¿Cómo que no te bañarás dos veces en el agua del mismo río? También aquel acto solemne de hace cuarenta años, en el que el Rey Juan Carlos sancionó la Constitución, ante el pleno del Congreso, en este hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo, con la Puerta de los Leones abierta, fue un jueves frío y soleado. Un jueves de diciembre.
También yo escribí una mezcla de crónica y artículo como este, titulado como este -o casi-, 'Y al fondo, el Rey'. También se publicó en domingo. Y, repasando aquel texto de ABC, resulta que catorce personajes que aparecen expresamente mencionados, sus nombres puestos negros sobre blanco, hace cuarenta años, también han estado este jueves, en el mismo sitio, aunque con funciones distintas. Once constituyentes y tres personas reales. Conmigo, quince. Con menos pelo, con el mismo semblante, nosotros, los de entonces, seguimos siendo los mismos.
Mi trayectoria se resume en que en 1978 estaba en la tribuna de los reporteros y en 2018 me han puesto en la de los editores. En medio, quedan dos años más en ABC y treinta y ocho como director de Diario 16, El Mundo y EL ESPAÑOL. Una vida plena: cuarenta años publicando domingo tras domingo. Ha cambiado el collar, pero el perro sigue siendo el mismo. Otro tanto les ha ocurrido a los que llamaron mi atención, entonces y ahora.
Los tres padres de la Constitución vivos –Herrero de Miñón, Miquel Roca y Pérez Llorca, el 'Zorro Plateado'- han visto crecer a su hija, colmando sus mejores expectativas. Por eso, estaban delante del banco azul, expuestos como santos laicos, enfrente de los expresidentes, a la izquierda de los Reyes Eméritos. Los tres han contribuido a formar la Constitución autógrafa y coral, intangible tesoro, colgada en el despacho de Cruz Sánchez de Lara. Las citas de los tres, sobre tal o cual aspecto de su creación política, incorporadas a los discursos de Ana Pastor y el rey Felipe, sonaron en sus oídos como música celestial. Como la justificación, plenitud y exégesis de sus biografías.
Los otros prohombres de UCD a los que mencioné en aquella 'Crónica de la semana' de diciembre de 1978, sólo por su nombre de pila –Landelino (Lavilla), Rodolfo (Martín Villa) y Salvador (Sánchez Terán)-, eran entonces ministros y seguro que este jueves habrán echado en falta, como me ha pasado a mí, una ovación dedicada a Adolfo Suárez, audaz timonel de aquel navío, fletado por el Rey Juan Carlos, que sorteó la Escila de la involución y el Caribdis del derrape revolucionario.
Los otros prohombres de UCD a los que mencioné en aquella 'Crónica de la semana' de diciembre de 1978 habrán echado en falta, como me ha pasado a mí, una ovación dedicada a Adolfo Suárez
Departiendo con su nueva jefa, la presidenta del Consejo de Estado, María Teresa Fernandez de la Vega, apoyándose en una muleta, pero jovial hasta decir basta, Landelino me hace una confidencia durante el cóctel: "Acabo de cumplir sesenta años de servicio público". Su currículo lo corrobora, porque ingresó en el cuerpo de letrados del Tribunal de Cuentas en 1958. Quién le hubiera dicho entonces que presidiría el Congreso de los Diputados, el día en que el último golpe de Estado de nuestra Historia nos vacunaría para siempre contra esa mala costumbre congénita.
De los cinco diputados del PSOE que figuraban en mi texto de 1978, diré que los hermanos Solana siguen con la fraternal cháchara de entonces, sentados hombro con hombro en el hemiciclo, sin que a nadie deje de sorprenderle que Luis tenga seis años más, por mucho que los ministerios y los mandatos en la OTAN y la UE hayan encorvado las espaldas de Javier.
En cuanto a González y Guerra, la noticia es que hace mucho que dejó de ser noticia que acudieran a un pleno del Congreso, burgueses y elegantes, como lo hicieron entonces, para pasmo de propios y extraños, de gris marengo el uno, de azul perla el otro, embutidos en sendos trajes de Cardin. Es verdad que sus estilos de vida se bifurcaron hace décadas. A Guerra, viudo de Fernando Abril con quien maridó el consenso, lo han colocado en las filas de arriba, junto a Rodriguez Ibarra. González, orondo y lustroso como sus nuevos protectores, aparece expuesto junto a los otros tres ex presidentes, en ese espacio sagrado que separa el banco azul del tabernáculo de la Mesa.
