En el primer capítulo de El Maestro y Margarita, Bulgakov relata la llegada del diablo al Moscú de los tiempos de Stalin, bajo la apariencia de un sofisticado extranjero de acento alemán llamado Vóland, con un ojo negro y otro verde. Le acompaña una troupe satánica, en la que destacan el gato parlante Beguemot y la pálida Abadonna que mata con la mirada.

Ilustración: Javier Muñoz

Casi lo primero que hace Vóland, trasunto de Mefistófeles en esta recreación del mito de Fausto, es teorizar sobre la fragilidad del poder. "Perdone usted, para dirigir algo es preciso contar con un futuro más o menos previsible; y dígame: ¿cómo podría estar este gobierno en manos de un hombre que no sólo es incapaz de elaborar un plan para un plazo tan irrisorio como mil años, sino que ni siquiera está seguro de su propio día de mañana?", advierte a un poeta que firma como "Desamparado".

Y ante la sorpresa del periodista Berlioz, añade: "Figúrese, por ejemplo, que es usted el que va a disponer de sí mismo y de los demás, y que poco a poco le toma gusto; pero de pronto... resulta que usted... humm... tiene un sarcoma pulmonar. Pues sí, un sarcoma... ¡Y se acabó su capacidad de gobierno! Todo lo que no sea su propia vida dejará de interesarle".

¿Qué ocurrirá entonces? Frunciendo su fría mirada bicolor y acariciando el pomo de su bastón, Satán describe la decadencia del gobernante en su fase de muerto viviente: "La familia empieza a engañarle; y usted, dándose cuenta de que hay algo raro, se lanza a consultar con grandes médicos, luego con charlatanes y, a veces, incluso con videntes. Las tres medidas son absurdas, y usted lo sabe. El fin de todo esto es trágico. El que hace muy poco se sabía con el poder en las manos, se encuentra de pronto inmóvil en una caja de madera; y los que le rodean, conscientes de su inutilidad, le queman en un horno".

Si hasta al más brutal de los dictadores podía pasarle eso, qué decir de la debilidad consustancial al gobierno parlamentario de una democracia, en el que las legislaturas no duran mil años, ni siquiera los treinta de Stalin o los cuarenta de Franco, sino un máximo de cuatro y desde la de 2011, no se ha completado ninguna.

Aunque hablemos de todo esto en el transcurso de una pandemia que se manifiesta en forma de neumonía bilateral y ha llevado a más de treinta mil compatriotas a la muerte y el crematorio, lo del "sarcoma pulmonar", la "caja de madera" y el "horno" no dejan de ser metáforas del carácter efímero de cualquier proyecto de poder. Desde la Transición, les ha pasado a todos: Suárez, Calvo Sotelo, González, Aznar, Zapatero, Rajoy... Hoy estás arriba, pero mañana puedes tropezar o ser alcanzado por un rayo, tambalearte y caer. En un abrir y cerrar de ojos, adiós Mariano.

Los que rodean al gobernante, los que forman su camarilla, su círculo de confianza -y por supuesto el PNV- son los primeros que comienzan a oler la sangre. Y a medida que eso trasciende y un cada vez mayor número de gente va adquiriendo conciencia de que el jefe está herido de gravedad, la situación se vuelve irreversible, por mucho que él intente recurrir a "médicos", "charlatanes" y "videntes". El interregno del pato cojo puede estar reglado o no, puede durar semanas, meses o incluso años. Pero en cuanto el diagnóstico se generaliza, todo el mundo en la villa y corte empieza a posicionarse de cara a lo que vendrá después.

Hoy estás arriba, pero mañana puedes tropezar o ser alcanzado por un rayo, tambalearte y caer. En un abrir y cerrar de ojos, adiós Mariano

¿Ha ocurrido eso ya con Pedro Sánchez? Todavía no, pero esta semana han brotado múltiples indicios de que puede empezar a suceder. Bastará con que la cada vez más extendida percepción de que este gobierno lo hace todo mal, se transforme en el convencimiento de que la incapacidad de hacer nada bien emana armónica e inexorablemente de su composición, idiosincrasia y liderazgo.

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Durante las semanas que ha durado el confinamiento, hemos asistido a un titánico pulso entre la propaganda gubernamental y la realidad de los hechos. No podemos decir que ninguno de los dos contendientes haya doblegado aún al otro pero, a pesar de todo el talento que reúne y los muchos intereses que maneja, el músculo de la maquinaria monclovita ha comenzado a flexionar bajo la inapelable fuerza bruta del devenir fáctico.

Los ciudadanos ya saben que Sánchez es el gobernante del mundo que más ha hablado de la "guerra" contra la pandemia y menos ha hecho para ganarla. Con él al frente, perdimos la batalla del calendario, la batalla de los respiradores, la batalla de las mascarillas y la batalla del cómputo de muertos. Con él al frente, estamos perdiendo la batalla de los test, la batalla de las series estadísticas y la batalla de las aplicaciones telefónicas como requisito para la desescalada.

