La luz al final del túnel tintineaba, el jueves por la noche, en el sobriamente iluminado escenario del Teatro Real, mientras Gregorio Marañón, un grande de España, por encima de sus muchos títulos, surfeaba sobre sus recién publicadas Memorias de luz y niebla, con la complicidad ilustrada de Iñaki Gabilondo y José Luis Gómez.

Ilustración: Javier Muñoz

Es uno de los mejores libros del año, pues, como bien se dijo en el acto, Gregorio ha sido “testigo de todo”, el hombre que siempre estaba allí, cuando se producían las grandes conjunciones -públicas, discretas o secretas- que moldeaban la Transición. Tanto en el ámbito político y empresarial, como en el cultural y mediático. Y a su don para narrarlo, se han unido todas las circunstancias ambientales que acrecientan el interés de la publicación.

Estamos ante la reflexión retrospectiva de un hombre que, cuando se definió el jueves como “de centro, liberal y progresista”, me hizo vibrar de empatía, al añadir el imprescindible “valga la redundancia”. Pero también ante la mirada al frente de quien, citando a Whitman, proclama que “me dispongo a colmar el futuro”. De ello podemos dar fe quienes en el consejo de EL ESPAÑOL nos sentimos espoleados por su permanente llamamiento a la acción autoexigente.

No voy a desvelar lo mucho que cuenta el libro sobre los González, Aznar, Zapatero o Rajoy, ni sobre el Banco Urquijo, el BBVA, FG, Polanco o Cebrián. Mi vivencia de las guerras mediáticas difiere a menudo de su relato pero, de igual manera que, en los momentos de mayor conflicto, los puentes tendidos por Gregorio siempre crearon espacios de distensión, debo reconocer que la serenidad de su relato me ha ayudado a comprender mejor a quienes fueron mis adversarios y a diluir, por ende, las piedras biliares enquistadas en la parcialidad del recuerdo.

No creo que me ocurra sólo a mí. Se trata de un libro que mejora a quien lo lee. Sobre todo, a partir de la página 172, la segunda del capítulo “Tiempo de plenitud”, cuando, tras su primera cita con la “bellísima y sonriente mujer rubia” que marcará el resto de su vida, el autor siente en su piel “la herida de una flecha imaginaria”. Una herida que no ha dejado de manar pero que, a diferencia de la causada por la lanza de Longinos en el costado del rey Amfortas -era inevitable alguna alusión operística-, no es fuente de debilidad sino de renovado entusiasmo cotidiano.

Sucediendo el acto en un teatro con tanta historia, y tratándose del fluir de una vida tan intensa, no podía faltar tampoco la caprichosa denotación de una carambola dramática. José Luis Gómez leía desde el atril las primeras declaraciones que Gregorio hizo con 19 años, anticipando ya la búsqueda de esa herida luminosa: “Quiero un porvenir en el que vayan juntas, pero separadas, mi vida social y mi vida privada…”.

Justo cuando el narrador recordó que la entrevista se había publicado hacía 59 diciembres, en el diario Pueblo, y que el entrevistador fue Marino Gómez Santos, una voz susurró a mi espalda: “Precisamente ha muerto hoy”. Yo asentí con la cabeza pues horas antes me lo había contado Dani Ramírez, el último periodista que a su vez había entrevistado para EL ESPAÑOL a aquel depositario de la memoria intelectual de varias generaciones, incluida por supuesto la del doctor Marañón, el abuelo que tanto marcó la vida de Gregorio.

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Reverberaba en el patio de butacas la Tercera España, sobreponiéndose a contratiempos y desengaños -el penúltimo el del glaucoma que “cegó a Albert Rivera”- pero haciendo suyo el diagnóstico del autor: “Europa se resquebraja y el deterioro de nuestra situación política parece imparable, si no se recupera el consenso perdido”. Pepe Bono, Marta Rivera, Gallardón y empresarios ilustrados como Florentino Pérez, Rodrigo Echenique o Pepe Bogas -atrapado siempre en su laberinto hispano-italiano- se revolvían preocupados en sus asientos.

Carmen Calvo, con todo el Gobierno a sus espaldas, como sus igualmente frágiles antecesoras en el puesto, se había quejado, al llegar, de la falta de sentido de la responsabilidad de los estamentos y partidos que creen que “el sistema aguanta cualquier cosa” y lo fían todo a la capacidad de absorción de conflictos de la media docena de personas que rodean a Sánchez. Al final del acto, todos parecían preguntarle con la mirada si tras los Presupuestos habrá un cambio de rumbo, en el sentido propuesto por Gregorio.

Lo fían todo a la capacidad de absorción de conflictos de la media docena de personas que rodean a Sánchez

Máxime, cuando los WhatsApp no habían dejado de saltar durante el acto, intercalando los discretos fulgores de las buenas noticias que llegaban de Europa -se desbloqueaban los fondos tras el acuerdo con Polonia y Hungría, mientras el BCE aprobaba dedicar medio billón más a la compra de deuda- con las sombras que, de repente, opacaban el horizonte desde el otro lado del Estrecho.

