El debate sobre las causas de la Primera Guerra Mundial ocupó durante décadas a los más variados especialistas. ¿Cómo era posible que el asesinato de una persona en Sarajevo -por muy heredero del Imperio Austrohúngaro que fuera- hubiera desencadenado una frenética reacción en cadena que, en cuestión de cuatro años, movilizó a 70 millones de combatientes y dejó más de diez millones de cadáveres?
Se trataba de identificar el agente ignífugo, equivalente al pavimento de madera de las calles de Chicago, que propagó el gran incendio de 1871 cuando una vaca golpeó un quinqué, el quinqué cayó sobre la paja, la paja hizo arder todo el establo y pronto estuvieron en llamas dieciocho mil casas. Cuando unos expertos ponían el foco en las figuras dinásticas y personalidades políticas enfrentadas y otros en los aspectos socioeconómicos del conflicto, el historiador AJP Taylor, famoso por las pajaritas que realzaban su aspecto académico en sus charlas en la BBC y su adhesión al Partido Laborista, irrumpió con una innovadora teoría: la culpa fue de los horarios de los trenes.
Tal y como terminó desarrollándola, en una fascinante monografía publicada en 1969, con el título War by Timetable, su tesis era que la logística, inherente a la movilización de tropas, había condicionado los acontecimientos y determinado el desenlace. De esa manera, lo que comenzó siendo un mero despliegue de músculo militar en la arena política y diplomática, encaminado a disuadir al adversario, terminó generando una dinámica propia que escapó del control de los líderes. Ni que decir tiene que tan plausible interpretación ha planeado, desde entonces, como un terrible augurio sobre la carrera nuclear, también presentada por sus avalistas como un deterrente recíproco.
Aunque la traducción más coloquial de "timetable" sería, en efecto, horario, lo pertinente, en sentido estricto, es hablar de calendario. En una época en que el transporte de tropas dependía casi exclusivamente del ferrocarril, el Estado Mayor de cada ejército había trabajado durante años en planes minuciosos, basados en las distancias, el número de convoyes y la cadencia de los mismos, para calcular cuántos días necesitaba para colocar cuántos soldados en cuántos lugares. Eso implicaba saber el número de vagones que debía pasar bajo un determinado puente a una hora de un día concreto.
Si el asunto era complejo para todos los potenciales contendientes, en el caso de Alemania se complicaba doblemente por la necesidad de planificar una guerra en dos frentes: en el occidental contra Francia e Inglaterra, en el oriental contra Rusia. El mariscal Moltke había heredado, como jefe de los ejércitos del Kaiser, el 'plan Schlieffen' -ideado por uno de los discípulos de Clausewitz que le antecedieron-, consistente en golpear primero fulminantemente a Francia, para dejarla fuera de combate, y ocuparse luego de Rusia.
"Una vez que la decisión de declarar la guerra estaba tomada, ya no había medio humano de detener la cuenta atrás"
En líneas generales, es lo mismo que intentaría Hitler con su Blitzkrieg de 1940 y su Operación Barbarroja de 1941, pero en el 14 todo dependía, como digo, de los trenes, y una vez que la decisión de declarar la guerra estaba tomada, ya no había medio humano de detener la cuenta atrás para alterar los planes. Entre otras razones porque, en el caso de Alemania, eso hubiera implicado mover convoyes en sentidos opuestos en las mismas vías.
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Algo muy parecido le ha ocurrido al Estado Mayor del PSOE de Pedro Sánchez. Las más absurdas, innecesarias e irresponsables de las cuatro elecciones generales convocadas en menos de cuatro años van a celebrarse el 10 de noviembre, por culpa del calendario. O para ser más exactos, de "su" calendario. Por culpa de su gestión de los tiempos, de su "timetable".
Esto no significa que Sánchez, Calvo, Ábalos, Lastra y Redondo sean los únicos que merezcan severos reproches por lo ocurrido, ni mucho menos. Suele decirse que "la culpa se murió soltera porque nadie la quería". Tanto Rivera e Iglesias por su maximalismo y sus bandazos, como Casado por su pasividad, son corresponsables del desastre. Pero, dentro de esta concurrencia de culpas, ha sido la rigidez de los estrategas socialistas, a la hora de planificar su camino hacia las urnas, la que ha terminado por hacerlas inexorables.
