El mes pasado se cumplieron seis años del día en que me convertí en el primer autor español que presentó en París la edición francesa de un libro sobre la Revolución. Ocurrió en la imponente Sala Turenne de Les Invalides, decorada con la representación de las victorias del legendario mariscal sobre los ejércitos de Felipe IV.

Ilustración: Javier Muñoz

Acababa de intervenir el historiador Patrice Gueniffey, recordando que la verdadera causa de la explosión revolucionaria fue el exceso de deuda pública, acumulada durante el viejo régimen, cuando un anciano de figura afilada y atuendo elegante se levantó en la primera fila y sorprendió a todos, menos a mí: “Je veux parler”, dijo con voz solemne.

Era Valery Giscard d’Estaing, el mismo hombre fascinante que, cuarenta años atrás, había llevado al centro liberal al poder, mediante la primera campaña kennediana de la política europea.

Bernard-Henri Lévy, Víctor Gómez Frías o el corresponsal de El País, Carlos Yárnoz, allí presentes, pueden acreditar que así ocurrió. El expresidente de la República, con quien me unía una larga relación, acrecentada por mi presencia en el Comité Cultural de la Fundación Cartier que él presidía, me había sugerido que su intervención en el acto tendría más impacto si la guardábamos en secreto y parecía una sorpresa.

Era el instinto travieso de “homo ludens” que siempre acompañó a Giscard en todas sus aventuras políticas y librescas, públicas y privadas, intelectuales y amorosas. Pero lo que quería decir y dijo no tenía nada que ver con ningún juego.

Con un vigor impropio de los 88 años que tenía entonces, Giscard fustigó la doctrina oficial de la izquierda, sacralizada durante el bicentenario de 1989 por Mitterrand, que considera a la Revolución Francesa como un “bloque” o, más exactamente, como un “todo”.

Valery Giscard d’Estaing junto a Pedro J. Ramírez en la presentación del libro 'El primer naufragio' en París. E. E.

Eso supone, nada menos, que vincular indisociablemente la soberanía popular con la guillotina y la Declaración de Derechos Humanos con el Tribunal Revolucionario que condenaba sin apelación durante el Terror. O, como mínimo, aceptar esos actos de violencia, como el precio inevitable de la conquista de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. Algo así como una especie de daño colateral, asumible con perspectiva histórica.

Frente a ese “todo” compacto, irracional y convulso, Giscard esgrimió la tesis “completa, serena y lúcida” de mi libro El Primer Naufragio, según la cual un proceso democrático de carácter constituyente derivó en dictadura terrorista, a causa del proyecto totalitario de una minoría ambiciosa, radicalizada y sin escrúpulos.

El punto de inflexión de ese proceso fue la purga de los diputados moderados de la Convención, en la primavera de 1793, fruto de la coacción concertada de los jacobinos, en el interior de la cámara, y los ‘sans culottes’, en el exterior. Por algo la prestigiosa editorial Vendémiaire publicó el libro, en Francia, con el título de Le Coup d’Etat.

Y ahí quedó, doscientos veintiún años después, virtualmente grabada en la piedra de aquella impresionante estancia, contigua a la tumba de José Bonaparte, la advertencia de Giscard: “Cuando hay una revolución, cambian los elementos del poder. Una vez que lo preexistente desaparece, nadie puede garantizar la estabilidad y, por eso, muchas veces una minoría se hace con el control del Estado por la fuerza”.

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Era noviembre de 2014 y yo no pude dejar de referirme a la conmoción que había supuesto la vigorosa irrupción de Podemos, en las elecciones europeas de mayo, y a los inquietantes paralelismos con el proceso revolucionario:

“Ahora que se publica esta edición francesa, la tercera fuerza política en intención de voto en mi país justifica la utilidad histórica de la guillotina, ensalza a Robespierre y Marat y propone medidas económicas similares a las que sirvieron a los jacobinos para cavar su propia tumba”.

"Una vez que lo preexistente desaparece, nadie puede garantizar la estabilidad" 

“Su líder, Pablo Iglesias, participa en los programas de televisión, rodeado de la misma mística que acompañaba las apariciones del Incorruptible en el club de la calle Saint-Honoré. En lugar de una peluca empolvada, exhibe una larga coleta y una cuidada barba que impactan especialmente en su clientela femenina. Habla sin levantar la voz pero actúa, como el diputado de Arras, como si estuviera subido sobre un púlpito”.