Pero eso no es nada para lo que nos espera. Un escalofrío recorre la espina dorsal de la nación al constatar su impotencia ante el hundimiento de la economía, inducido por un confinamiento tardío, a la desesperada y sin matices. Mientras los grandes expertos perciben que la masa monetaria movilizada para la recuperación -ese teórico 20% del PIB que en la práctica puede quedarse en poco más de la mitad- es insuficiente y está siendo pésimamente gestionada, los autónomos y las pymes notan ya en sus propias carnes los efectos de una casuística disparatada.

¿Cómo van a poder mantener los bares y restaurantes sus locales y plantillas, con ocupaciones prolongadas inferiores al 30%? ¿Para qué van a abrir los hoteles, si sus clientes imaginarios sólo podrán proceder de la propia provincia del establecimiento? ¿De qué habrán servido los ERTE, si la condición para despedir a alguien durante los próximos seis meses será devolver su importe?

En eso consiste el vértigo de una sociedad que se ha asomado, el Día del Trabajo, al borde del abismo de un paro del 20%. En el convencimiento de que Sánchez perderá también la batalla de las subvenciones incondicionales de la UE, al comparecer ante sus pares sin el menor crédito en cuanto a disciplina fiscal; perderá también la batalla asistencial para proteger a los más vulnerables, al subsumir la situación de emergencia en la renta básica permanente que desincentivará la búsqueda y creación de empleo; y perderá también la batalla de la reactivación del crecimiento, al negarse a aliviar las cargas tributarias de las empresas para no molestar a su socio de gobierno.

Para colmo, esta semana han vuelto a esfumarse todas las perspectivas de que el bálsamo del consenso sirva para paliar la situación desesperada hacia la que nos encaminamos. Hasta los centristas más inasequibles al desaliento empezamos a darnos cuenta de que Sánchez perderá también la batalla de los pactos con el PP -sean de la Moncloa o del Congreso- porque ni siquiera ha sido capaz de descolgar el teléfono para informar a Casado de sus planes de desescalada; perderá también la batalla de la coordinación de las autonomías porque ha devaluado su papel, al sacar a pasear desde la prepotencia del mando único el viejo fantasma de las provincias como unidades administrativas; y perderá también la batalla de la eficiencia a través de los municipios, porque ha ninguneado a los alcaldes de las grandes ciudades y atado de pies y manos a los de las pequeñas.

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Desde la óptica marxista de Mefistófeles Iglesias, su parlanchín gato Echenique y su pálida Irene Abadonna, la de la mirada asesina, todo va bien encaminado, de derrota en derrota, hasta la victoria final del estallido social que abra la senda a unas jornadas revolucionarias, gestionadas desde el Instituto Smolny de su chalé de Galapagar. Han llegado al gobierno, como el tal Vóland y su satánica troupe a Moscú, con el propósito de promover el caos o al menos la disrupción.

Sánchez perderá también la batalla de los pactos con el PP porque ni siquiera ha sido capaz de descolgar el teléfono para informar a Casado de sus planes 

En cambio, para un aventurero socialdemócrata, con arraigo burgués, como Sánchez, el riesgo de convertirse en el general que perdió la "guerra" que tuvo que declarar, para camuflar sus garrafales errores como gestor, equivale a ese "sarcoma de pulmón" que le puede meter en el "cajón de madera" de la pérdida del poder, camino del crematorio de la Historia. El sastre funerario de la opinión pública ya está tomándole medidas.

Su reacción instintiva ha sido atrincherarse en el zigurat de la Moncloa, como si fuera uno de esos templos sumerios de forma piramidal, en los que la jerarquía del poder no se mide por el rango formal, sino por la proximidad de cada uno a los aposentos reservados, en la cúpula, a la naturaleza divina del rey. Por eso Redondo es el vicepresidente primero de facto y Bolaños y Oliver mandan ya más que la mayor parte de los ministros.

Sánchez tiene más que cubierta la cuota de "charlatanes" y "videntes", con las aportaciones de sus iluminados socios podemitas y algún que otro miembro del comité asesor para la desescalada. Pero en lugar de "lanzarse a consultar a grandes médicos" de la gestión empresarial, como ha ocurrido en Italia cuando el primer ministro Conte ha recurrido a mi amigo, el gran Vittorio Colao, se conforma con seguir confiando en el doctor Simón, a quien el contraste entre su conducta y la evolución de los acontecimientos ha desprestigiado por completo.

Con la objetividad que dan ya estas siete semanas de distancia es inaudito que se mantenga como portavoz científico-político del Gobierno a quien dijo el 7 de marzo que no tenía nada que recomendar sobre las manifestaciones del día 8, cuando el 6 había firmado un informe advirtiendo que el virus se transmitía "a distancias de hasta dos metros".