En cuanto a González y Guerra, la noticia es que hace mucho que dejó de ser noticia que acudieran a un pleno del Congreso, burgueses y elegantes
El quinto socialista al que mencioné hace cuarenta años, con el que coincido ahora, es Virgilio Zapatero. Entonces destacaba, junto a los fallecidos Benegas y Marín, así lo escribí, como uno de "los mejores de una nueva camada de aprendices que viene pisando fuerte". Ahora, la nieve cubre su característico bigote, pero lleva una banderilla negra clavada en el lomo y siente cada tarde el escozor de su injusticia. Me dice que vendrá un día a verme. Si lo hace, le daré un abrazo y le escucharé con atención, pero su credencial de honradez no necesita sello de convalidación alguno.
En cuanto a las tres personas reales que estuvieron entonces y vuelven ahora, nadando o al menos flotando en el mismo río constitucional, lo flagrante es que ha cambiado su posición en el dibujo: Juan Carlos ha dejado de ser Jefe de Estado, Sofía ha dejado de ser la Reina del disimulo y Felipe ha dejado de ser niño. Los tres fueron muy aplaudidos por toda la cámara, menos por uno de los grupos. Igual que en 1978.
Entonces fue el PNV el que hizo huelga de manos caídas, ahora Unidos Podemos. Dos integrismos distintos con una misma liturgia. Pablo Iglesias añadió los vaqueros más deslavados que, después de mucho rebuscar, encontró en el armario; y Alberto Garzón, el detalle de mal gusto de elegir ese día para tirar la mosca de su querella criminal contra Juan Carlos, Corinna et alii, en la sopa de la Constitución.
Entonces fue el PNV el que hizo huelga de manos caídas, ahora Unidos Podemos. Dos integrismos distintos con una misma liturgia
Es verdad que la mengua del consenso quedó patente con la ausencia de los separatistas vascos y catalanes. Pero bajo el crepitar de los murmullos que ascendían desde la olla a presión del hemiciclo –hubo que meter a, yo diría que setecientos, donde caben trecientos cincuenta- y bajo los propios aplausos que reconocieron la altura de miras del discurso de Ana Pastor o el significado institucional de todo lo que dijo el Rey; bajo todo ese chisporroteo, y en medio de tanto fulgor, se notaba que había mucha leña de gran calidad, acumulada por la causa del constitucionalismo, al menos durante dos siglos de Historia.
Eran el "Sea ¡Cortes, Cortes! el clamor universal" del primer Marchena, el "Españoles, ya tenéis patria" de Agustín Argüelles, el "Juremos por ella vencer o morir" de Rafael del Riego, el "¡Cúmplase la voluntad de la Nación!" de Espartero o el "Nosotros somos nuestra patria" de Azaña. Si en Francia se estudian con fruición las "jornadas revolucionarias", la saga constitucional española, desde la promulgación de 'la Pepa', el día de San José, en el Cádiz asediado por un rey ilegítimo al que llamaban Pepe, hasta el referéndum que certificó el consenso de 1978, es lo suficientemente rica, como para referirse, con palabras del catedrático Juan José Solozábal, a "la soberanía de los grandes días". Esa que emana de la voluntad que el pueblo ejerce, mediante "un poder constituyente no sólo irresistible, sino ilimitado".
Tal que así, quedó expresado hace cuarenta años y reafirmado este jueves en el mismo escenario que yo he tenido la dicha de otear desde dos tribunas simétricas: o sea, que la infelix Spania de las crónicas medievales; esa realidad "más pequeña que el Imperio pero más grande que Castilla", descrita por Domínguez Ortiz, en su etapa de expansión; esa Monarquía luego en crisis, víctima, según Sánchez Albornoz, del "cortocircuito de la modernidad"; esa sociedad aplastada por "el problema de España", que Vicens Vives definía como la incapacidad de asumir el racionalismo, el liberalismo y el capitalismo; esa vieja comunidad cainita, enquistada en sus odios y fantasmas, pródiga sólo en guerras civiles, abocada a inspirarse -de nuevo Azaña- en "la musa del escarmiento", es hoy una Nación constituida, una democracia estable, dueña de su destino, capaz de hablar en paz consigo misma, dispuesta a debatir y encauzar legalmente sus problemas, determinada a preservar su unidad e identidad al precio que sea. He ahí lo que se refleja en el bruñido espejo de la Constitución del 78.