Quién nos iba a decir que, seis años después, Pablo Iglesias no iba a estar sentado en las tertulias de la televisión, sino en la cabecera del Consejo de Ministros o el primer tramo del banco azul, y que su “púlpito” sería la tribuna de oradores del Congreso. No para clamar en el desierto de lo inimaginable, como tantos de sus antecesores radicales, sino para defender unos Presupuestos Generales del Estado, respaldados por una mayoría forjada por él mismo.

Desde la perspectiva de su proyecto rupturista, cabría decir que Iglesias ha alcanzado estos días una poco predecible apoteosis, en un lapso tan breve como el que transformó a Robespierre de desconocido diputado en la Asamblea Constituyente de 1789 a factotum del Comité de Salud Pública en 1794. No es que haya “asaltado los cielos”, sino que se ha apoderado ya de gran parte de las nubes.

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Poniéndonos en la piel de millones de españoles, afectos a los valores de la Transición y al orden constitucional, la percepción es muy distinta porque nunca nadie ofendió tanto a tantos en menos tiempo. Y eso incluye por igual a la judicatura, los cuerpos de élite, los profesionales de éxito, los autónomos que luchan por salir a flote y los grandes, medianos o pequeños empresarios. Pero también a una pléyade interminable de españoles de a pie, activos o jubilados, conservadores o progresistas, urbanitas o rurales, que se sienten insultados cada vez que él ensalza lo execrable y desprecia lo venerable.

Sánchez y el PSOE deberían ser conscientes de la estela de indignación, del surco profundo de agravio y ansia de poner fin a sus agresiones a nuestro modelo de convivencia que va dejando su vicepresidente segundo. No sólo al respaldar las okupaciones, los escraches físicos o virtuales, los incentivos a vivir sin trabajar, el endeudamiento sin tasa -atención, Gueniffey-, la degradación legal de la lengua común o la propia posibilidad de utilizar las instituciones del Estado para destruirlo, sino al restregarnos por la cara la pretendida superioridad moral de los legatarios de golpistas y asesinos.

Algo muy profundo cruje y se desencuaderna en nuestra memoria democrática -necesariamente reciente- cuando Iglesias proclama, triunfal, desde la tribuna que “Bildu comprende mucho mejor el espíritu social de la Constitución que la bancada de la derecha”.

Es decir, que el partido que compra con sus votos los beneficios penitenciarios para los asesinos de Miguel Ángel Blanco, Gregorio Ordóñez y los Jiménez Becerril o los secuestradores de Ortega Lara representa mejor a la soberanía popular que las fuerzas políticas que encuadran a sus víctimas y siguen honrando su memoria. Y encima llama “moderados” a los turiferarios de los matarifes y “expulsa del Estado” a los herederos de esos mártires. ¿Cómo no sentir asco al escuchar sus bravatas de ayer mismo?

Sánchez y el PSOE deberían ser conscientes de la estela de indignación y ansia de poner fin a sus agresiones a nuestro modelo de convivencia

Conste pues en acta que, aunque los pactos con Bildu hagan vomitar a los socialistas con recuerdos y entrañas, es Pablo Iglesias, con ayuda del resentido Errejón y el resto de sus íncubos y súcubos, quien nos mete a todos diariamente los dedos en las amígdalas.

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Desde una óptica miope y cortoplacista, Sánchez puede enorgullecerse de haber sacado adelante el Presupuesto con mayor respaldo que el que tenía Rajoy, cuando disponía de mayoría absoluta. E incluso podría alegar que por primera vez en la historia de la democracia ha conseguido integrar a todos los grupos separatistas bajo el paraguas de las cuentas públicas.

Eso sería extraordinario, si no hubieran mediado concesiones tan bochornosas como el acercamiento de los peores asesinos etarras, la expulsión del Ejército del cuartel de Loyola o la retirada de la condición de lengua vehicular al castellano. O si, al menos, ello conllevara una renuncia pública de esos partidos a la pretensión de romper el Estado por medios ilegales. O, incluso, si como sostienen tantos socialistas, empezando por los ministros más zarandeados por Podemos, se tratara de una foto efímera, sin consecuencias para el resto de la legislatura.