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Vivimos en un sombrío escenario, en el que sólo nos faltaba averiguar que en sus postrimerías como Jefe del Estado, Juan Carlos I transportaba maletines de dinero entre Bahrein y Suiza, como si fuera un sofisticado fullero de Ocean's Eleven, recién salido del casino; y en el que su hijo, Felipe VI, arrinconado por un gobierno que necesita a los separatistas republicanos, pierde el pie del aprobado por primera vez. Tampoco ninguno de los líderes políticos llega ni siquiera al 4.

De ahí, el rayo de esperanza que significa que, precisamente en medio de tanta desolación, un sondeo como el de EL ESPAÑOL/Sociométrica otorgue un notable -nada menos que un 7,2- a un miembro del gobierno como Margarita Robles, por primera vez en cuarenta años de democracia. Ni siquiera Fernández Ordóñez, un político transversal, identificado con el centro izquierda como ella, imbuido de un patriotismo constitucional y racionalista como ella, apegado de forma inquebrantable al espíritu y la letra de las leyes como ella, llegó a conseguir que el CIS de entonces le diera una nota tan alta.

Sánchez tiene más que cubierta la cuota de "charlatanes" y "videntes", con las aportaciones de sus iluminados socios podemitas

"¿Pero qué ha hecho Margarita Robles para que la valoren tanto?", me preguntaba el otro día, con escepticismo, un amigo socialista. Es obvio que esas últimas décimas que transforman el aprobado en notable han sido el fruto de la humanidad, la empatía con el dolor ajeno, que reflejaron sus lágrimas sobre la mascarilla, al clausurar la morgue del Palacio de Hielo. Pero todo lo anterior es la cosecha de cuarenta años de servicio público desde una sensibilidad progresista exenta -oh milagro- de sectarismo.

Acaba de cumplirse un cuarto de siglo desde que aquella joven magistrada que había sido nombrada secretaria de Estado de Interior se topó con el descubrimiento de los restos de los cadáveres de Lasa y Zabala, torturados y asesinados por miembros de la Guardia Civil, en coordinación con la cúpula política del PSOE. Cualquier otro hubiera mirado para otro lado. Todos los demás, de hecho, miraron para otro lado -el biministro Belloch de forma intermitente- pero ella antepuso la defensa de la legalidad al interés del partido que la había promocionado e impulsó la investigación que desembocó en las condenas del general Galindo y el gobernador Elgorriaga.

Desde entonces nada la ha apartado de su rectitud, como ser humano, ni de ese singular sentido de la contención, que le permitió ejercer de eficaz portavoz del PSOE en el Congreso, sin transformar jamás la controversia política en ofensa personal.

Esto no es un "Robles for president". Fundamentalmente porque su lealtad a Sánchez es tan sólida como el amor de Margarita hacia el Maestro que representa a Fausto en la novela de Bulgakov. En torno a ese personaje se cataliza el conflicto entre el mal encarnado por Mefistófeles/Vóland y el bien que materializa Margarita/Margarita. Con tal de ayudar, acompañar y en definitiva salvar al Maestro, ella es capaz hasta de volar a su lado sobre la ciudad, bajo la tutela del diablo y su gato negro. Sobrevive a esa y otras pruebas satánicas, gracias a su integridad y capacidad de entender el lado oscuro de la condición humana, y obtiene al final la recompensa de liberar al Maestro de su fatal compromiso con Vóland.

Toda España sabe que si por Margarita Robles fuera, Podemos no estaría en el Gobierno. No es una cuestión personal, casi epidérmica, como la que impide a Nadia Calviño tratar con Pablo Iglesias o a Carmen Calvo aguantar el navajeo de Irene Montero, sino profundamente política. Pero ni Albert Rivera primero, ni Pablo Casado después dejaron a Sánchez otra opción y ella estará a su lado a las duras y a las maduras.

Lasciate ogni speranza. Mientras Sánchez siga en pie, no habrá pues "operación Margarita". Ella no estará disponible para nadie. Pero en algún momento de la legislatura puede suceder lo que ha empezado a atisbarse esta semana, de forma que Sánchez, bien porque no logre volar sin Mefistófeles o este lo arrastre en la inexorable caída que pronostica Cristian Campos, termine en la "caja de madera" que le acecha.

Si el sanchismo decide entonces comportarse de forma contraria al marianismo y apuesta por continuar en el gobierno con otro presidente, habrá llegado la ocasión de añadir una octava mujer a las siete líderes mundiales que han situado a Alemania, Nueva Zelanda, Dinamarca, Noruega, Islandia, Finlandia y Taiwán entre los doce países que mejor han combatido el virus. Esa sí que sería una buena política de igualdad.