Las resoluciones judiciales extravagantes me producen ictericia y hacía tiempo que ninguna disparaba mi bilirrubina como la “exposición razonada”, en la que la jueza Rodríguez-Medel describe los indicios de delito de Pablo Casado. Tanto es así, que me veo impelido o bien a revisar mi oposición al aforamiento de los políticos, o bien a proponer que las dimisiones de los imputados o investigados sólo se exijan cuando un tribunal superior refrende el criterio del instructor.
Es cierto que, como acaba de alegar Ciudadanos, puede considerarse una “injusticia” que las tres compañeras de Casado, dentro de lo que Rodríguez-Medel define como “el grupo de alumnos escogidos”, que recibieron el denominado “regalo” del Máster, se encuentren en una situación procesal distinta a la suya. Pero si Casado estuviera ya imputado, Ciudadanos sería el primero en reclamar que, tres semanas después de acabar con la Hidra de Lerna del sorayismo, el nuevo líder del PP dejara, preventivamente, la política; y eso podría suponer -como, de hecho, ocurrió con el antiguo número dos del partido naranja, Jordi Cañas- una “injusticia” mayor.
Puedo estar equivocado y quedarme colgado de la brocha amarilla de mi estupefacción, si la Sala Segunda del Supremo corrobora el criterio de la jueza y ve motivos para investigar a Casado, practicando las pruebas que ella propone. De hecho, ya me desconcierta que la Fiscalía no haya recurrido el auto de Rodríguez-Medel; y no sé si atribuirlo al calor, que tanto paraliza y desmotiva, o a un efecto similar del cambio de Gobierno. Pero, para mí, la cuestión jurídica –al final hablaremos de la política- no es si Pablo Casado entregó o no los trabajos. El objeto de debate es, sencillamente, si en la conducta hipotética que le atribuye la jueza hay el menor atisbo de delito.
Diré, a modo de cuestión previa, que el relato de cómo la instructora toma declaración al director de El Diario sobre el caso Cifuentes y decide abrir una pieza separada, sobre “una serie de posibles irregularidades que trascendían” a ese escándalo, asumiendo desde el primer momento su punto de vista periodístico contra Casado, me ha producido una sana envidia. No es que cuando presté declaración, en sumarios de otra dimensión, como los relacionados con los GAL o episodios concretos de la financiación ilegal del PP, no hubiera tenido yo esa misma disposición a explayarme -“Ah, por cierto, Su Señoría, en la redacción también estamos investigando si...”-, sino, simplemente, que nunca tuve la suerte de encontrar, sobre la tarima, la misma avidez por comprar la mercancía.
Pero, en el fondo, tampoco esto es relevante, pues cada maestrillo tiene su librillo y más vale pecar por exceso que por defecto, cuando se trata de cazar al vuelo una "notitia criminis". Lo que nos ocupa es si, en el caso de que Pablo Casado, además de beneficiarse legalmente de la convalidación de dos tercios de los créditos, hubiera obtenido los restantes, con honores de sobresaliente, sin ir nunca a clase y ni siquiera presentar ningún trabajo, habría incurrido en los delitos de prevaricación administrativa, como cooperador necesario, y cohecho pasivo.
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Respecto al primer delito, la jueza recuerda que el Código Penal, vigente cuando sucedieron los hechos, castigaba con inhabilitación de siete a diez años “a la autoridad o funcionario publico que, a sabiendas de su injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo”. Que eso sea de aplicación en el caso de un profesor que, para bien o para mal, califica arbitrariamente a un alumno, podrá estar “razonado” –con una sentencia cogida por los pelos, en la que el ponente fue Luciano Varela- pero resulta discutible que sea razonable.
Es verdad que existen –como dice esa sentencia- “el derecho del estudiante a la objetividad en la evaluación de su competencia y los intereses públicos sobre los que la proclamación de capacidad del estudiante despliega sus efectos”. Pero, en la práctica, eso choca con la discrecionalidad del profesor, la llamada “libertad de cátedra”, hasta el extremo de que habría que considerar un prevaricador crónico a aquel eminente catedrático que ha hecho del aprobado general una pauta de su larga carrera como docente; pero también al profesor 'hueso' que parece disfrutar suspendiendo a gran parte de sus alumnos.
La mejor prueba de que la “objetividad en la evaluación de la competencia del alumno” o bien no existe –excepto en los exámenes tipo test- o bien se trata del más subjetivo de los conceptos, es la muy diferente percepción social del valor de un título obtenido en una universidad o facultad con tradición de exigencia académica y el del expedido por instituciones que, como vulgarmente se dice, “aprueban a cualquiera”. Siempre que pague la matrícula, claro. Y la ironía no es irrelevante.
