Es curioso que en los paralelos en boga sobre el populismo de los dos líderes extremos que se tocan se olvide el aspecto, digamos, más aparatoso.
Es verdad que Donald Trump y Pablo Iglesias coinciden en oponerse a la globalización y a los tratados de libre comercio (NAFTA y TTIP). Es verdad que Donald Trump y Pablo Iglesias coinciden en denunciar a la “casta” que maneja el establishment político en contra de los intereses del pueblo. Es verdad que Donald Trump y Pablo Iglesias coinciden en movilizar a la “gente” estafada y engañada para "politizar el dolor" y “asaltar el cielo” del poder. Es verdad que Donald Trump y Pablo Iglesias coinciden en su deseo de arrumbar la OTAN al baúl de los recuerdos. Es verdad que Donald Trump y Pablo Iglesias coinciden en defender el derecho de los particulares a portar armas de fuego. Es verdad que Donald Trump y Pablo Iglesias coinciden en denigrar, ridiculizar y amenazar a los medios de comunicación que les critican. Pero también es verdad que Donald Trump y Pablo Iglesias coinciden en reivindicar el tamaño de su pene y nadie habla de esto. ¿Por qué?
Trump lo hizo en aquel debate durante las primarias, cuando aprovechó que Marco Rubio había dicho que no era de fiar porque tenía las manos pequeñas para dejar bien claro –“lo garantizo, lo garantizo”- que en cuestión de tamaño él no tenía “ningún problema”. Desde ese momento marcó ese territorio de macho alfa en el que fueron adquiriendo un sentido sobrentendido las sucesivas procacidades que afloraron durante la campaña.
Por muy zafio y vulgar que fuera Trump al decir que su popularidad le permitía hacer lo que quisiera con las mujeres, ahí quedaba, a modo de insinuantes puntos suspensivos, la expectativa adicional de la retribución machista por el falo. Algo exponencialmente relevante cuando la alternativa política suponía un peligro tan desestabilizador para la América profunda como la llegada de la primera mujer al despacho oval de la Casa Blanca. Por eso la erección del muro en la frontera con México tenía la doble pretensión freudiana de proteger la “ciudad radiante sobre la colina” tanto de los espaldas mojadas de piel oscura como de la hembra manipuladora y diabólica.
Iglesias echó su cuarto a espadas en el vídeo grabado durante una reunión de fin de semana con otros dirigentes de Podemos, entonando a la guitarra la canción de Javier Krahe Un burdo rumor, en la que el protagonista refuta, igual que Trump, el atroz supuesto de tenerla “muy pequeña". Reemplazando en la letra al "jardinero" por el líder de Ciudadanos como punto de comparación, Iglesias rasgueaba, ufano, que en realidad la suya estaba "a la par" que "la de Albert Rivera". Aludía así a una foto de EL ESPAÑOL, muy comentada en las redes sociales por el bulto de los pliegues del pantalón del joven político naranja.
También es verdad que Donald Trump y Pablo Iglesias coinciden en reivindicar el tamaño de su pene y nadie habla de esto
De nuevo en este caso la anécdota retroalimentaba un contexto, dotando de significado el "yo procuro follar durante la campaña" que Iglesias le espetó a Susana Griso. O sus alusiones, desde la propia tribuna del Congreso, a la hipotética conquista sexual de la montesca Andrea Levy por el capuleto Miguel Vila, como si el tamaño fuera un estándar incluido en los estatutos de su grupo parlamentario.
El juego del escondite estimulaba además el imaginario colectivo sobre la sucesión de novias que se le han ido atribuyendo a Coleta Morada dentro del propio entorno podemita tras su pública ruptura con Tania Sánchez. Y creaba un marco en el que era posible hacer extrapolaciones sociopolíticas de su disposición a “azotar hasta que sangre” a una ingenua palomita conservadora como Mariló Montero.
En este artículo tengo que tener mucho cuidado con las metáforas pero no estoy tomando el rábano por las hojas. Al fantasear sobre el tamaño de su… ego, tanto Trump como Iglesias estaban poniendo un anuncio clasificado de tres palabras que cualquiera podía comprender: “Ofrécese estricto gobernante”. Hablaban de sexo, es decir de poder.
