Este sábado todo ha empeorado mucho más porque Sánchez ha tomado decisiones de consecuencias tremendas, sin pactarlas ni con la oposición ni con los empresarios, ni plantearlas ante el Parlamento. Pero el debate sobre la prórroga del estado de alarma ya había sido, setenta y dos horas antes, el más deprimente de la historia de nuestra democracia.
No sólo por la visión semidesértica del hemiciclo -no hay nada tan antinatural como un parlamento vacío- o por las cifras dramáticas y rampantes de infectados, hospitalizados en condiciones precarias y cadáveres despojados de toda dignidad sobre los que tocaba debatir. Sino sobre todo por la falta de un horizonte de colaboración que permita representar en el plano de la política la imprescindible unidad de la Nación para hacer frente a las tragedias concatenadas que se nos avecinan.
El resultado, al filo de las dos de la madrugada, reflejó la desoladora realidad de un gobierno, tambaleante en su autoridad hacia el exterior y su cohesión interna, que ha sustituido el apoyo de algunos de sus socios de investidura -Esquerra, Bildu- por la aquiescencia crítica de las fuerzas de oposición. La aprobación por abrumadora mayoría de la extensión del confinamiento de los españoles, hasta el 11 de abril, fue más una resignada expresión de impotencia que el fruto de un consenso sobre lo que se ha hecho y lo que se debe hacer.
En la que fue su octava intervención en dos semanas, Sánchez apareció más abatido e irritado que nunca, abrumado sin duda por la losa de unas cifras que ni siquiera trató de explicar. ¿Cómo es posible que España acumule el 20% de las víctimas mortales del planeta por coronavirus y más del 10% de los casos diagnosticados? ¿Por qué el número de fallecimientos en nuestro país duplica el de Alemania, Francia, Gran Bretaña y Portugal juntos? Son preguntas que, ineludiblemente, exigen respuestas.
Son preguntas que, ineludiblemente, exigen respuestas. Sánchez volvió a eludirlas este sábado, remitiéndonos a una estrafalaria teoría sobre la itinerancia del virus.
El presidente sigue escudándose en el seguimiento de las directrices de la Organización Mundial de la Salud, pero eso no viene sino a agrandar su descomunal problema de credibilidad. ¿Acaso la OMS hizo a España recomendaciones diferentes de las que recibieron los demás países?
El hecho de que aún seamos superados por Italia, en ese ranking fatídico, no atenúa la patente imprevisión de las semanas críticas de finales de febrero y primeros de marzo, sino que en realidad la agrava. Indica que, ni siquiera cuando vimos pelar las barbas de un vecino tan próximo, fuimos capaces de poner las nuestras a remojar a tiempo.
Los españoles merecían una explicación y Sánchez ha desaprovechado dos oportunidades clave -miércoles y sábado- para intentar dársela. Todo sugiere que la infección de su esposa y tres de sus ministras, asistentes a la manifestación del 8-M, le ha llevado a interiorizar la metonimia por la que la extrema derecha ha tomado la parte por el todo, generando un sentimiento de culpa que actúa como bloqueador de lo que debía ser una razonable autocrítica.
El Gobierno se equivocó al no prohibir todas las concentraciones de ese fin de semana, fueran de carácter reivindicativo, político, lúdico, deportivo o cultural. Tuvo mal asesoramiento científico y es probable que el radicalismo que anida en su seno contribuyera a nublar su buen juicio.
Esto no es algo que convenga dilucidar en los tribunales y ya es desdicha que la denuncia presentada contra el delegado del Gobierno en Madrid haya recaído en la misma juez que pretendió convertir en delincuente a Pablo Casado por haber tenido enchufe en su máster. Pero el debate sería muy distinto si Sánchez empezara por reconocer lo ocurrido y pedir perdón a los españoles por el terrible daño que su error de criterio viene causando exponencialmente desde entonces.
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Decía Bismarck que un estadista es el que pone la oreja sobre la hierba y escucha a tiempo el sonido de los cascos del caballo de la historia, cuando se acerca al galope. Es innegable que, tras lo sucedido en China, esta vez se oían hasta los relinchos de desesperación, pero Sánchez estaba demasiado distraído por la espuma de los días -cortejo de Torra incluido- como para agacharse a escuchar el mensaje del lacerante porvenir.
