Cuando, hace nada menos que treinta y ocho años, fui nombrado director de Diario 16, me encontré con circunstancias topográficas singulares. La redacción y los talleres, rotativa incluida, estaban en la sexta planta de un edificio industrial destartalado, de forma que, cada noche, las camionetas de reparto hacían un surrealista eslalon bajando la rampa de circunvalación, cargadas de ejemplares, tan rápido como podían. Los derrapes y vuelcos estaban a la orden del día. Pero mayores eran aún los riesgos del ascensor comunal porque, en la tercera planta, teníamos como vecinos a los ultras de El Alcázar.
Eran las vísperas del 23-F, en las que el colectivo 'Almendros', inspirado por el teniente general Santiago y otros altos mandos recalcitrantes, calentaba los motores de la intentona golpista, desde sus páginas, con diarias diatribas contra la transición y la democracia. Diario 16 era el epítome de cuanto detestaban, pues al alineamiento con la causa de la libertad, uníamos una especial sintonía con los promotores de la UMD que habían plantado su semilla aperturista en los cuarteles. No cabía mayor desavenencia entre inquilinos.
Una mañana, El Alcazar publicó un artículo de su subdirector, Juan Blanco, un jefe de centuria convertido en adalid del periodismo falangista, anunciando que había decidido escupirme, en cuanto se topara conmigo. En su imaginación calenturienta probablemente anidaba la idea de provocar uno de esos lances de honor, tan propios de la prensa de antaño, que requerían derramamiento de sangre.
Repliqué, al día siguiente, que no tenía el gusto de conocerle, pero que esa declaración de intenciones constituía una inconfundible tarjeta de visita, de forma que, cuando en el ascensor sintiera el impacto de un salivazo y el deslizamiento de la espuma caliente por la camisa o la mejilla, ya sabría de quién se trataba y podría dirigirme a él, como el explorador Stanley al doctor Livingstone: "Mr. Blanco, I presume".
Nunca sucedió nada de eso, nunca conocí a aquel hombre. Tal vez porque su agresivo fanatismo quedara desactivado por un último resorte de cordura que le hizo ver que, en la batalla de las ideas, quien escupe, pierde, pues hay pocas metáforas tan explícitas del odio y la violencia.
Eso es, de hecho, lo que les ocurrió a Tejero, Milans y compañía, en la medida en que el 23-F fue un gran escupitajo, un ancestral gargajo, esputado desde las entrañas cavernosas del macizo de la raza: "¡Se sienten, coño!". La violencia se ejerció, reteniendo a los diputados, zarandeando a Gutiérrez Mellado y Suárez; pero, sobre todo, se representó con los disparos al aire, el despliegue de los tanques en las calles de Valencia y la propia verbalización soez del despotismo cuartelero.
Fue un golpe incruento pero su retórica e iconografía nos remitieron a los pronunciamientos, alzamientos y levantamientos, militares y civiles, que dieron pie a las grandes tragedias de nuestra historia. Por eso, gracias a aquel cámara de TVE que mantuvo la señal, lo ocurrido engendró un fulminante efecto vacuna. Ese día constatamos el mecanismo de ida y vuelta de lo que ahora llamamos globalización. Todo el mundo es un teatro y sobre su escena unos maleducados de uniforme habían pretendido apropiarse del poder por la fuerza bruta, ofendiendo toda sensibilidad civilizada, y habían acabando haciendo el ridículo. Ahí terminó el pretorianismo del ejército español.
Fue un golpe incruento pero su retórica e iconografía nos remitieron a los pronunciamientos que dieron pie a las grandes tragedias de nuestra historia
A los separatistas estuvo a punto de ocurrirles lo mismo el 20 de septiembre de 2017, durante el cerco a la consejería de Economía. Las escenas de aquellos bárbaros, ebrios de supremacismo airado, aporreando los vehículos de la Guardia Civil y esbozando saltos simiescos sobre sus chasis, también dieron la vuelta al mundo y generaron una impresión global. Era la fachada del proceso golpista, engendrado en el parlamento autonómico el 6 y 7 de ese mes, cuando se sustituyó, a las bravas, una legalidad por otra, pisoteando las más elementales reglas del Derecho.