Cuesta entender cómo personas tan inteligentes han programado su itinerario de manera tan poco previsora de movimientos ajenos altamente verosímiles, han demostrado tan poca cintura ante la evolución de los acontecimientos y han acabado siendo rehenes de su propio determinismo.
Lo más patético del caso es que, al final, el único propósito factible de la repetición electoral va a ser el de mantener abiertas en noviembre -ya veremos si con mejor o peor correlación de fuerzas- las dos ventanas de oportunidad que Sánchez ha desaprovechado en julio con Podemos y en septiembre con Ciudadanos. O sea, que solo iremos a votar para volver a la casilla de salida.
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Recapitulemos. Por muy aparatosos que fueran los gritos de "¡con Rivera no!", bajo el balcón de Ferraz, Sánchez se cuidó muy mucho de dejar todas sus opciones abiertas tras la noche electoral porque no quería otorgar a Iglesias -y menos aún a los separatistas- la llave de la investidura. Mucho más aparatosos fueron los gritos de "¡Pujol, enano, habla castellano", bajo el balcón de Génova, en el 96, y precedieron en sólo unas semanas al pacto del Majestic que propició la investidura de Aznar.
"Por muy aparatosos que fueran los gritos de '¡con Rivera no!', Sánchez se cuidó muy mucho de dejar todas sus opciones abiertas"
La rotunda promesa electoral del líder de Ciudadanos de no contribuir a que Sánchez siguiera en la Moncloa hacía inviable todo acercamiento antes de las municipales -máxime cuando Rivera pretendía desbancar al PP como fuerza hegemónica en la oposición-, pero todos dábamos por hecho que su posición se flexibilizaría a partir de junio.
Aunque no hubo sorpasso y ese viraje no llegaba, prácticamente durante un mes, Sánchez y su equipo intentaron construir un escenario que coadyuvara a la abstención de Rivera. Y/o, subsidiariamente, a la de Casado. Fue entonces, concretamente el lunes 10 de junio, a primera hora de la tarde, cuando uno de los principales colaboradores del presidente escribió de su puño y letra tres palabras en un folio: "Cataluña", "Navarra" y "fiscalidad".
Eran los tres asuntos sobre los que el PSOE estaba dispuesto a negociar. Exactamente los tres asuntos que Rivera ha planteado tres meses después, recibiendo la evasiva por respuesta.
En junio Ciudadanos ni siquiera quiso sentarse a negociar y en septiembre el PSOE le ha pagado con la misma moneda. Si Rivera hubiera formulado sus exigencias en la primavera, la investidura se habría producido en verano y no habría que esperar a las urnas del otoño para que se forme gobierno en invierno.
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La prueba de que el pacto con Ciudadanos estaba en el horno del sanchismo es que Moncloa y Ferraz llegaron a redactar un requerimiento dirigido a la ejecutiva del Partido Socialista de Navarra, que en la práctica le hubiera impedido consumar su tortuoso acuerdo con Geora Bai y Podemos, al pairo de la abstención de Bildu. Pese a que los nuevos estatutos del PSOE dan ahora mucho más poder a las bases, Sánchez estaba dispuesto a afrontar una crisis en el PSN, como la que hace doce años desembocó en la dimisión de Fernando Puras y su equipo, aun a costa de tener que volver a imponer una gestora.
¿Por qué no lo hizo? ¿Por qué ni siquiera se llegó a mandar el requerimiento? Pues porque tan obcecado como lo estaba Rivera con el "plan Sánchez", terminó estándolo Sánchez con el "plan Rivera", aunque hay que reconocer que el líder de Ciudadanos dejó muchas más huellas de su inflexibilidad que el propio presidente.
"Tan obcecado como lo estaba Rivera con el 'plan Sánchez', terminó estándolo Sánchez con el 'plan Rivera'"
El caso es que, dando por hecho que ese convoy había entrado en vía muerta para siempre, el PSOE orientó todos los trenes de su esfuerzo negociador hacia el pacto con Podemos. Eso incluía permitir a María Chivite llegar a la cabecera del gobierno foral, mediante ese juego de alianzas equivalente, de hecho, al de la moción de censura y al que se perfilaba para la investidura.