El Gobierno se equivocó al no prohibir todas las concentraciones de ese fin de semana, fueran de carácter reivindicativo, lúdico o deportivo
Había y hay una única manera de absorber esa culpa: mutualizándola, junto con las -en ningún caso comparables- contraídas por los gobiernos anteriores, tanto del PSOE como del PP, tanto centrales como autonómicos, que recortaron o dejaron de invertir en Sanidad y dejaron al Estado sin resortes para responder eficazmente a una emergencia. Es probable que lo que les ha ocurrido a Sánchez y sus ministros, le hubiera ocurrido igual a un ejecutivo encabezado por Casado y su guardia de corps, pero, claro, el agit-prop político-mediático de la izquierda lo inundaría todo, llamándoles "asesinos" hasta obligarles a dimitir.
En España siempre se ha gobernado al día, sin planificación ni proyectos de medio plazo. Por "repugnante" que, con razón, le parezca al primer ministro portugués que Holanda plantee ahora el asunto, hay que preguntarse en qué y por qué hemos fallado. La repentina carencia de respiradores, mascarillas y test no es solo fruto del despiste de unos pocos días, sino resultado de decisiones de muchos años, empezando por la transferencia de las competencias de Sanidad a las autonomías, sin financiación adecuada ni red de seguridad nacional suficiente.
Sólo un Gobierno de Unidad Nacional, capaz de aparcar los respectivos reproches, y convertir la confrontación en colaboración, permitiría superar las pésimas vibraciones que nuestra clase política está transmitiendo a la ciudadanía. El espectáculo de la otra noche, con Pablo Iglesias escuchando, como quien oye llover, las fundadas imprecaciones por la inclusión de matute de su habilitación para acceder a los secretos del CNI como parte de las medidas urgentes para luchar contra el coronavirus, es de los que desmoralizan a cualquiera. Que ni siquiera tuviera reflejos para renunciar temporalmente a esa prebenda, en aras de facilitar la digestión del estado de alarma, indica no ya egoísmo supino, sino un nivel de esclerosis política inaudito en alguien de su anterior audacia.
Mi reflexión sobre la crisis de los test defectuosos va en paralelo. El gobierno es sin duda responsable de la monumental pifia cometida, pero las circunstancias explican, o al menos contextualizan, lo ocurrido. ¿Qué aporta a la solución del problema la petición de dimisión de Illa que acaba de formular el PP, siguiendo el camino que ya emprendió Vox, disparando a bulto contra medio gabinete, cuando aún no se había producido el fiasco?
La consecuencia directa de este grave resbalón es que aleja un poco más el final de la pesadilla del confinamiento masivo, pues es evidente que aunque se aplane la curva de contagios y fallecimientos, sólo cuando se practiquen de forma masiva y fiable los test podrán reanudarse de forma selectiva y progresiva los contactos sociales. Pensar que el 11 de abril volveremos a la normalidad es acariciar una quimera.
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Todo sugiere que habrá que prorrogar de nuevo el estado de alarma, al menos hasta finales de abril, quién sabe si manteniendo los términos draconianos anunciados este sábado por Sánchez. Esa sería la situación límite, en la que toda España entendería y aplaudiría que Sánchez formara un Gobierno de Concentración con Pablo Casado, Inés Arrimadas y tal vez Ana Pastor, como médica y ex ministra de Sanidad, en su núcleo duro. Acaba de perder otra oportunidad de oro de plantearlo.
¿Qué aporta la petición de dimisión de Illa formulada por el PP, disparando contra medio gabinete, cuando aún no se había producido el fiasco?
Se trataría de un auténtico Gabinete de Guerra de no más de doce miembros, incluidos los actuales vicepresidentes y algunos de los ministros que ahora encarnan la autoridad única. Los demás podrían formar un segundo escalón de ministros y secretarios de Estado, en el que sería conveniente contar con representantes del PNV, Esquerra o incluso Vox, si se prestan a ello.
Alguien dirá que esta insistencia en promover una fórmula tan excepcional, cuando no existe el menor indicio de que Sánchez esté dispuesto a compartir el poder y el protagonismo, es uno de esos esfuerzos inútiles que conducen a la melancolía e incluso no faltará quien me compare con el tonto que coge una linde y sigue en su obcecación, hasta cuando se acaba la linde.
Pero prefiero ser la voz que clame en el desierto y aquel de quien se rían los instalados en el inmovilismo sectario mientras el barco se hunde, antes que arrugarme y enrollarme sobre mí mismo como esos pobres pangolines, a los que sólo les resta esperar a que escampe la epidemia de la que son presuntos transmisores y víctimas.
