"Esta semana, por primera vez, lo que domina es el verde", me explica un dirigente de una compañía de alta capacidad tecnológica, que viene haciendo un seguimiento continuo de las redes sociales, de cara al 28-A. "Hoy por hoy, la comunidad más fuerte dentro de nuestro mapa neurológico es la de Vox. En comparación, PP y Ciudadanos están casi desaparecidos. Y se percibe que hay una intervención desde el exterior. En concreto, desde Estados Unidos. Tampoco hace falta tanto dinero para eso".
"Vox sigue al alza en las encuestas, pero mucho menos de lo que ellos dicen", me aclara, por otra parte, el responsable de una de las más reputadas compañías demoscópicas. "Su crecimiento se ha frenado. Puede haber algunos lugares en los que estén más fuertes, como la Comunidad de Madrid, pero otros en los que casi no existen. Van a tener un buen resultado, pero, hoy por hoy, no pasan del 12% y en muchas provincias se quedarían fuera".
Son las dos caras de la moneda que pasa de mano en mano, en los prolegómenos de la campaña. Vox ha logrado ser el partido del que todos hablan. Sobre todo, en el ciberespacio con la sombra de Steve Bannon, el estratega de Trump y mentor del "movimiento" paneuropeo que amenaza a la UE, proyectándose sobre España. Pero una cosa es liderar el ruido en las redes sociales, sin tan siquiera haber desvelado ni el programa ni los candidatos, y otra, muy distinta, transformar ese fenómeno en votos.
Estos dos parámetros enmarcan y explican el pulso que acaba de aflorar entre Casado y Abascal, a propósito de la estrategia en pro del voto útil en las provincias pequeñas. El asunto se había ido planteando, de forma soterrada, durante las últimas semanas. Casado confiaba en que terminara cuajando la posibilidad de presentar listas conjuntas en las 28 provincias que aportan cinco escaños o menos al Congreso y en las que la carambola de la regla D'Hondt favorecerá al PSOE, gracias a la división de la derecha.
Por eso, todas sus referencias a los dirigentes de Vox eran cordiales. Mientras Mayor Oreja y otros precursores comunes hacían gestiones discretas, él se refería a Abascal como a "mi amigo Santi". ¿Por qué las cañas se han trocado en lanzas?
La primera sorpresa llegó con el mensaje de que, hasta tal punto descartaba Vox compartir ninguna lista con el PP, que antes se retiraría de algunas circunscripciones o renunciaría a competir por el Senado. Cualquier cosa, con tal de que nadie pudiera confundirles con un partido que había traicionado a su electorado, mientras se sumía en la corrupción.
Era como si Rajoy, Soraya y Cospedal continuaran en la Moncloa o en Génova. "Nosotros no somos un PP regenerado, sino una alternativa al PP", me decía hace poco un hombre clave de Vox, resumiendo su convencimiento de que los votantes que abandonaron en masa al PP, desde los casi once millones del mítico 2011, no volverán jamás, si encuentran un valor refugio.
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Es verdad que el desamor puede tener efectos devastadores pero, a la hora de ir a las urnas -máxime cuando se dirime la suerte de España-, sólo una pequeña parte antepone el enfado al interés. Por algo, dos de cada tres de quienes dicen que van a votar a Vox, en claro divorcio con sus líderes, respaldan, según SocioMétrica, las listas conjuntas, al menos en las provincias pequeñas. Que casi la mitad de votantes del PP también esté dispuesto a ello, denota reconocimiento de la importancia sobrevenida de Vox y pragmatismo bien informado.
El punto de no retorno se ha producido cuando Casado ha tratado de cogerles la palabra y ha emplazado a la cúpula de Vox a no presentarse en esas provincias pequeñas. Hay que pensar que si ese envite se ha formulado de forma pública y un tanto abrupta, es porque todos los puentes de la discreción estaban ya rotos. La respuesta de Vox ha sido la predecible: que se retiren ellos. A chulería, chulería y media.