Como en tantas otras señaladas ocasiones, Marruecos no dejaba de acudir a la cita de una gran crisis en España. Ya estaba tardando. Pero, claro, su inquietante golpe de efecto agravaba el diagnóstico y acrecentaba la urgencia de la propuesta que acabábamos de escuchar.

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El anuncio del reconocimiento de la soberanía marroquí sobre el Sáhara, por parte de la administración Trump, acompañada del establecimiento de relaciones diplomáticas entre el reino alauí e Israel y de su anexo acceso a sofisticados programas de armamento, cayó esa tarde como un mazazo sobre el Madrid político, diplomático… y militar.

Se producía tan sólo una semana antes de la tan publicitada primera cumbre hispano-marroquí de los últimos cinco años. Una cumbre, precedida por la polémica de la inclusión, primero, y exclusión, después, de Pablo Iglesias, en la delegación española. Una cumbre, preñada de incógnitas y expectativas, empezando por la de si Mohamed VI recibiría o no a Pedro Sánchez. Una cumbre, abruptamente suspendida, “aplazada” formalmente hasta febrero, a iniciativa marroquí, a las pocas horas del anuncio tuiteado por Trump, con la expeditiva excusa de la evolución de la pandemia.

Es cierto que en el intervalo, el 20 de enero, se producirá el relevo en la Casa Blanca y cabe la remota esperanza de que la administración Biden no haga suyos los términos del acuerdo. Pero si, por el contrario, los asume, porque todo esté pactado bajo cuerda con los demócratas, como lo indica la conversación que esa noche mantuvo el príncipe Hicham con el presidente electo, Marruecos habrá conseguido su tan anhelado sueño de convertirse en el aliado preferente de Washington en el Mediterráneo Occidental.

Si eso lo completa, como parece estar gestándose, con un acuerdo equivalente con Londres que extienda al plano estratégico los pactos comerciales, apresuradamente suscritos tras el brexit, Marruecos pasará a ser también el verdadero guardián del Estrecho, pulverizando para siempre la hipótesis de una ecuación de canje entre Gibraltar y Ceuta y Melilla.

En detrimento, claro está, de una España, cada vez más irrelevante cuya ministra de Asuntos Exteriores, de visita oficial a Tel Aviv, ni siquiera se enteró de lo que se cocinaba delante de sus narices. De una España cuyo Gobierno de coalición parece incapaz de ponerse de acuerdo en ninguno de los grandes asuntos de la política internacional.

El lunes pasado Alberto D. Prieto publicó en exclusiva en EL ESPAÑOL que Iglesias acompañaría a Sánchez a la Reunión de Alto Nivel prevista para el 17. La agencia Efe corroboró enseguida la noticia, citando extensamente a “fuentes del Gobierno”. A media mañana, sin embargo, Moncloa comunicó oficiosamente que el vicepresidente de Podemos no acudiría. ¿Qué había sucedido?

Marruecos pasará a ser el verdadero guardián del Estrecho, pulverizando la hipótesis de una ecuación de canje entre Gibraltar y Ceuta y Melilla

Según los informantes, había habido un cambio de criterio a raíz de una conversación entre Sánchez e Iglesias, de la que ni siquiera habían sido informados los respectivos equipos de comunicación. Según nuestras noticias, en esa conversación Iglesias habría dejado claro que no estaba dispuesto a traicionar a sus bases, orillando la cuestión del Sáhara en la reunión de Rabat. Sánchez le habría propuesto entonces que se quedara en Madrid. Ilusos ambos.

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Quede constancia de que en este asunto la responsabilidad histórica, la legalidad internacional y la simpatía con el débil se aúnan en torno a la causa saharaui. Pero la oposición de Podemos a la fuerza de los hechos consumados por Rabat, tendría más credibilidad si tratara con el mismo rasero al régimen chavista.

El problema de fondo, en todo caso, es la percepción de debilidad que transmite un ejecutivo dividido, no ya sobre el papel de España en el mundo, sino sobre el propio sentido de una institución tan básica como la Monarquía o incluso sobre nuestra continuidad como nación.

El espectáculo que viene dando Podemos, al aprovechar la bochornosa conducta del Rey Emérito para presentar a Felipe VI, su esposa y sus hijas como parte de una banda de mafiosos, podrá ser contrarrestado por Pedro Sánchez en el debate interno. Pero de cara al exterior somos esa “casa dividida” que, según Lincoln, “no puede prevalecer”.

Y aquí está, de nuevo, Marruecos haciéndonos saber que, como ocurrió directamente con la Marcha Verde o al menos indirectamente con el 11-M, es consciente de nuestra vulnerabilidad. La avalancha de pateras sobre Canarias ha sido un test, una especie de avanzadilla, que ha servido a Rabat para probarnos.