La relevancia de la virilidad del líder en la acción propagandística de los movimientos populistas es un denominador común reflejado ya en todos los estudios importantes sobre la materia. Pondré como ejemplo el ensayo de José Alvarez Junco El populismo como problema por dos razones bien dispares: la primera, su sentido de la anticipación, pues fue publicado en 1994; la segunda, la feliz coincidencia de que me encontré con el autor el pasado martes, cuando yo almorzaba con un amigo común, justo después de haber dedicado un buen rato a la lectura de ese libro.
La relevancia de la virilidad del líder en la acción propagandística de los movimientos populistas es un denominador común
Entre los párrafos que ya tenía subrayados figura esta definición del populismo, aplicable proindiviso tanto al gordinflón de la torre de oropel como al mesías de Vallecas: “Se trata de una actitud irracionalista y voluntarista que halló expresión adecuada en la terminología puesta en boga por el nietzscheismo vulgarizado a finales del siglo XIX con sus cantos a la “acción” o a la “revolución” en sí mismas, a la vida, a la juventud o a la virilidad”. Siempre terminamos en lo mismo.
No es casualidad que en ese ensayo Álvarez Junco ponga como antecedente del populismo español a aquel primer Alejandro Lerroux que arengaba a sus "jóvenes bárbaros" con la más resolutiva de las consignas: "Levantad el velo de las novicias y elevadlas a la condición de madres para virilizar la especie". O que los mitos de José Antonio Primo de Rivera, Mussolini o Perón -epítomes populistas donde los haya- estén impregnados de un aura de referencias a su atractivo o potencia sexual.
Esos mismos estereotipos han funcionado en el caso de lo que los adversarios de Chávez y Maduro llaman despectivamente el “gorilato” bolivariano y, con otro registro algo más sofisticado, en el del tan atlético como corrupto Fernando Collor de Melo, bautizado por Bush padre como “el Indiana Jones de América Latina”. Para la socióloga Natalia Catalina León Galarza el presidente que encandilaba a la vez a los barrios opulentos y las favelas con su discurso contra lo establecido era “la representación de la virilidad extrema, casi sobrehumana”.
Así como en mi Logroño natal el tamaño de los cojones del caballo de la estatua del general Espartero era la unidad de medida de muchas cosas –entre otras del mérito y arrojo atribuidos con justicia al propio caudillo liberal, predecesor del populismo-, nunca ha habido mejor representación del sentido del discurso de estos movimientos encaminados a hacer tabla rasa de la podredumbre preexistente que el propio vigor sexual de su caudillo, elegido siempre por la Providencia para liderar a quienes, como los republicanos de Ruiz Zorrilla, se declaraban "hijos del augusto ministerio de la fuerza”. “Una fuerza -añade Alvarez Junco- que en el pueblo se deriva del número y en el líder, de su carácter y personalidad extraordinarias”.
En mi Logroño natal el tamaño de los cojones del caballo de la estatua del general Espartero era la unidad de medida de muchas cosas
Habida cuenta del tesón de Pablo Iglesias en preservar la condición “populista” de Podemos y de sus éxitos recientes sobre quienes, según él, sólo buscaban “respetabilidad en las instituciones”, nada queda por añadir a su adscripción a esta especie de bizarra internacional contra la internacionalización que incluye a personajes tan variopintos como Putin, Erdogan, Farage, Marine Le Pen, Assad o Víctor Orban. Es cierto que hay populistas de derechas y populistas de izquierdas como él mismo, pero otro tanto ocurre en el liberalismo o la socialdemocracia.
En esa familia lo sustantivo es la conducta –la “forma de construcción de lo político”, según el propio Iglesias- y lo adjetivo, la ideología. Por eso hasta la presidenta del Frente Nacional forma parte de una liga de “hombres fuertes” que pretende erigir un nuevo orden a base de Estados amurallados en los que rijan los valores medievales que el antropólogo Ernest Gellner consideraba como propios del feudalismo: “Fidelidad a las personas antes que a los principios, culto al honor, a la lealtad, a la violencia y a la virilidad”. Insisto, siempre terminamos en lo mismo.
De ahí la inusitada trascendencia, muy superior a mi propia percepción de su importancia cuando Peio Riaño y Fernando Baeta me lo mostraron, del artículo En la era de la prosa cipotuda, publicado por Iñigo F. Lomana el pasado 21 de octubre en EL ESPAÑOL. En una primera fase removió los cimientos de un parnaso en el que la obra y actitudes de Pérez Reverte –no dejen de leer “Falcó”- ejercían ya una fascinación sobre los jóvenes columnistas, equivalente al ascendiente de Norman Mailer sobre los cadetes del “new journalism”, mucho antes de que reprochara a Moratinos la falta de -ejem- virilidad de sus lloriqueos.
