Nada más lejos de mi intención que atribuir algún propósito político al director artístico de la Royal Opera House que ha programado Pagliacci para la próxima temporada. Pero es muy probable que, cuando se represente en febrero y marzo, los espectadores del Covent Garden perciban una alegoría de la actualidad sobre el escenario.
Porque, como en la trama de Payasos de Leoncavallo, lo que para los británicos ha empezado con tintes de comedia -la llegada al 10 de Downing Street de un personaje de chiste, como el excéntrico Boris Johnson- puede terminar en tragedia, si el 31 de octubre se consuma el anunciado Brexit por las bravas.
“Boris es Boris” o “son cosas de Boris” suelen decir, moviendo levemente la cabeza, con aire de complicidad o, al menos, de estar en el ajo, aquellos ingleses conservadores que, en el fondo, han justificado las exageraciones y falsedades eurófobas que han constituido los peldaños de su escalera hacia el poder. Su irresistible ascensión no habría sido, desde ese punto de vista, sino la última expresión de ese “humor muy inglés” que es parte sustantiva del patrimonio nacional.
El problema es que quien empezó su carrera haciendo periodismo de broma, para erigirse después en un historiador de broma, en sus primeras semanas como primer ministro, a juzgar por lo que estoy detectando estos días en Londres, también pretende convertir la política británica en una broma.
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Después de que le echaran del Times, por inventarse citas y atribuírselas a un familiar, el Daily Telegraph le mandó como corresponsal a Bruselas. Como ha escrito el periodista irlandés Fintan O’Toole, en un brillante artículo en The New York Review of Books, “su genialidad consistía en convertir en noticias de portada las que sólo merecían ir en la página 20, a base de inflar regulaciones intrascendentes de la UE, para presentarlas como ataques de extranjeros dementes contra el modo de vida británico”.
El ejemplo más citado es el de cuando publicó que Bruselas planeaba establecer “un ancho máximo” de cinco centímetros y medio para los condones, lo que suponía una discriminación y un agravio para los británicos mejor dotados.
En la misma línea cabe recordar sus “revelaciones” de que los burócratas de la UE impedirían inflar globos a los niños menores de ocho años y prohibirían las patatas fritas embolsadas con sabor a coctel de gambas.
Él mismo lo confesó en 2002: “Algunas de mis horas más felices las pasé en un estado cercano a la incoherencia, escribiendo himnos de odio, manchados de espuma, contra la última euro-infamia: la prohibición de las patatas con sabor a cóctel de gambas”.
Lástima que, al igual que lo de los condones y los globos, fuera un burdo embuste, destinado a reafirmar en sus prejuicios al sector más aislacionista de la sociedad inglesa. ¿Cuántos de sus lectores lo sabían o intuían pero preferían tomar la mentira por verdad? “Ridi, Pagliaccio, e ognun applaudirà!”. ¡Ríe, Payaso, y todos aplaudirán!
La misma deshonestidad intelectual se percibe en su libro sobre Churchill, perpetrado para manipular la figura del británico más decisivo del siglo XX, hasta convertirlo en una especie de precursor, o al menos antecedente, de su propia gloria. Cualquiera diría que, al presentar los avatares políticos de Churchill como muestras de “oportunismo”, sus errores como “chapuzas”, su determinación como “megalomanía” y resumirlo todo en su “excentricidad” su “complejo de superioridad”, su “peculiar estilo de vestir” y su convencimiento de que el “destino es el carácter”, estaba anunciando su propio advenimiento como nuevo salvador del Reino Unido.
De hecho, Boris Johnson comparó en 2016, durante la campaña del referéndum, el proyecto federalista de la UE con “el que Hitler perseguía con diferentes métodos”; y presenta ahora su “Brexit al precio que sea” como una especie de remedo del “We shall never surrender”.
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La historia se repite, por supuesto, como farsa. El farsante quedó retratado cuando se descubrió que en vísperas de aquella campaña había escrito dos artículos para el Telegraph: uno en contra del Brexit y el que finalmente se publicó, cuando decidió apoyarlo. En el ínterin había comunicado al primer ministro David Cameron que pensaba hacer una cosa y la contraria.