Ahora ya saben cuán amplia es nuestra disposición al desistimiento. En lugar de forzar la devolución en caliente -recién avalada por el TC- de cuantos llegaban con documentación marroquí, los ministros Marlaska y Escrivá han terminado montando un esquema de encubrimiento para diseminarlos por la Península y darles acceso al resto de la UE.

Antes asumir los problemas de convivencia -riesgos sanitarios incluidos- en nuestras ciudades que plantar cara a un flujo flagrantemente organizado y hostil. La situación recuerda a la creada en el verano del 2000, cuando Mohamed VI abroncó a Piqué por la política exterior española, advirtiéndole -en lo que luego se interpretó como profecía autocumplida- de que España podría tener problemas de terrorismo islámico.

Nuestra reacción fue entonces la opuesta. Aznar mantuvo el pulso, endureciendo la Ley de Extranjería, presionando comercialmente a través de la Unión Europea y reforzando los lazos con Washington y Londres. El propio Piqué asumió el envite, denunciando que “es evidente que se aglomeran miles de personas en las playas de al lado de Tánger y que van saliendo por su orden”.

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Veinte años después, Sánchez cometió un error de principiante al no calibrar la susceptibilidad marroquí, cuando rompió la tradición de que el primer viaje al exterior de un presidente español fuera a Rabat. La falta de una figura de peso en Exteriores, el debilitamiento del equipo de Moncloa en ese ámbito desde la salida de Albares y, como digo, las disensiones permanentes entre Podemos y el PSOE, han impedido que fraguara luego una “realpolitik” a la altura del desafío.

En lugar de forzar la devolución en caliente, Marlaska y Escrivá han montado un esquema de encubrimiento para diseminarlos por la Península y darles acceso a la UE

La misma pasividad que venimos observando respecto a la invasión de las pateras, es la que mantenemos ante la asfixia comercial que, de forma deliberada e implacable, están sufriendo Ceuta y Melilla, desde el cierre de la frontera y el desvío a puertos marroquíes de la Operación Paso del Estrecho. Es obvio que Rabat trata de acelerar el momento en que esas dos ciudades españolas, transmutadas por la demografía y el fomento de la islamización, caigan como fruta madura en sus manos.

En la última escaramuza bélica, el tantas veces ridiculizado episodio del islote de Perejil, España pudo mantener a raya a Marruecos porque tuvo a Estados Unidos de su lado. Ahora ya sabemos que en la decisiva cuestión del Sáhara, Washington está con Rabat.

Y que en la triangulación con Israel, urdida durante décadas por el inteligente asesor judío de Hassan II y Mohamed VI, André Azoulay -tengo en la memoria una cena en París en la que me trasladó un mensaje muy concreto para Aznar-, el reino alauí va a ver reforzada su fuerza aérea con el caza F-35, superior a nuestro Eurofighter. Y que hay un importante contrato de buques de guerra en ciernes. Y que un cambio legal permitirá engrosar el Ejército marroquí con un inagotable aluvión de soldados subsaharianos, dispuestos a empuñar las armas a cambio de la nacionalidad.

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Tan erróneo como incurrir en un febril alarmismo, sería amortizar a beneficio de inventario lo ocurrido este jueves, mientras la nostalgia por los mejores valores de la Transición fluía a través del diálogo entre Iñaki Gabilondo y Gregorio Marañón. Puede parecer una ironía, pero no lo es: cuanto más debilitamos nuestra Monarquía constitucional, más fortalecemos la Monarquía teocrática de nuestro vecino del sur.

Hace 45 años tocamos fondo como nación al no disponer de un Estado con la legitimidad y cohesión suficientes para responder a un burdo acto de fuerza. Aún arrastramos el trauma colectivo que supuso esa sumisión a los hechos consumados por la anexión marroquí del Sáhara.

Desde entonces, España vivió las mejores horas de su historia contemporánea gracias a la Constitución del 78. Ahora, por primera vez, se ha celebrado su aniversario con una parte del Gobierno empeñado en dinamitarla. Y hoy, como ayer, Marruecos ha acudido puntual a la cita con nuestra decadencia, haciéndonos saber que está listo para recoger los fragmentos de soberanía que reivindica y reemplazarnos como aliado estratégico de las dos grandes democracias atlánticas.

¿Ni siquiera este baño de realidad geopolítica será suficiente para que cuando Sánchez llame a Casado, para cerrar la renovación del Poder Judicial, aplique la sabia receta “centrista, liberal y progresista” de Gregorio Marañón y no sólo culminen el compartido anhelo de un acuerdo sobre inmigración -al fin, un consenso a la vista-, sino que lo amplíen a un gran Pacto de Estado sobre el conjunto de nuestra política exterior?