Hasta la presidenta del Frente Nacional forma parte de una liga de “hombres fuertes” que pretende erigir un nuevo orden a base de Estados amurallados
Si el texto atravesó luego la cuarta pared de la bombonera literaria fue precisamente gracias al regocijo con que Pablo Iglesias lo acogió en un tuit contra la jauría columnera. Como enseguida advirtió la revista Jotdown, no estaba en realidad sino mirándose al espejo, como representante por antonomasia de la “política cipotuda”.
Apenas tuvieron que transcurrir unos días para que el propio líder de Podemos desplegara una rica panoplia corroborativa de esa pulsión enervada durante el pleno del “hay más delincuentes potenciales en esta Cámara que ahí fuera”. Y han bastado pocos más para que su construcción lógica según la cual el ceremonial de la inauguración de la legislatura en torno al rey restaba trascendencia mediática a la muerte de la anciana a la que cortaron la luz en Reus, le haya llevado a las más altas cimas de la sindéresis. Por eso el coro griego de la sátira retomó el zurriago allí donde lo había dejado Valle con su “Max, no te pongas estupendo” y viene atronando el ágora con el “Pablo, no te pongas cipotudo” que ahora reverbera entre nosotros.
Sabida es la atención que Cela dedicó al cipote de Archidona y el deleite zumbón con que en su Diccionario Secreto se recrea en las obscenas coplillas de Ventura de la Vega con el instrumento a vueltas. Pero tampoco oculta en esa misma obra, coincidiendo con la RAE, que un cipote, además de una buena “pija”, puede ser un “tonto” o un “necio”. Hasta el extremo de que tilda como “redundancia” la caracterización de alguien como “tonto del cipote”.
Esta es la acepción que, sin particularizar en ninguna de sus floraciones, mejor cuadra a los helechos arborescentes de esa familia botánica del populismo, especializada en manipular las emociones de los desfavorecidos con sus falsas recetas esquemáticas. De hecho cada vez que uno de ellos gobierna -en Buenos Aires, Caracas o como se verá en Washington- lo único que les crece es la nariz de las mentiras.
Un cipote, además de una buena “pija”, puede ser un “tonto” o un “necio”
En la literatura panfletaria de comienzos del XIX estuvo muy en boga el género de los preservativos que a modo de condón intelectual buscaban proteger a sus lectores de los efectos infecciosos de las más variadas epidemias. Así tuvimos el Preservativo contra la irreligión del padre Vélez, el Remedio y preservativo contra el mal francés de Manuel Freyre o el mucho más pertinente Preservativo contra los prejuicios del barón de Holbach. El 'brexit', la victoria de Trump y los riesgos de contagio en otros países –incluido España, donde la crisis del PSOE consolida a Podemos como fuerza hegemónica de oposición- obligan a desplegar una protección equivalente contra la ola populista que nos invade, con tanta finura y sutileza como transparencia.
Es hora de reafirmarse en valores básicos del racionalismo como la seguridad jurídica, el respeto al imperio de la ley, la primacía del conocimiento científico, el respeto al método empírico de búsqueda de la verdad, el derecho volteriano de cada cual a cultivar sin intromisiones del Estado el jardín de su felicidad –“omnia vincit amor”- y un concepto de masculinidad –o feminidad- disociado, también como metáfora, de la fascinación por el despliegue intimidatorio de la fuerza que caracteriza al populismo.
No se trata sólo de resistencia pasiva y por eso es hora de afiliarse a Greenpeace y a Ciudadanos, de hacerse socio del Ateneo y suscriptor de EL ESPAÑOL. Frente al autoengaño de que el régimen venezolano es una democracia como las demás, de que la presidencia de Trump tampoco supone una amenaza contra las libertades o de que no sería tan grave que Pablo Iglesias llegara algún día al poder en España, debe surgir la determinación a plantar cara a estos vendedores de entradas para el paraíso de las ideas falsas. Como si cada uno de nosotros fuera el último hombre con convicciones cívicas sobre la tierra. Como si cada uno de nosotros fuera Berenger, aquel héroe de Ionesco que echa mano de su vieja escopeta de caza cuando hasta su novia se transforma en uno de esos rinocerontes que comienzan a desfilar uniformados con sus aparatosos cipotes en medio de la frente.