La gran virtualidad del Gobierno de Unidad Nacional es que trasladaría, según la legendaria fórmula de Adolfo Suárez, a la España oficial lo que ya es normal en la España real. O sea, la solidaridad que se ha contagiado desde los magnates que han hecho grandes donaciones y los presidentes del Ibex que han reducido su sueldo a la mitad, a todos esos vecinos solidarios que atienden a las personas impedidas y solas; desde los empresarios que han reconvertido hoteles en hospitales, a los sanitarios que se vuelcan en su tarea pese al riesgo creciente de contagio; desde los empleados de las industrias básicas y las cadenas de distribución, a los periodistas que, sin reparar en síntomas ni declives publicitarios, cumplen con su deber de informar siete días por semana. Esa España de los balcones y ventanas, unida en el temor y la esperanza, y escandalizada a la vez por las querellas y cortedad de miras de los políticos.
En términos prácticos ese Gabinete de Guerra podría aunar todas las fuerzas de la administración central, los gobiernos autonómicos y los ayuntamientos, sin las disfunciones detectadas hasta ahora. También podría reforzar nuestra posición ante la Unión Europea, a la hora de exigir la puesta en marcha de los 'coronabonos' que permitan financiar el ingente déficit que vamos a echarnos a las espaldas.
Porque tras la devastadora crisis sanitaria ya acecha una crisis económica de efectos incalculables. Después de escuchar estos días los mensajes de miembros del Gobierno o asimilados como Irene Montero, Echenique o Rufián estremece pensar en la nueva catástrofe a la que nos arrastraría cualquier programa de salida de la crisis, basado en su demagogia barata contra el capitalismo, el derecho a la propiedad, la Sanidad privada y "los de siempre". Si por ellos fuera, ya sólo habría empresas cerradas o nacionalizadas y ninguna receta económica dejaría de incluir la expresión "nuevos impuestos".
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Como advirtió el diputado del PP, Mario Garcés, en su brillante intervención en el debate sobre los decretos económicos, es obvio que esos elementos gubernamentales han visto en la pandemia "una puerta abierta a un cambio de modelo", en detrimento de la libertad de empresa. Eso es lo que abruptamente significa la decisión del Consejo de Ministros de este viernes de prohibir los despidos e imponer la prórroga de los contratos temporales, ofreciendo el único cauce de los ERTE para congelar cautelarmente el mercado laboral. Y con la coletilla añadida de que, quien despida en los seis meses posteriores, perderá los beneficios de su aplicación.
Estremece pensar en la catástrofe a la que nos arrastraría un programa basado en su demagogia barata contra el capitalismo
Sólo faltaban estos quince días de "permisos retribuidos recuperables" en los que lo contante y sonante será la "retribución" -sin entrada ninguna en la caja de las empresas- y lo etéreo e indefinido la "recuperación".
Son medidas bolivarianas que ponen entre la espada y la pared a todos los empresarios y les privan de sus derechos, nacionalizando de facto el sistema productivo. El que no haya contrapartida alguna que disminuya la carga fiscal ni de los individuos ni de las empresas o autónomos, en forma de aplazamiento del pago del IRPF o rebaja de las cotizaciones sociales, como si no se atisbara un escenario de dramática caída de los ingresos que sólo podría aliviarse vía reducción de costes, corrobora que hay un ala radical del gobierno, dispuesta a aprovechar la epidemia para impulsar una revolución colectivista. A la ministra de Trabajo que advirtió que no se va a permitir a los empresarios "utilizar el Covid-19 para despedir", le faltó añadir que también se les impedirá quebrar por decreto. E incluso morirse sin pagar antes las nóminas.
¿Dónde están Calviño, Ábalos o Escrivá? De repente ha tomado cuerpo un escenario en el que Sánchez parece que trata de tapar su responsabilidad por los diez mil o quince mil muertos, quien sabe si más, que van a terminar pavimentando su gestión, huyendo hacia delante con las recetas de Pablo Iglesias, Irene Montero y Echenique, aderezadas por Errejón, Rufián y los de Bildu, como si los culpables de no haber visto lo que se nos venía encima fueran los banqueros, las eléctricas y, por supuesto, los empresarios de la Sanidad privada.
Imaginar unos presupuestos con esos mimbres, plagados además de concesiones al separatismo, sería cimentar una catástrofe sobre otra, y adentrarnos en el valle oscuro de una España como la de los años treinta del siglo pasado. Sánchez tiene razón en que nuestra prioridad es "ganar tiempo" a la espera de que se descubra la vacuna contra el coronavirus. Mientras eso sucede, vacunémonos al menos con la receta de la unidad contra el virus del resentimiento y la destrucción del orden social que cada día inoculan sus compañeros de viaje. Yo, al menos, no dejaré de pedirlo, incluso en una hora tan lóbrega como ésta.