Puede y debe alegarse que, en este caso, lo indignante es la desigualdad de trato entre los doce alumnos que fueron a clase e hicieron los trabajos y los cuatro “escogidos” a los que, supuestamente, se les eximió de ello. Si, en vez de “escogidos”, la jueza hubiera escrito “enchufados”, todos lo habríamos entendido mejor. ¿Quién no ha vivido el trato de favor, de unos u otros profesores, a unos u otros alumnos, en el colegio o la universidad, en función de las más dispares motivaciones?
Lo indignante es la desigualdad de trato entre los doce alumnos que fueron a clase e hicieron los trabajos y los cuatro “escogidos” a los que, supuestamente, se les eximió de ello
No cabe duda de que el director del Máster, el tal Enrique Álvarez Conde, personaje repulsivo donde los haya, merecía una sanción administrativa o, como ha ocurrido, que la Universidad Rey Juan Carlos rescindiera su contrato. Incluso, en atención de que la regulación legal del Máster y su propia normativa establecían requisitos tasados, como la asistencia a clase o la propia evaluación del alumno con alguna base tangible, podría entenderse que, en una interpretación amplia del tipo penal de la prevaricación administrativa, una jueza justiciera lo sentara en el banquillo.
Pero cuando la “exposición razonada” deviene, a mi entender, en algo abierta y disparatadamente irrazonable es en el momento en que Rodríguez-Medel convierte al “enchufado” en delincuente, atribuyendo a Pablo Casado la condición de “cooperador necesario” en la prevaricación de Álvarez Conde porque se inscribió y pagó el Máster, pidió la convalidación de los créditos y aceptó el título.
Es cierto que la “consolidada jurisprudencia” del Supremo “ampara” la imputación de la prevaricación administrativa a “un particular”, bien como inductor, bien como cooperador necesario. Pero los dos ejemplos que cita la jueza son la mejor prueba de lo lejos que está de contemplar un supuesto como el del Máster. El primero es de una ponencia de Antonio del Moral, con la que se condenó a quienes se beneficiaron “de una inversión de cuantiosos fondos públicos, al margen de toda concurrencia y de forma opaca, sin transparencia, con sometimiento a la voluntad de los contratantes particulares”.
Los dos ejemplos que cita la jueza son la mejor prueba de lo lejos que está de contemplar un supuesto como el del Máster
El segundo ejemplo procede de una ponencia de Martínez-Arrieta, por la que se condenó a quienes adquirieron un inmueble municipal “sin publicidad, sin garantizar la libre concurrencia, sin fijación del valor según el mercado, y sin establecimiento de garantías de cumplimiento del contrato y de evitación de especulación que eran habituales (sic)”. Son resoluciones que no pasarán a la historia de la prosa jurídica, pero que todo el mundo entiende, en la medida en que, en ambos casos, hay lucro contante y sonante, sin riesgo para el particular, en perjuicio de las arcas públicas.
Esta disparatada analogía de la jueza entre los beneficiarios de dos pelotazos como dos soles y Pablo Casado y sus tres compañeras ausentes del aula, convertiría en delincuentes, no sólo a los alumnos “enchufados” por un funcionario docente -catedrático o simple profesor- que les aprueba por la cara, sino a los pacientes “enchufados” por un funcionario sanitario -médico o gestor de hospital- que les ayuda a saltarse una lista de espera para consulta o quirófano, a los ciudadanos “enchufados” por un funcionario municipal -amigo o pariente- que les ayuda a obtener con mayor celeridad o menor nivel de exigencia de lo habitual una licencia de obra e incluso a los asistentes a espectáculos de masas en recintos públicos, “enchufados” por un funcionario interino -responsable de seguridad o taquillera- que les ayuda a entrar por la puerta de atrás o el acceso para vips, a veces sin pagar la entrada.
Todos esos comportamientos quedarían subsumidos en el “yo hice lo que me pidieron” de Pablo Casado, suspicazmente invocado por la jueza para contribuir a crear su perfil delincuencial. Y menos mal que ya no existe la mili, porque todos los reemplazos generarían miles y miles de “enchufados” delincuentes, a base de obtener destinos de oficinas, exenciones de hacer guardia o pases de pernocta, en mejores condiciones que las de los demás reclutas.
