¿Qué me pasa, doctor? ¿Y sobre todo, por qué me pasa, doctor? Le prometo que pongo toda mi buena voluntad, mi actitud más constructiva, al repasar la reunión de Barcelona entre Sánchez y Torra; pero por mucho que intento que me guste lo que veo, no sólo no lo consigo sino que, cuanto más me fijo, peor, casi diría que más monstruoso me parece.
Es un drama, doctor, porque leo otros medios de comunicación, veo las televisiones, escucho las radios, oigo declaraciones de personas por las que siento respeto y estima, me reúno, ávido de argumentos positivos, con este o aquel otro, viajo a Barcelona en pos de la empatía con grandes periodistas o editores y me doy cuenta de que ellos ven cosas buenas en lo sucedido el jueves e incluso que encaran con optimismo la puesta en marcha de la Mesa de Negociación, prevista para este mes; pero yo no lo consigo.
Empezando por el formato de la reunión. Donde ellos ven normalidad, yo no puedo evitar percibir anomalía. Desde luego, en la asunción de la bilateralidad y toda su parafernalia escénica, revista de los Mossos incluida. Eso es lo propio de una relación entre iguales, entre dos estados vecinos, entre dos naciones soberanas, cuando el anfitrión extrema tanto más el boato y la cordialidad en las formas cuanto más graves son los desacuerdos con su invitado. Cuando corresponde a la diplomacia, con sus gestos, allanar el camino para una negociación que evite que un "conflicto político" derive en una guerra comercial o directamente en una confrontación armada.
Y claro que hay un "conflicto político" que dirimir, pero no entre Cataluña y España sino entre el separatismo catalán y el constitucionalismo español que incluye a media Cataluña. O sea, entre ese diez o quince por ciento, si incluimos al separatismo vasco y gallego, de españoles que, en feliz expresión de Madariaga, "se creen no serlo", y el ochenta y cinco o noventa por ciento restante.
La clave de ese conflicto no reside, a mi entender, ni en la imposición del yugo español sobre una imaginaria soberanía catalana, ni en la falta de reconocimiento de una identidad diferenciada, ni menos aún en pretendidos agravios como la sentencia del Constitucional sobre el Estatut, el desequilibrio fiscal, el déficit de inversiones o la "judicialización" del procés, sino en todo lo contrario.
Todo parte, a mi modo de ver, de la desleal utilización de las instituciones democráticas por una minoría, de ideología reaccionaria, que ha aprovechado las transferencias del Estado en Cultura y Educación, el control de los medios de comunicación públicos y su capacidad de chantaje en el Congreso de los Diputados para desarrollar, durante cuatro décadas, un proyecto insolidario de carácter supremacista, basado en el enfrentamiento primero y la ruptura después con el resto de España.
Lo que se ha venido produciendo ante nuestras narices es un típico proceso de "nation building", sin un correlato real con la Historia, ni fundamento legal alguno. Y si lo que empezó siendo un banderín de enganche archiminoritario ha terminado convirtiéndose en la inmensa estelada que guía a un movimiento de masas es porque, durante todo ese lapso de tiempo -cuarenta años dan para mucho-, los gobiernos constitucionales que vivían al día, han permitido el adoctrinamiento y manipulación acumulativa de la población catalana por parte de esas élites xenófobas, sin buscar el remedio ni por la vía legal ni por la política.
La clave de ese conflicto parte de la desleal utilización de las instituciones democráticas por una minoría, de ideología reaccionaria
Lo peor de lo que yo percibo como una degradación pública del presidente del Gobierno de España, en la sede de la Generalitat, en el marco de su "visita de Estado" a Cataluña, es la desaparición del referente constitucional. La escenificación de esa bilateralidad invoca un pacto inexistente entre dos fuentes de soberanía, reemplazando así en el imaginario colectivo la estricta realidad de que el Estado se estructuró en comunidades autónomas para cumplir más eficientemente sus fines. Fue una decisión unilateral de las Cortes Constituyentes, a modo de carta otorgada. Fruto del consenso, sí; pero como expresión de la voluntad de un único soberano que no era, ni es, otro que el pueblo español.
La primera consecuencia de esta transubstanciación del "marco mental" en el que tiene lugar la "deliberación pública", que diría Lakoff, es la centrifugación de la Corona como institución representativa de la España constitucional y de su titular como reo del "delito" de haber intentado defender la legalidad en el más que oportuno, imprescindible discurso del 3 de octubre del 17.
