Cualquiera diría que el cínico axioma de Thomas de Quincey según el cual se comienza cometiendo asesinatos, luego se roba como si tal cosa y se pasa de ahí al abuso en la bebida, para terminar cayendo en el abismo de la falta de urbanidad y la indolencia, va adquiriendo inexorable carta de naturaleza en la sociedad española.
Hace un cuarto de siglo los intelectuales, jueces, fiscales y periodistas más inconformistas libramos una denodada batalla para evitar que la consolidación del cesarismo felipista legitimara los asesinatos del GAL y el paralelo saqueo del erario. Sabíamos que aquel no era un caballeroso duelo a primera sangre, que ese Leviathan no aceptaba ni heridos ni prisioneros. Nos bautizaron como Sindicato del Crimen, según la misma lógica inversa por la que el primer gobierno terrorista de la Historia se autodenominó Comité de Salud Pública. Y criminales fueron, en efecto, sus designios hacia nosotros. Pero la información triunfó sobre el encubrimiento y un régimen de catorce años, con ínfulas de eternidad, cayó con estrépito entre la cal viva y los billetes manchados de sangre.
Fue entonces cuando Aznar convirtió el compromiso de no permanecer más de dos legislaturas en el poder en estandarte de las primeras mesnadas del regeneracionismo. Las cuatro victorias consecutivas de González, que a punto estuvieron de ser cinco, pusieron de manifiesto que nuestro modelo constitucional había establecido de facto un sistema presidencialista, sin las limitaciones que le son intrínsecas.
Con una ley electoral que prima a las mayorías, sin democracia interna en los partidos, contando sólo con la moción de censura constructiva y todos los órganos de control en manos del controlado, la resultante era una invitación permanente al abuso de poder. Puesto que hablar de reforma constitucional hubiera sido un mero brindis al sol, lo impactante, lo políticamente efectivo, era que alguien pusiera un dique voluntario a su permanencia en la Moncloa.
De Aznar pueden decirse muchas cosas negativas, pero no que incumpliera su palabra en ese punto crucial y ello contribuye -atención a sus próximos movimientos- a que un segmento significativo de la sociedad siga confiando en él. Tras su compromiso latía la misma filosofía que alentó después las invocaciones de Zapatero a la “contención” en el desempeño de la presidencia del Gobierno. Siendo dos personajes tan distintos, antitéticos incluso en muchas cosas, Aznar y Zapatero coincidieron en esa disposición a poner límites a su liderazgo.
Lo impactante, lo políticamente efectivo, era que alguien pusiera un dique voluntario a su permanencia en la Moncloa
Es cierto que el que uno y otro se ciñeran al canon de los dos mandatos quedó desvirtuado por lo deslucido de sus adioses. Nunca sabremos si Aznar hubiera evitado los errores de su segunda legislatura en el caso de haber pugnado por una tercera, como nunca sabremos si Zapatero hubiera cumplido su promesa ante Sonsoles si el ciclo económico no le hubiera noqueado por el camino. Pero todo ocurrió como ocurrió: ganaron dos veces –la segunda con más apoyo que la primera-, gobernaron ocho años, dejaron su impronta a costa de un fuerte desgaste y se fueron.
O tempora, o mores. Por inaudito que parezca, la recaída en la esclerosis política que nos atenaza es tal que cuando hace apenas tres meses era probable que Rajoy penara con la humillación de ser el único Jimmy Carter o Bush padre –presidentes de un solo mandato- de la democracia española, al día de hoy se da ya por hecho que intentará perpetuarse doce o quién sabe si dieciséis años en la Moncloa.
Eso es lo que implica su reelección como líder del PP en el congreso del 12 de febrero –evocadora fecha donde las haya-, pues los Estatutos del partido implican el automatismo de la candidatura a la presidencia del Gobierno. Y luego, según sus propias palabras, “Dios dirá”. O sea, que él siempre estará dispuesto a ser un humilde instrumento de la providencia.
Lo normal es que el cántaro de este cuento de la lechera quede hecho añicos a finales de este año o comienzos del próximo cuando la aritmética parlamentaria le pase factura, una vez que el PSOE dirima su pugna interna y vuelva a la contienda. Pero el mero hecho de que estas cábalas sean posibles porque nadie vaya a cuestionar a Rajoy en su congreso y Ciudadanos parezca conformarse con que incumpla el punto esencial de su acuerdo de investidura, debe llevarnos del pasmo a la zozobra.
Lo normal es que el cántaro de este cuento de la lechera quede hecho añicos a finales de este año o comienzos del próximo
¿Qué birria de sociedad política formamos como para que alguien en ardiente minoría y con flagrantes responsabilidades en el encubrimiento de la corrupción en su propio beneficio pueda agarrarse como un molusco a la poltrona, cuando según el último sondeo de SocioMétrica para EL ESPAÑOL más de dos tercios de la ciudadanía, incluido el 40% de los votantes del PP, repudia su continuidad?