El gran error de los estrategas socialistas fue no dejar la cuestión navarra abierta, asumiendo el riesgo de afrontar allí una repetición de elecciones. Máxime cuando enseguida vieron claro que Iglesias iba a exigirles mucho más de lo que estaban dispuesto a darle. Pero no fueron capaces de escapar ni a la rigidez del calendario ni a la de su propio cartesianismo político.
Sánchez dice ahora que "no dormiría" si tuviera ministros de Podemos. Tal vez por eso respiró cuando, después de aquella noche de debilidad en la que el PSOE ofreció por escrito una Vicepresidencia y tres ministerios, 'el Coletas' se pasó de frenada, pretendiendo doblegarle en el circo del hemiciclo. La jaula estaba bien pero, además, quería el chocolate del loro de las políticas activas de empleo. "Que se dejen de chorradas", whatsapeó Sánchez a sus titubeantes ministros, activando de hecho el reloj de la guerra en las trincheras de las urnas.
Tras el fiasco parlamentario, Sánchez retiró su oferta y en los primeros días de agosto ordenó a Abalos y sus coroneles de Ferraz que pusieran en marcha la maquinaria electoral, movilizando a la militancia en torno a un relato de lo ocurrido, encargando lemas, vídeos y carteles, y engrasando los ejes de los medios públicos o afines. La propia agenda internacional del presidente se programó desde esa perspectiva, de forma que este lunes 23, en el que teóricamente debería haberse producido la decisiva segunda votación de un nuevo intento de investidura, no estará en la Carrera de San Jerónimo sino en Nueva York.
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A muchos españoles les cuesta entender que Sánchez no haya mantenido en septiembre el ofrecimiento de gobierno de coalición que hizo a Iglesias en julio. Pero más les costaría entender su negativa a tan siquiera considerar las tres exigencias que Rivera esbozó el pasado lunes, si supieran que se corresponden milimétricamente con las que el PSOE estaba dispuesto a negociar en junio. Teniendo en cuenta, además, que las referidas a Cataluña y los impuestos podían zanjarse con sendas declaraciones de compromiso y que, en relación a Navarra, existían fórmulas que hubieran permitido salvar incluso la presidencia de Chivite.
"'Que se dejen de chorradas', whatsapeó Sánchez a sus titubeantes ministros, activando de hecho el reloj de la guerra"
Es cierto que la rectificación de Rivera, en forma de emplazamiento a Sánchez, ha llegado abruptamente, al filo de la campana. Y puede alegarse que es un movimiento táctico, encaminado a reconducir el desgaste reflejado en las encuestas y en las críticas de quienes empezaban a ver en su tozudez un extraño caso de precoz andropausia política.
Pero al demonio hay que atraparlo por el rabo, el retorno del hijo pródigo merece un buen cordero y a la novia a la fuga se la recibe con el mejor abrazo, si se da la vuelta. El PSOE debería haber estado preparado para esa eventualidad. Era una oportunidad real de que este fin de semana hubiera habido investidura. El problema es que cuando la flecha de la repetición electoral estaba ya en el arco de la decisión política, tomada cinco semanas atrás, era inexorable que se disparara.
Eso es lo que también ocurrió en 1914 porque, como escribió Barbara Tuchman en Los cañones de agosto -el libro que Kennedy estaba leyendo en plena crisis de los misiles cubanos- "el ímpetu de los planes existentes es siempre más fuerte que el impulso para cambiarlos". La combinación entre un calendario cerrado y la cerrazón mental de quienes debían gestionarlo desembocó entonces en la carnicería de las ametralladoras y bayonetas en medio del barro. Ahora nos espera la de las descalificaciones gruesas y los tópicos para tontos en el fango de los mítines. Con el grave riesgo de que, cuando se despeje el campo de batalla, tanto destrozo no haya servido para nada y el balance de la contienda pueda resumirse con la misma palabra que cierra el libro de la gran historiadora norteamericana: "Decepción".