En cuanto a Churchill y la UE, baste recordar el “remedio soberano” que el viejo león propuso en su famoso discurso de septiembre del 46 en la Universidad de Zúrich, frente a la tragedia que acababa de asolar el mundo: “Debemos construir los Estados Unidos de Europa”. Más de una vez se lamentó que, si no fuera por su edad, él podía haber sido su primer presidente.
Era la deducción lógica de su teoría de los tres círculos concéntricos -la relación histórica con la Commonwealth, la relación atlántica con Estados Unidos, la relación continental con el resto de Europa- en los que debía encuadrarse el Reino Unido. Esa misma fue la posición de Thatcher, siempre en conflicto con la UE... desde dentro de la UE.
El farsante quedó retratado cuando se descubrió que en vísperas de aquella campaña había escrito dos artículos para el Telegraph: uno en contra del Brexit y el que finalmente se publicó, cuando decidió apoyarlo
Haber sido precedido en Downing Street por una figura tan gris e impotente como Theresa May facilita el paralelismo implícito que Johnson sugiere con el fracaso de la política de apaciguamiento de Chamberlain, antes de ser relevado por Churchill. Según él, a Bruselas no se puede ir con paños calientes y por eso la estrategia del “acuerdo a toda costa” ha sido sustituida por la del “Brexit a toda costa”.
Si la UE no rectifica lo pactado, sobre todo en relación a la frontera entre el Ulster y la República de Irlanda, el 31 de octubre se consumará, “sí o sí”, el Brexit y si eso implica a corto plazo un “empobrecimiento generalizado” del Reino Unido -se habla de un 9% acumulado del PIB-, como en los tiempos del “sangre, sudor y lágrimas”, ya llegarán de nuevo los Estados Unidos de Donald Trump -alma gemela de Boris Johnson- con sus acuerdos comerciales al rescate.
William Keegan ha escrito en el Observer que la reflexión histórica pertinente sería más bien la de que el peor primer ministro de la historia, desde que Lord North provocara la independencia de las colonias norteamericanas, a lo máximo que aspira es a convertir a Gran Bretaña “en el estado número 51 de la Unión”.
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Entre Boris Johnson y la catarsis de ese Brexit caótico y purificador, al que arrastra a los británicos como si fuera el líder de una secta, ya sólo puede interponerse la mayoría del parlamento de Westminster. En marzo los Comunes rechazaron el Brexit sin acuerdo por un cómodo margen de 43 votos y Johnson sustenta su gobierno en la más ajustada mayoría imaginable: un escaño. La moción de censura parece estar servida el mes que viene, si el primer ministro se empeña en consumar su temeraria huida hacia delante.
Eso refrenaría a cualquier gobernante normal, pero no a uno de la categoría de los superhéroes. Su asesor áulico o Svengali de cabecera, Dominic Cummings, ya ha advertido que, frente a ese órdago del parlamento, también habría una respuesta de emergencia. Johnson se atrincheraría en Downing Street, aunque perdiera la moción de censura, el tiempo suficiente para convocar unas elecciones que tendrían lugar el propio 31 de octubre o el 1 de noviembre.
Se consumaría así el ‘Brexit por las bravas’ y los comicios se convertirían en un plebiscito que dirimiría la pugna entre la voluntad del pueblo, expresada en el referéndum de 2016, y los políticos que han tratado de bloquearla, hasta la llegada del Mesías de la melena rubia. La pirueta sería perfecta para excitar aun más la eurofobia y las carcajadas de Johnson -“Ride, Pagliaccio!”- resonarían sobre el Támesis.
Pero la mera mención de esta hipótesis ha soliviantado a los celosos defensores de la cultura democrática británica, por considerarla una flagrante traición a los usos parlamentarios que establecen que un primer ministro censurado no debe permanecer más de dos semanas en el cargo y proscriben cualquier iniciativa de calado antes de unas nuevas elecciones. Precisamente para evitar estrategias de hechos consumados, como la que alienta Johnson.