Si al menos se tratara de un dirigente carismático con capacidad transformadora, al servicio de un proyecto ambicioso para España, se entendería que la balanza oscilara indecisa entre el debe y el haber. Eso era, justo es admitirlo, lo que hacía de González un antagonista tan formidable… y tan peligroso.
Que nadie piense que añoro a ese King Kong pero, como buen darwiniano, uno espera cierta continuidad en la evolución de las especies; y de hecho la hubo con dos felinos de morfología dispar como Aznar y Zapatero. El problema es que Rajoy no pertenece al reino animal. Ni siquiera al vegetal, tan sensible a la temperatura, la lluvia, el viento o el sol. En términos políticos la única ciencia apta para analizarlo es la mineralogía. Y lo que el microscopio más generoso encuentra es una cuadriculada masa granítica de feldespato con apenas irisaciones de cuarzo y mica. Por algo ha cundido lo de “el Estafermo”.
Esta es la materia con la que en la España de hoy se forjan los héroes. González era un problema y el felipismo una enfermedad infecciosa. Ahora el problema no es Rajoy. El problema somos nosotros, marianistas por inanidad. Y que cada uno mire en su entorno directo. Yo lo hago en el del periodismo y veo que los informadores parlamentarios han concedido al presidente el título de “mejor orador del año”, como si en vez de la manida retranca perdonavidas del que tiene siempre la ventaja de hablar más veces y hacerlo el último, combinara la retórica de Quintiliano, la oratoria sacra de Fenelón, la dialéctica de Vergniaud y la imaginación sonora de Castelar.
El problema es que Rajoy no pertenece al reino animal. Ni siquiera al vegetal
Cuando en un Congreso con tan buenos parlamentarios como Pablo Iglesias, Albert Rivera, Antonio Hernando o el efectista Gabriel Rufián a los cronistas les parece que el mejor de todos es precisamente el investido con la púrpura, el retratado no es el campeón sino los miembros del jurado. Pero seguro que a muy pocos editores o directores les habrá sorprendido, o menos aun inquietado, tanta benevolencia hacia el poder.
De hecho, los medios andan ahora presentando a Rajoy como un padre y esposo ejemplar que cena todos los días en familia antes de meterse en la cama a hacer el sudoku, en lugar de preguntarse por qué no aprovecha cada hora para conversar con empresarios, escritores, sindicalistas o actores sobre los problemas de España, como hacían sus antecesores. No es que vivamos una época de pensamiento débil sino que el marianismo convierte el debate público en una escena vacía en la que no hay ninguna diferencia entre lo que ocurre y lo que no ocurre porque ni siquiera los compromisos solemnes tienen fuerza vinculante alguna.
Por eso lo que cabe reprochar a Ciudadanos no es que su reforma legal para limitar los mandatos presidenciales a ocho años carezca de la retroactividad que afectaría a Rajoy, sino que Rivera no se plante al constatar que el presidente pretende incumplir el punto clave del acuerdo que permitió su investidura. No es una cuestión legal sino política. De hecho la norma diseñada chirría con la lógica del modelo parlamentario, sin resolver la cuestión ética que impedía a la formación naranja pasar de la abstención al “sí”.
La fórmula que permitió la investidura, y por ende la gobernabilidad, suponía la “muerte en diferido” de quien había protegido a Bárcenas para que no revelara sus sobresueldos ilegales. Los términos eran inequívocos, las consecuencias también. Así lo interpretaron públicamente Fernando de Páramo y otros dirigentes de Ciudadanos. Pero Rajoy comentó ya entonces a algún ministro que no pensaba cumplir esa parte del trato.
El marianismo convierte el debate público en una escena vacía en la que no hay ninguna diferencia entre lo que ocurre y lo que no ocurre
La tentación para Rivera y compañía, a la vista de encuestas tan favorables como la de hoy de EL ESPAÑOL, es conformarse con que el PP siga tejiendo la soga que un día terminará ahogándole, para emerger como su sustituto natural en el espacio de centro-derecha. Pero al margen de que no todos los ciudadanos tienen el margen de espera de estos Ciudadanos, ellos corren el riesgo de que el estado catatónico que el marianismo contagia a la sociedad se haga endémico durante un par de legislaturas, en las que seguirá fogueándose Soraya.
En definitiva, ya que, como decía Tocqueville, “los partidos son un mal inherente a los gobiernos libres”, el dilema naranja se resume en la dicotomía planteada en La democracia en América: mientras los “grandes partidos” “se guían por los principios” y son capaces de “trastocar la sociedad”, los “pequeños partidos” actúan “impregnados de egoísmo” y se limitan a “agitarla sin beneficio”. Ya sabemos que el PP marianista parece grande pero en todo resulta pequeño; veremos si Ciudadanos se comporta como grande cuando tantos lo dan por pequeño.