Fue el Rey Felipe quien, ante la inhibición crónica de quien pasará a la Historia, por su falta de proyecto, como presidente de la "España vacía", tuvo que denunciar la "deslealtad" de las autoridades catalanas y transmitir a los españoles constitucionales el mensaje de que no estaban solos. Que ahora tenga que pagar por ello la pena de ostracismo en gran parte del territorio nacional y se vea arrinconado en su propio Palacio, como un estorbo, por un presidente con sobrevenidas ínfulas de estadista, es algo que me repugna desde lo más profundo de mi republicanismo cívico.
No sé qué me pasa, doctor, pero yo tampoco puedo mirar a Torra con esa benevolencia que rezuman tantos análisis contemporizadores. Será porque conservo aquel libro ingenuo, De quan les bèsties parlaven, que le sirvió de incomprensible inspiración para describir el "odio perturbado, nauseabundo, como de dentadura postiza" de los catalanes que hablan castellano. Será porque recuerdo sus arengas a los CDR, en plena kale borroka a la catalana -"¡Apretad, hacéis bien en apretar!"- o su desafiante declaración, remedando a los etarras -"Bienvenida sea la condena"- ante el tribunal que le juzgó por desobediencia. O será, simplemente, porque concuerdo con la definición de un tal Pedro Sánchez, cuando hace menos de dos años, dijo que Torra era "el Le Pen español".
Tampoco puedo ignorar, por mucho que me empeñe, o que me fije en las reverencias estratégicas ajenas, que se trata de un delincuente condenado a dos años de cárcel e inhabilitación que sólo sigue ostentando su cargo institucional a modo de okupa, usurpador o, como mínimo, interino, a la espera de que la sentencia sea firme. Y que en todo momento ha sido un dócil lacayo a las órdenes de un prófugo de la Justicia, al que, si fuera juzgado hoy, le caerían los mismos 13 años de cárcel que le cayeron a Junqueras.
Y respecto al propio Sánchez, qué quiere que le diga, doctor, me encantaría, me ilusionaría, me convendría mucho ensalzar su realismo pragmático cuando se encadena al "diálogo", alegando que "con la ley no basta", pero al escucharle decir eso no puedo evitar acordarme del Robespierre que dictaminó que "la virtud, sin el terror, es impotente". Valiente sentido de la legalidad, si depende de su aceptación dialogada por el que quiere transgredirla, de igual modo que la superioridad moral del orden revolucionario dependía de la guillotina.
Concuerdo con la definición de un tal Pedro Sánchez, cuando hace menos de dos años, dijo que Torra era "el Le Pen español"
Cómo no voy a darme cuenta, doctor, de que estamos al inicio de un "tiempo histórico" nuevo, ante el que, como he hecho durante toda mi vida periodística, procedería conceder el beneficio de la duda a un gobernante legítimo. Pero, para sumarme al nuevo coro de los 'ojalateros' que esbozan imaginarias hojas de ruta para la solución del conflicto -¡ojalá baste con la rebaja del Código Penal y una reforma del Estatut sometida a referéndum!-, igual que los cortesanos del pretendiente carlista desplegaban sus planes de campaña desde la retaguardia -¡ojalá la Expedición Real haga no se qué y llegue hasta no sé dónde!-, para creerme a Sánchez, en suma, tendría que olvidarme no ya de lo que decía hace dos años, sino de sus promesas de hace tres meses cuando aseguraba que penalizaría los referendos ilegales y traería preso al jefe de Torra; o incluso de su primer comunicado de la semana pasada, aplazando, por estéril y absurda, la negociación que ahora emprende a uña de caballo.
Todos estos huecos y fragmentos me rondan la cabeza, cual murciélagos turbando el sueño de la razón, cuando lo que yo quiero, en este alba de una legislatura con todos los visos de ser larga, gracias a la utilidad reactiva de Vox, es tener fe en el "diálogo", como instrumento para el "reencuentro" de España y Cataluña, en esa "nación de naciones" que asoma entre la bruma morada, como meca de la igualdad y la sostenibilidad. Le prometo que amanezco cada mañana con bríos nuevos, para fracasar siempre en el intento al declinar el día. ¿Qué me pasa, doctor?
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Mi querido amigo y paciente periodista, o más bien mi querido paciente y amigo periodista o mejor aún, mi paciente amigo y querido periodista: a juzgar por todos los síntomas que describe, usted es víctima de reiterados ataques de tripofobia. No, no se ría. Es verdad que el señor Torra exhibe una panza agradecida, pero no me refiero a que usted tenga aversión a los zampabollos o cualquier otra variedad de personas obesas.
Me sorprende que alguien tan amante del lenguaje y de las palabras raras... ¿De dónde saca usted, por cierto, lo de la "murexida", el "mucílago", la "eudemonología" o la "nankurunaisa"? No sé, alguien se las tendrá que soplar... Por eso me extraña tanto que no sepa usted que la tripofobia es una patología que se caracteriza por el miedo y la repulsión a contemplar cualquier tejido repleto de agujeros.
