbaron el viaje de Simbad, del que ha salido una Soraya mucho más robusta y dotada que la de la primera legislatura, transformada a su vez en gallina ponedora.
Eso ha supuesto un desdoblamiento de la cadena de producción de forma que mientras Rajoy ha engendrado también otros huevos más pequeños de los que han salido Cospedal, Zoido o el nuevo de Exteriores, Soraya sumaba su propia pollada a la del presidente con aportaciones como la de Álvaro Nadal o las de Rafael Catalá y el reforzado Méndez Vigo que, si bien ya parchearon el gabinete a finales de la pasada legislatura, no han terminado de salir del cascarón hasta esta confirmación en una crisis de gobierno.
Es como si Rajoy hubiera recurrido al vientre de alquiler de la vicepresidenta
Si a esas consolidaciones sumamos la continuidad de Montoro y Fátima Báñez, sus fieles escuderos de la pasada legislatura, y la desaparición de sus antagonistas Margallo y Fernández Díaz, queda un gobierno en el que el peso del “clan de los sorayos” –a partir de ahora “pollada sorayesca”- crece de forma exponencial en detrimento del llamado G-8. De aquel potente grupo de amigos personales del presidente ya sólo queda Guindos con el refuerzo potencial de Dastis, acostumbrado a tutelarle en sus tumbos idiomáticos durante las cumbres europeas. Aunque Cospedal y Zoido se sumaran a ese tándem, la correlación de fuerzas seguiría siendo abrumadoramente favorable a la vicepresidenta.
La clave estriba en que Rajoy ha seguido entregándole los resortes del clientelismo político al permitirle sumar al Ministerio de la Presidencia el de Administraciones Territoriales –clave junto al de Hacienda para la financiación autonómica-, conservar el CNI y delegar la portavocía en uno de los suyos. Es obvio que en este panorama ministros que podrían quedar en tierra de nadie como García Tejerina y los neófitos Dolors Montserrat e Iñigo de la Serna van a tener muy claro dónde está el sol que más calienta.
Es evidente que nada de esto estaría sucediendo si el presidente no lo quisiera expresamente. A poco que este gabinete dure –y teniendo en cuenta el año de gobierno en funciones- Rajoy quedará afectado por su compromiso público con Ciudadanos de no aspirar a un tercer mandato. Como puede apreciarse en la encuesta que hoy publicamos, la mayoría cree que no cumplirá ni esta ni ninguna de las otras condiciones pactadas con Rivera; pero sin duda pesará también sobre su ánimo que Aznar honró exquisitamente la autolimitación a dos mandatos y que de esa renuncia brotó su propio liderazgo.
Ironías al margen, parece claro que cuando Rajoy dijo en mayo que no tenía un “heredero natural” en el PP no se refería a que su hijo Marianito no tuviera todavía ni la edad ni la acumulación de collejas necesarias para dar continuidad a la saga. Aludía más bien a los cadáveres apilados en la cuneta de su biografía política –Rato, Gallardón, Esperanza, Zaplana…-, a los muertos vivientes –Arenas, González Pons- que aún adornan su paisaje y al puñado de imberbes –Casado, Maroto, Levy- que llegaron a forjarse expectativas, como se ve baldías.
Ahora todo ha cambiado y es el propio Rajoy quien surge como gran impulsor de la “operación Menina”, urdida el año pasado en su contra. La pequeña Soraya que llegó en 2008 a la portavocía del grupo parlamentario como si fuera Annie la Huerfanita, protegida por su extravagante Papaíto Piernas Largas, es ya todo un proyecto de presidenta del Gobierno en marcha. La Thatcher, la Merkel, la Hillary española. Por eso la última pollada de Rajoy es ya la primera pollada de Sáenz de Santamaría. Por eso la verdadera derrota en este envite no ha sido la de Cospedal sino la de Núñez Feijoo. Cosas de gallegos.