La mera mención de esta hipótesis ha soliviantado a los celosos defensores de la cultura democrática británica, por considerarla una flagrante traición a los usos parlamentarios
La falta de una Constitución escrita impide aplicar automáticamente estas reglas, en el caso impensable, dentro de la tradición británica, de que alguien las vulnere. Por eso hay quien plantea que intervenga la Reina, quien pide que el líder laborista Jeremy Corbyn, consiga o no la mayoría transversal que reclama, “coja un taxi, se presente en Buckingham Palace” y comunique que él “se hace cargo”, para convocar elecciones de inmediato, y quien empieza a acusar a Johnson y Cummings de perpetrar un “golpe de Estado”.
Estaríamos en todo caso ante la grotesca paradoja de que un proceso que comenzó con la rimbombante pretensión de devolver al parlamento, depositario de la soberanía del pueblo, el control sobre la vida de los británicos, termine hurtándoselo, en una encrucijada decisiva, mediante la más artera de las fintas. Por eso Fenton ironiza sobre el “fatalismo” con que el Titanic se acerca al iceberg que le aguarda, mientras la diversión sigue en la cubierta: “Cuando las cosas son demasiado graves para ser contempladas sobriamente, manden al payaso”.
Eso mismo podría decirse del Salvini que se hace selfies en bañador en las playas, jaleado como “¡Capitano! ¡Capitano!”, mientras intenta tumbar al gobierno del que forma parte, para intentar capitalizar en las urnas la política anti humanitaria que bloquea a la UE en el Mediterráneo. “Ride, Pagliaccio!”. O, por supuesto, del Trump que, después de haber jaleado a los espontáneos que gritaban en sus mítines que había que acabar “a tiros” con la inmigración ilegal, ha culpado a las enfermedades mentales -¡y a los videojuegos!; “Ride, Pagliaccio!- de que alguien se haya tomado en El Paso el mal chiste al pie de la letra.
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“La commedia è finita!”, exclama desgarradoramente el payaso Canio, blandiendo el arma con la que ha asesinado a su esposa, enamorada de otro, mientras cae el telón de Pagliacci. Cuando vemos encenderse señales de alarma como las que afectan a las relaciones de Estados Unidos con China, Rusia e Irán; las que advierten de un colapso de la Unión Europea, minada por la dañina zapa de Johnson y Salvini, amén de por la creciente debilidad de Merkel y Macron; o, no digamos, las que anuncian una nueva recesión de la economía mundial, con muchos menos recursos en los bancos centrales que hace una década para combatirla, parece lógico preguntarse cuantas de las comedias que forman parte de la desligada purrusalda en que se ha convertido el supuesto orden internacional, terminarán igualmente en tragedia.
Siempre que se cita la famosa reconvención de Ortega, ante las primeras Cortes de la República, reclamando que nadie viniera a hacer “ni el payaso, ni el tenor, ni el jabalí” suele ponerse el énfasis en los colmillos retorcidos, la mirada aviesa y el revanchismo existencial que caracteriza a los émulos de la tercera especie. Pero en esta sociedad idiotizada por la televisión, las redes sociales y la volátil banalidad de los propios mensajes políticos puede resultar mucho más peligrosa la cabriola del payaso que la arremetida del jabalí.
El chiste xenófobo, la caricatura maniquea, el eslogan victimista, la ocurrencia difamadora, la exageración insultante y, por supuesto, la manipulación informativa son más útiles como banderines de enganche del populismo que cualquier redoble de tambor de muchachos uniformados.
Los líderes políticos españoles deberían aprovechar la pausa de esta semana de agosto para reflexionar sobre el mundo que nos rodea, sobre la situación de nuestras empresas, sobre los peligros que acechan a los ciudadanos, antes de volver de vacaciones y tomar la decisión -la suma de indecisiones más bien- que lleva camino de prolongar la inestabilidad política, mediante un nuevo proceso electoral, convocado en el peor de los momentos.