Todo apuntaba a una culminación clásica, homologable al 23-F o al 6 de octubre del 34 de Companys. Pero, al cabo de sus vacilaciones e idas y venidas, Puigdemont, Junqueras y los demás terminaron siendo más cobardes -y a la vez más astutos- que sus antecesores. Contaron para ello con la estulticia oceánica de Rajoy, arrastrándole a la ratonera del referéndum del 1-0, y con la traición de Trapero y la cúpula de los Mossos a la legalidad constitucional.
La negativa del cuerpo autonómico a cumplir las órdenes de los tribunales y del propio ministerio del Interior, obligó al Gobierno a recurrir a la Policía Nacional y la Guardia Civil, para tratar de impedir que se consumara la consulta prohibida por los jueces. De esta manera, los inductores de lo que fue una violencia legal, legítima y, en líneas generales, proporcionada parecieron ser sus víctimas y los que, al cabo de su torpe pasividad anterior, no tuvieron más remedio que ejercerla, sufrieron el desprestigio inherente a su despliegue.
De esta manera, los inductores de lo que fue una violencia legal, legítima y, en líneas generales, proporcionada parecieron ser sus víctimas
El equívoco se consumó con el mete y saca de una fugaz Declaración Unilateral de Independencia que, al no llegar a ser implementada por falta de medios materiales y coraje para ello, permitió a los golpistas presentarla como una especie de mero acto testimonial. Su gran aliado resultó, de nuevo, un patético Rajoy que -ganándoles por la mano en cobardía-, convalidó esa interpretación blanda e incluso inocua de sus actos, al improvisar una absurda modalidad de aplicación del artículo 155 de la Constitución, consistente en resetear el proceso separatista con una apresurada convocatoria de elecciones, en condiciones óptimas para ellos.
Aquel Gobierno completó sus credenciales como el más incompetente y necio de la democracia, permitiendo huir a Puigdemont y parte de sus consejeros, ayudándoles a establecer así una base de apoyo exterior y un relato victimista sobre la "represión", los "presos políticos" y su legitimidad en el "exilio". Ese cúmulo de negligencias y dislates de Rajoy dio enseguida pie al equívoco sobre la naturaleza del proceso insurreccional catalán, al blanqueamiento de los partidos separatistas implicados en los hechos y, a la postre, en un acto de justicia poética que bien poco nos alivia al conjunto de los españoles, a la moción de censura que le mandó al baúl de los juguetes rotos. Dos formaciones, ERC y PdeCat, cuya participación orgánica en el proceso golpista él había soslayado, para no tener que cuestionar su legalidad, terminaron echándole de la Moncloa, como se da una patada a un trasto viejo.
Asimilando todos estos elementos, dos jóvenes politólogos, Daniel Gascón y Pau Luque, convinieron en sendos libros publicados este verano, que lo ocurrido en Cataluña era un "golpe posmoderno". Ambos partían de la clásica definición de Hans Kelsen, para coincidir en que si bien se había producido "la modificación ilegítima de la Constitución, no efectuada conforme a las disposiciones constitucionales", todo quedó a medias, al no llegar a consumarse el, consecuente, control del territorio, mediante una fuerza al servicio de esa nueva legalidad. Por eso, el golpe "era al mismo tiempo de verdad y de mentira", según Gascón. "Si hubiera funcionado, habría sido imparable. Si no funciona, es negable".