La realidad es que, con la paradójica excepción de Navarra, donde PP y Cs han alcanzado sendos acuerdos con UPN, a pesar de la dificultad que para un partido liberal suponía asumir el régimen foral, las tres fuerzas que se manifestaron juntas en Colón llevan camino de acudir, suicidamente, separadas a la cita del 28-A.
Esa división podía tener sentido en diciembre, cuando el rechazo a las políticas de Sánchez les permitía concitar hasta un 51% de los votos y eso otorgaba a la suma de Vox, PP y Ciudadanos una mayoría en escaños, por precaria que fuese. La penalización de la regla d'Hondt, al competir tres listas nacionales de centro y derecha con dos de izquierda, quedaba compensada por el tsunami de castigo al 'gobierno Frankenstein'.
Esa división podía tener sentido en diciembre, cuando el rechazo a las políticas de Sánchez les permitía concitar hasta un 51% de los votos
Todo ha cambiado desde entonces porque los pactos en Andalucía, la confusa concurrencia de Colón -si los líderes no hablaron, ¿por qué se hicieron la foto?; y si se hicieron la foto, ¿por qué no hablaron?- y la resolución de la ejecutiva de Ciudadanos, vetando todo pacto con el actual PSOE, han ayudado a Sánchez a presentarse como el San Jorge del progresismo, frente al dragón de tres cabezas de la reacción.
Al mismo tiempo, el bien preparado argumento de que la disolución de las Cortes prueba que el PSOE no estaba dispuesto a ceder en nada sustancial ante los separatistas, ni siquiera a cambio del oxígeno de los presupuestos, ha restado fuerza dialéctica a una campaña basada en la disyuntiva España o Sánchez. El riesgo de la catástrofe que supondría prorrogar la actual mayoría pedrista, pablista y torrafacta no ha disminuido, pero su percepción sí.
La consecuencia de todo esto es que, en apenas cuatro meses, se han esfumado cinco puntos en la suma de intención de voto de Vox, PP y Cs, según el promedio de las encuestas. Con el 46% ya no salen las cuentas en escaños y, lo que es peor, la tendencia menguante no parece detenerse. Merece la pena decirlo con toda claridad y franqueza: si, en las cinco semanas que restan, no hay un cambio en la estructura de la oferta del centro y la derecha, o no ocurre algún acontecimiento inesperado, viviremos un gran triunfo personal de Sánchez que le perpetuará en el poder, al menos durante una legislatura completa.
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Sólo un mejor aprovechamiento del voto podría evitarlo y todas las opciones deberían ser exploradas. Hasta la hipótesis teórica de que sean Ciudadanos y el PP los que se coaliguen, tal y como, con prepotente sorna, propone Vox. Pero la realidad es que el partido de Rivera ya ha llegado al límite de sus posibilidades, al participar explícitamente en el frente de rechazo a Sánchez y establecer de facto su disponibilidad para una nueva solución 'a la andaluza', con uno u otro papel para Vox.
Es un juego de alto riesgo, que se convertiría en temerario, si fuera más allá del ejercicio de realismo que ha supuesto unirse a UPN, ante la amenaza excepcional que se cierne sobre Navarra. Como mucho, podrían plantearse pactos para el Senado aunque, como alega Rivera, si Sánchez pierde el Congreso, el PSOE no tendría más remedio que colaborar con la nueva mayoría en un nuevo 155, planteado en la cámara alta.
Es cierto que la inflexibilidad frente a Sánchez apuntala el flanco derecho de Ciudadanos. Pero, aunque los cerebros naranjas no lo vean así, limita su crecimiento por la izquierda, encerrándole en un espacio electoral superpoblado. Veremos cuál es el saldo final, sin descartar el escenario del mal menor, en el que la Ejecutiva se corrija a sí misma, bajo la presión de un nuevo rebus sic stantibus.