Pero la realidad de lo ocurrido se parece mucho más a las técnicas industriales de la extrusión que a otra cosa. Es el procedimiento mediante el que se introducen ingredientes diversos, incluidos elementos sólidos, en un sistema de alimentación, habitualmente en forma de embudo o tolva, sometiéndolos a un proceso de calentamiento a altas temperaturas y haciéndolos pasar por un troquel que desemboca en una manguera. Lo que sale poco tiene que ver con lo que entra.

Los elementos extrudidos pueden ser plásticos, cerámicas, perfiles metálicos o cualquier otro tipo de objeto con una sección transversal definida. También productos alimenticios, como los cereales del desayuno, los ganchitos y otros snacks. O, a lo que se ve, mayorías políticas. De hecho, es la misma técnica que se utiliza en las churrerías, con la particularidad de que la inyección de aire y el posterior paso de la pasta por la sartén proporcionan volumen y textura a las populares porras y churros.

Lo esencial de todos estos procesos es que lo que empezó siendo diverso termina troquelado y extrudido, amalgamado si se quiere, de forma inseparable, en una composición tan compleja como firme.

Esa ha sido la labor de Pablo Iglesias durante estas semanas decisivas, añadiendo las siglas de Esquerra y Bildu a la tolva parlamentaria en la que ya estaban el PSOE, Podemos y el PNV. Luego ha expurgado de la misma los diez gajos de Ciudadanos, como si de una naranja podrida se tratara, ha incluido cuatro “mongetes” del PdeCat, dos callos a la madrileña, un grano de arroz valenciano, una miga turolense y una anchoa de Cantabria, extrudiendo a continuación lo que él mismo ha bautizado como una “nueva dirección de Estado”.

Los socialistas reivindican la plena autonomía de las partes y esperan que la opinión pública siga discriminando entre unos y otros

Los socialistas reivindican la plena autonomía de las partes, recalcando que “desde ahora no les necesitamos” y esperan que la opinión pública siga discriminando entre unos y otros. Pero será como pedir que el que mire una vasija distinga entre la calidad de la arcilla, la impureza del agua, lo apropiado de los minerales desgrasantes y la tosquedad del molde. O que, una vez en el paladar y, lo que es peor, en el estómago, alguien valore lo buena que era la harina, lo malo que era el aceite, la sed que produce la sal y el empalago que causa el azúcar. Un churro será nada más que un churro y sólo quedará la opción de volver o no a esa churrería.

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En lugar de aceptar la generosa mano tendida por Arrimadas y buscar acuerdos parciales con el PP, tras la pública ruptura de Casado con Vox, Sánchez ha permitido a Iglesias extrudirle las entrañas en repulsiva mezcolanza con vísceras de animales de muy diferentes especies. Ahora el PSOE está extrudido; ¿quién lo desextrudirá?; el desextrudidor que lo desextrudiduya, buen desextrudidor será.

Pero mientras ese improbable milagro sucede, más le vale a Sánchez recordar aquellas palabras de Giscard en la presentación de mi libro en Les Invalides.

Porque cuando, apenas aprobados los Presupuestos, se lanza una nueva andanada contra la “imposición legal” del español; se fustiga a la Monarquía, vinculándola a las atrabiliarias iniciativas de un puñado de exmilitares trastornados; se apela a “construir la República”, asimilándola a la “juventud, el feminismo y el futuro”; se ensalza una imaginaria “España plurinacional”, basada en la “fraternidad” del golpe y el gatillo, aún humeantes; se exigen cuotas para esos radicales en el Poder Judicial, bajo la coacción de un nuevo trágala legal; se acusa al titular de Justicia de dificultar la excarcelación de los sediciosos presos, como si él tuviera la llave de las cárceles; se reclama otra “amnistía”, como si estuviéramos saliendo de nuevo de una dictadura; se intenta romper los puentes de la confianza de la Comisión Europea, con propuestas como la semana laboral de cuatro días; y se alienta a los “sindicatos y las organizaciones” a “presionar” al Gobierno del que se forma parte, es evidente que el propósito siguiente del vicepresidente extrudidor y churrero es “cambiar los elementos del poder”, hasta conseguir que “lo preexistente desaparezca” y se vayan creando las condiciones “para que una minoría pueda hacerse con el control del Estado”.

Historias para no dormir, claro.