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La aplicación de este tipo penal resulta tan científicamente temeraria y racionalmente absurda que, sobre las páginas 34 y 35 del auto de Rodríguez-Medel, flota la sospecha de que ahí debe haber algún gato encerrado. Y esa sospecha queda reforzada en la página 38, cuando después de haber atribuido indiciariamente a Casado un segundo delito de “cohecho impropio” –que es el único en el que su conformidad con el “regalo” podría caber con calzador-, la jueza reconoce que, dado lo menguado de su pena, habría que darlo por prescrito; pero que su relación, “en concurso medial”, con el más grave de prevaricación, permite seguir persiguiéndolo.
O sea, que sin cooperación para la prevaricación, el asunto estaría judicialmente muerto. Acabáramos. ¡Ay, Su Señoría, qué tentador resulta construir todo el castillo retórico de los indicios de criminalidad con los naipes del proceso de intenciones!
Lo inaudito es que ella señale, por dos veces, a Pablo Casado como un presunto delincuente, en función de las motivaciones que le atribuye, no a él, sino a Álvarez Conde. Ya hemos visto cómo lo ha hecho con su supuesta actividad prevaricadora; entremos ahora en la derivada de su supuesta actividad obsequiadora. O sea, en el cohecho impropio, que castigaba con “multa de tres a seis meses” a “la autoridad o funcionario público que admitiere dádiva o regalo que le fueren ofrecidos en consideración a su función o para la consecución de un acto no prohibido legalmente”.
Lo inaudito es que ella señale, por dos veces, a Pablo Casado como un presunto delincuente, en función de las motivaciones que le atribuye, no a él, sino a Álvarez Conde
La propia jueza pone aquí la venda antes que la herida: “Ciertamente el regalo de una titulación de master es un cohecho impropio poco habitual, pues los ejemplos que la jurisprudencia proporciona suelen referirse a cuestiones materiales”. Es decir, los trajes de Camps o los patrocinios de los cursos de Garzón en Nueva York, al margen de que el uno fuera absuelto y el otro se beneficiara por la prescripción.
Y es que, claro, una cosa es que estemos ante uno de esos delitos definidos como “de peligro abstracto”, destinado a proteger la confianza social en la probidad de los cargos públicos, y otra que su nivel de abstracción lo convierta, en manos de una jueza, digamos creativa, en un peligroso bumerán contra la propia viabilidad de la Justicia. Porque si el funcionario o cargo público que “admite la dádiva o regalo” de un máster que le otorga un profesor incurre en cohecho impropio, no sólo ocurriría también cuando se beneficiara de las otras modalidades de “enchufe” antes mencionadas, sino que habría que hacerlo extensivo a quien, sin ejercer una representación institucional específica, acepta, domingo tras domingo, la invitación al palco del Bernabéu, a un ciclo de conciertos o un abono de una gran feria taurina y, desde luego, a quien no evita que se contrate a su esposa para una actividad académica, vinculada con su propia agenda política. En todos esos supuestos, la percepción social del beneficio obtenido sería mayor que en el del máster en Derecho Autonómico de Casado.
De hecho, desde un punto de vista dialéctico, resulta más sencillo argumentar que el Instituto de Empresa ha contratado a Begoña Sánchez para encabezar su nuevo centro sobre África “en consideración a la función” de su marido o “para la consecución de un acto no prohibido legalmente”, por parte del Gobierno que encabeza su marido –la mera asistencia de este a alguna de sus actividades bastaría-, que pretender, como hace la jueza, que Álvarez Conde “regaló” el máster a Casado porque era diputado de la Asamblea regional o porque esperaba algo de las Nuevas Generaciones del PP madrileño que entonces presidía.
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Siendo clave, para este supuesto cohecho pasivo de Casado, la intencionalidad obsequiadora de Álvarez Conde, sorprende que en 54 páginas de “exposición razonada” la jueza Rodríguez-Medel apenas balbucee genéricas conjeturas al respecto. Todo el mundo entendía que si 'El Bigotes' le regalaba trajes a Camps, era porque buscaba contratos de la Generalitat; o que sí su “querido Emilio” financiaba cursos a Garzón, era porque esperaba resoluciones favorables al banco en su juzgado.
Aquí no estamos ante nada parecido: ni se habla de proyectos legislativos en la Asamblea de Madrid, ni de convenios de colaboración con Nuevas Generaciones. Lo único que la jueza dice sobre el motivo del “regalo” a Pablo Casado es que “permitía que personas con relevancia política contaran en su CV con una mención al máster”. También puede deducirse que asimila su caso a la de la número dos de una consejería del gobierno valenciano, a la que Álvarez Conde habría hecho el mismo “regalo” que a Casado, porque “le creaba un clima favorable, en cuanto a sus relaciones políticas”.