La única operación viable, en los días que quedan para el cierre de las listas, pasa por el acuerdo entre PP y Vox. Toda vez que el PP ha vuelto a sus esencias aznaristas y Vox tampoco se ha echado al monte, excepto en su ofensiva antifeminista, es mucho más lo que les une, que lo que les separa. Lo lógico sería que el PP hiciera una oferta final, generosa y flexible, de listas comunes, combinando Congreso y Senado.
La única operación viable, en los días que quedan para el cierre de las listas, pasa por el acuerdo entre PP y Vox
Vox podría entrar en esa negociación o contraofertar con un planteamiento de desistimientos recíprocos. Si no hace ni lo uno ni lo otro, quedará en evidencia que la prioridad de Abascal no es echar a Sánchez de la Moncloa, sino a Casado de la calle Génova. Es decir, reemplazar al PP como partido hegemónico de la derecha española.
Esta estrategia no tendría nada de reprobable, si se encauzara a través de algún tipo de primarias o una elección a doble vuelta. Los electores votarían primero según su gusto y después, según su conveniencia. He ahí la forma más sofisticada de la democracia. Nuestro sistema electoral convierte, sin embargo, la dispersión de la oferta en un condicionante fatal de la demanda.
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Estamos ante la prueba de fuego para saber si el patriotismo de Abascal y su equipo termina donde empieza el interés de un partido como los demás, traducido en subvenciones públicas por los votos y escaños que, a su vez, lubrican cargos, carguitos y carguetes. Su tesitura política es parecida a la de Podemos cuando, en lugar de apoyar el Pacto del Abrazo para desencadenar el cambio, prefirió apuntalar a Rajoy, pensando que, con cuatro años de oposición dura, lograría desbancar al PSOE como fuerza dominante de la izquierda. La tentación del “contra Sánchez viviremos mejor” es hoy por hoy un elemento fundamental en la encrucijada de Vox y, si termina predominando, el PP tendrá que denunciarlo todos los días, aunque sea a costa de un desgarrador duelo fratricida.
Es fácil imaginar, entre tanto, el jolgorio con que Sánchez contempla e impulsa el auge de Vox. Cuantos más problemas le cree al PP, más sencillo le resultará concentrarse en machacar a Rivera, su único competidor real por el espacio de centro, que es el que siempre inclina la balanza.
Estamos ante la prueba de fuego para saber si el patriotismo de Abascal y su equipo termina donde empieza el interés de un partido como los demás
Iván Redondo y su equipo han diseñado una buena campaña, basada en la tríada “materia-espacio-tiempo”. La “materia” es el candidato y su programa; el “espacio”, los 52 campos de batalla electoral, con el eje centro-periferia como referencia; y el tiempo, el calendario de los "viernes sociales", la exhumación de Franco y demás anuncios electoralistas.
El catalizador de todo ello es el espantajo de la ultraderecha, agitado con el mismo propósito con que, tres años ha, se agitaba el de la extrema izquierda. Vox subirá lo suyo, igual que lo hizo Podemos, y en cuanto tenga que empezar a dar trigo, también entrará en declive, porque los problemas complejos no tienen soluciones simples.
Es la misma farsa del famoso grabado de los Caprichos de Goya, elocuentemente titulado Subir y bajar, que ha inspirado hoy a Javier Muñoz para su ilustración: una mezcla de sátiro y centauro, que representa la lujuria de la reina María Luisa, maneja la dicha de un arlequinesco Manuel Godoy. Como dice la inscripción, manuscrita en una de las versiones, "al Príncipe de la Paz la lujuria le eleva por los pies, se le llena la cabeza de humo y viento, y despide rayos contra sus émulos". Abascal ya ha apuntado maneras en el arte del vituperio.
Queda por ver quién es el que ríe el último pero, 40 días antes del 28-A, hay que advertir que, si bien la sonrisa pinta en el rostro de Vox, como un haz de rosas en primavera, la banda sonora que se escucha, como música de fondo, lleva encriptadas las carcajadas que profiere, encuesta tras encuesta -y las suyas aun son mejores que las que se publican-, la habilidosa troupe de Pedro Sánchez.