Mire, vamos a hacer una prueba... Saque el móvil del bolsillo. Es un iPhone, claro. Y de los últimos modelos... El iPhone 11 ¿verdad? Sí, es lo que imaginaba. Dele la vuelta y fíjese en la cámara, en esos tres círculos con un agujerito en el centro. Acérquelos a la vista, concéntrese en ellos... Imagine que en vez de tres, hay treinta, más pequeños y más juntos... ¿Por qué aparta la mirada? Concéntrese, piense que en vez de treinta son trescientos... Trescientos agujeros diminutos como las celdillas de un panal, como las perforaciones de un punzón, como las salidas de un hormiguero gigante. Aguante, no retire el móvil. ¿Por qué lo aparta? ¿Le da miedo, siente asco, cosquilleos, nauseas? Todo un poco a la vez, ¿verdad? Pues ya tiene el diagnóstico: tripofobia.
Perdóneme, que haya jugado con ventaja. Esta fobia sólo se descubrió en 2005 y todavía queda mucho por investigar sobre ella. Pero cuando usted ha dicho que le atormentaban los "huecos y fragmentos"... Ah, que es una expresión de Vaclav Havel... Pero usted ni siquiera ha citado a Havel, lo que significa que tiene tan interiorizado ese concepto, esa manera exigente de ver la realidad, que le alteran no ya las imperfecciones, que ésas las ha habido siempre, sino la perforación sistemática del que usted considera el canon que ha hecho posible la prosperidad y estabilidad de España.
Usted se siente hijo de la Transición, y le angustia pensar que ese templo sea profanado; también siente vértigo de que podamos volver a las andadas cainitas
Usted tiene dos problemas: por una parte, se siente hijo y partícipe de la Transición, está orgulloso de sus logros y le angustia pensar que ese templo de la concordia pueda ser profanado por los mercaderes y destruido por los demagogos; en segundo lugar, ha estudiado tanto la Historia de España que siente vértigo al menor síntoma de que podamos volver a las andadas cainitas. Ésos son, a mi parecer, los vectores que activan su tripofobia.
¿Que si tiene cura? Yo más bien le preguntaría si usted quiere curarse. Yo puedo ofrecerle no uno, sino dos tratamientos diferentes. Tenemos, por un lado, la Desensibilización Sistemática. Consiste en que, en lugar de pasar de tres a trescientos agujeros, vayamos aumentando la dosis, poco a poco, forzando su umbral de tolerancia.
Se trataría de que usted dejara de ver todos los males que amenazan a España en su conjunto y que aislara cada aspecto o episodio de los demás, buscando sus aspectos positivos. Que se fije, por ejemplo, en lo bonito que estaba el Palau de la Generalitat, en lo inteligente que fue rendir la música de la pleitesía para aplacar a la fiera del fanatismo, en que, en definitiva, como dicen en Moncloa, "la bandera de España siempre estuvo detrás" o en la suerte del Rey Felipe al tener ahora mucho más tiempo para dedicar a Letizia, Leonor y Sofía.
No parece usted muy entusiasta. Ya... Bueno, el otro camino es el de la Terapia Cognitivo Conductual que tendría como objetivo persuadirle, mediante técnicas de empirismo colaborativo de que no lleva usted razón, ni en la alta estima que siente por la Transición ni menos aún en el temor a cambios rotundos que en realidad son imprescindibles para la causa de la igualdad, la justicia social, el bienestar de las clases populares y la emancipación de los pueblos sojuzgados por el imperialismo español. Empezaríamos con una serie de "diálogos socráticos", sí, es verdad, es verdad, el "diálogo", siempre el "diálogo", guiados por expertos del IPRAS... Ah, no sabe usted que es el IPRAS. Sí, compañero, el Instituto Popular de Reprogramación de Actitudes Sociales. Acaba de constituirse, con Pablo e Irene como copresidentes.
No le veo a usted muy convencido... Hombre, también tendría la posibilidad de dejar de leer, escribir o hablar por la tele, que a su edad ya va siendo hora. ¿Cómo que "the best is yet to come"? ¿Está usted loco? Fíjese en todos esos que, habiendo hecho mucho menos que usted, ya sólo juegan al golf o cultivan su jardín. Ah, que usted no quiere ser un muerto viviente... Pues entonces tendrá que conformarse con ser un vivo muriente. Como cualquier adolescente. ¿Igual que la España constitucional? Pues, a lo mejor. Mire, consúltelo con la almohada y vuelva usted mañana.