La 'infelix Spania' de las crónicas medievales es hoy una democracia estable, dueña de su destino, capaz de hablar en paz consigo misma, dispuesta a debatir y encauzar legalmente sus problemas
Los fascinados por la historia del XIX podríamos objetar esa línea en el discurso de Felipe VI, según la cual nuestra Constitución "es la primera que materializa la voluntad de integrar sin excluir", reivindicando aquella de 1837, tan meritoriamente pactada por progresistas y moderados, tras la sargentada de La Granja. Pero el hecho de que se promulgara en plena guerra carlista, ya denota que una parte de los españoles la sentía como ajena.
Así ocurrió con todos los bandazos constituyentes y reconstituyentes que tuvieron su expresión final en la ley fundamental de la Segunda República, presentada por su ponente, Jiménez de Asúa, como "una Constitución de izquierda... para que no nos digan que hemos defraudado las ansias del pueblo".
Nuestro mayor experto en historia constitucional, el no hace mucho fallecido y ya añorado Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, definió por contra la carta magna del 78, como "ecléctica, ambigua e inacabada" y, por lo tanto, como "una auténtica Constitución abierta que no confunde el orden constitucional con el programa político de un partido". Pero, como él mismo precisa, eso no empece para que entronque mucho más con el linaje progresista que con el conservador, al engarzar el Estado de Derecho con la tradición histórica española, pero imponiendo su primacía sobre ella: "No cabe duda de que Agustín Argüelles, Emilio Castelar y Francisco Pi i Margall se sentirían mucho más cómodos con esta Constitución que Joaquín Francisco Pacheco, Donoso Cortés y Antonio Cánovas del Castillo". Porque en definitiva, advierte Joaquín Varela, está "destinada a regular la convivencia de los españoles, de acuerdo, con la razón y, si es preciso, en contra de la historia".
A quienes consideramos que lo mejor que puede ocurrir es que se reforme la Constitución, según nuestras ideas, teniendo como segunda preferencia que no se reforme, según las ideas ajenas, no nos asusta ningún debate. La red de seguridad del imprescindible consenso nos protege a todos de las ocurrencias, improvisaciones y fantasías de los demás. Al final, siempre quedará la obligación de promediar el ansia de perfección con el sentido práctico de las cosas.
A quienes consideramos que lo mejor que puede ocurrir es que se reforme la Constitución, según nuestras ideas, no nos asusta ningún debate
Uno puede sentirse racionalmente republicano -como es mi caso- y percibir que mientras, como dijo Felipe VI, "la Corona" esté "indisociablemente unida a la democracia y a la libertad", no sería útil ir en eso "en contra de la historia". Máxime, cuando la alternativa no es Monarquía o República, sino una Monarquía integradora o un póquer de repúblicas para la disgregación. Máxime, cuando los dos últimos monarcas han sido más beligerantes en pro de la legalidad, en los momentos críticos, que algunos de sus jefes de Gobierno. Máxime, cuando la mirada embelesada del heredero que hace cuarenta años vimos en el rostro del príncipe Felipe, mientras escuchaba a su padre, encendía este jueves las mejillas de la princesa Leonor, una niña que cuando sea reina simbolizará la causa de la igualdad de la mujer, o sea la transformación más profunda y decisiva que ha experimentado de la sociedad española en estas cuatro décadas fructíferas. Máxime, cuando lo que la Nación ha trenzado, sólo la Nación puede destrenzar.
Y es que, amigo Pablo Iglesias, ya es hora de enterarse de que los reyes no existen. De que los reyes son los padres. Los siete padres de la Constitución, los seiscientos dieciséis padres de la Constitución, los diecisiete millones de padres de la Constitución.