Asimilando todos estos elementos, dos jóvenes politólogos convinieron en sendos libros publicados este verano, que lo ocurrido en Cataluña era un "golpe posmoderno"
Ese es el sexo de los ángeles -rebelión, sedición, conspiración para la una o la otra- cuya morfología deberá dirimir la sala correspondiente del Tribunal Supremo, una vez que el 'enigma Marchena' se ha despejado de la forma menos imaginable, cuando el domingo pasado jugué al equívoco de los homónimos.
Hace semanas que ministros, diputados, sedicentes expertos y tertulianos rasos vienen diciéndoles a los jueces lo que, "en realidad", sucedió y lo que, por ende, debería decir su sentencia. Pero con lo que nadie contaba era con que, un episodio parlamentario de gran notoriedad, iba a proporcionarnos un elocuente elemento de interpretación analógica.
Me refiero, naturalmente, al "escupitajo", también "posmoderno" porque se considera "al mismo tiempo de verdad y de mentira", que el diputado Jordi Salvador dirigió contra el ministro Borrell. La clave es dónde está la sustancia del acto reprobable: ¿en su propósito ofensivo, en su esbozo adversativo o en su manifestación líquida?
Si nos atenemos a la gestación de la ofensa, el contexto es determinante. Tanto con el angular amplio de todos los insultos vertidos, durante meses, por este sindicalista reaccionario contra el titular de Exteriores, como con la visión estricta de su gesto de apoyo a un Rufián expulsado por cubrir de "serrín y estiércol" al ministro, la intencionalidad vejatoria resulta inequívoca.
En cuanto a la materialización del agravio, basta remitirse a la propia versión exculpatoria de Salvador: él mismo admite que se encaró con el ministro y que emitió un "bufff" derogatorio, sonido prácticamente idéntico al "pufff" que acompaña al esputo. Sólo queda la duda de si la saliva llegó a salir propulsada de su boca. El gesto reflejo de Borrell, al percibirlo así, y la propia impavidez de Salvador, haciendo como que no oye la queja indignada del ministro, mientras los demás se giran hacia él, avalan la denuncia; pero ninguna cámara refleja la emisión líquida con nitidez. Sólo la Policía Científica, desplegando de inmediato sobre el hemiciclo su instrumental más sofisticado, podría haber realizado, en efecto, la "anatomía" de ese "escupitajo", sobre la que ironizó Borrell.
En cuanto a la materialización del agravio, basta remitirse a la propia versión exculpatoria de Salvador: él mismo admite que se encaró con el ministro y que emitió un "bufff" derogatorio
Pero así como los delitos de lesiones quedan tipificados en función del resultado material de la agresión, en los delitos de odio lo esencial es el ánimo del agresor. De igual forma que unas mismas palabras adquieren un significado u otro, en función del propósito con que son proferidas, el mero hecho de arrojar la saliva sobre el prójimo no tiene por qué ser dañino. Releamos, de hecho, ese memorable pasaje del Coloquio de los Perros de Cervantes: "Trújome la mano por el lomo, abrióme la boca, escupióme en ella, miróme las presas, conoció mi edad, y dijo a otros pastores que yo tenía todas las señales de ser perro de casta". Escupir era en esa época una técnica para prevenir, detectar y curar enfermedades.
De igual manera que la gravedad del escupitajo no está en la cantidad de saliva segregada, sino en el nivel de odio de su emisor -no culpemos, por eso, a la garganta sino al cerebro-, la trascendencia penal de los delitos contra el orden constitucional no emana de sus posteriores consecuencias -los actos concretos de violencia se castigan aparte-, sino de sus fines subversivos. O sea, del grado de arrebol que, en las mejillas de la vergüenza ajena de cualquier jurista con sentido de la lealtad institucional, produzca el empleo sistemático, prolongado y contumazmente desobediente a las resoluciones de los tribunales, de los medios delegados de buena fe por un Estado autonómico, para intentar destruirlo, hasta sepultarnos a todos bajo sus cascotes. Eso, y no otra cosa, es lo que pronto tocará juzgar.