Lo único que la jueza dice sobre el motivo del “regalo” a Pablo Casado es que “permitía que personas con relevancia política contaran en su CV con una mención al máster”
Teniendo en cuenta que Álvarez Conde se acogió a su derecho a no declarar ante la instructora, atribuirle, con esos cuatro palitroques, la intencionalidad que abre la puerta a acusar a Casado de cohecho pasivo parece, al menos, tan aventurado, como lo sería que yo diera por sentado un ánimo prevaricador en la construcción jurídica que, como hemos visto, permite a la jueza sortear la prescripción. De hecho, no creo que estemos para nada ante ese supuesto, sino más bien ante el de una magistrada tan loca por la música, como para dejarse arrastrar por sus propios acordes a una utopía puritana y armoniosa.
Tal vez por eso, la propia instructora no parece haber reparado en que ella misma ofrece una explicación alternativa sobre por qué Álvarez Conde hizo lo que hizo, que explica algo tan esencial como el carácter heterogéneo del “grupo escogido”. No olvidemos que incluía, junto a esos dos políticos de escaso relieve, a una colaboradora de su departamento y a la hija de una profesora de la Rey Juan Carlos. “Este proceso le permitía –reza la página 44 de la “exposición razonada”- la supervivencia del master, dado que con pocos alumnos se extinguía”.
Cualquiera que conozca la sordidez de las economías de chiringuitos universitarios, como el rimbombantemente bautizado Instituto de Derecho Público, se dará cuenta de que es con esta afirmación cuando la jueza se acerca más a lo realmente verosímil. Su problema es que es también cuando más se aleja de todo indicio de cohecho impropio. Porque para pasar de doce a dieciséis alumnos, igual le servían un diputadillo de la Asamblea de Madrid o una subsecretaria valenciana que la hija de una colega o una persona de su propio equipo. La cuestión era hinchar el perro… y quitarle un 25% más de telarañas a la caja.
Podríamos incluso zanjar la cuestión con el estrambote de la ironía, alegando que, visto lo visto, y a juzgar por el “valor de mercado” que tendría hoy ese máster, fue más bien Pablo Casado quien le “regaló” a Álvarez Conde los 1.400 euros de la matrícula, aunque luego le devolvieran 600 tras las convalidaciones. En la práctica estaba “comprando” 20 créditos de algo de remota utilidad y muy cuestionable prestigio por 800 euros y la obligación, consumada o no, de entregar unos trabajos. Un trato de “enchufado”, un negocio nada edificante, en el peor de los supuestos una tomadura de pelo de la que avergonzarse, pero ni por asomo un delito.
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Aquí terminaría esta extensa respuesta razonable a la “exposición razonada”, si no fuera porque Pablo Casado ha comprometido su credibilidad, al mostrar públicamente “esos” trabajos, asegurar que los entregó en mano en la universidad –“a puerta fría”- y explicar que conservaba copia en un ordenador. No es exactamente lo mismo que hizo Cristina Cifuentes, al proclamar que defendió en persona su trabajo de fin de máster, ante un tribunal, en una fecha determinada, pero se le acerca bastante. Temerariamente o no, la jueza duda de que eso sea verdad y pide que el Supremo practique las diligencias que permitirían corroborarlo.
Podría ocurrir que, como ha apuntado María Peral, el Supremo aplique la 'doctrina Maza' y le devuelva la pelota, para que la propia Rodríguez-Medel ofrezca a Casado aclarar esos extremos, en una comparecencia voluntaria. Yo no le recomendaría al líder del PP dar ese paso, pues supondría entrar en la lógica perversa de la instructora y aceptar implícitamente que, si no hubiera hecho los trabajos, habría cometido dos delitos.
Si estuviera en su lugar, me adelantaría, en cambio, a los acontecimientos, entregando a la prensa los trabajos, sometiendo el ordenador a un peritaje independiente o aclarando por qué no puede hacer lo uno o lo otro. No con el objetivo de demostrar que no cometió ningún delito en 2008 –lo que para mí está fuera de duda-, sino para demostrar que ha dicho la verdad en 2018.
Lo mismo que viene a cuento recordar respecto a la mujer de César –y por eso creo que Begoña Gómez debería renunciar al trabajo del Instituto de Empresa-, es plenamente extensible al aspirante a suceder a César: además de ser honrado, debe parecerlo. Y eso es lo que convierte el aparente problema de Pablo Casado en una subyacente oportunidad. Su mejor sobresaliente sería aprovecharla.