Hace dos años, el grupo de empresarios que promovía la candidatura de Manuel Valls a la alcaldía de Barcelona me pidió que sondeara la posibilidad de que el PSC lo aceptara como cabeza de una lista de coalición con Ciudadanos, a la que el PP pudiera terminar dando también su apoyo.
Sobre el papel, parecía una oportunidad única de recuperar el Ayuntamiento para la causa constitucional: los naranjas habían sido la fuerza más votada en las autonómicas de un año antes, el PSC seguía teniendo una gran implantación en la ciudad, desde los tiempos de Maragall, y Valls, a fin de cuentas un socialista nacido en la ciudad, un líder brillante y experimentado, representaba el europeísmo cosmopolita de la gran Barcelona de sus mejores días.
Aprovechando un viaje, me reuní con Miquel Iceta y su discreto número dos, Salvador Illa, en la cafetería del Majestic y saqué a relucir el tema. Como ya había ocurrido en otras ocasiones, todo el peso de la conversación lo llevó Iceta. Enseguida quedó claro que no estaban por la labor. Que preferían presentar un candidato más gris y, en apariencia, con menor tirón, como Collboni, antes que perder la identidad bajo el liderazgo del ex primer ministro francés.
Al cabo de un rato de darle vueltas al asunto, y buscando una respuesta clara que transmitir, les pregunté -aludiendo al programa, las siglas, la composición de las listas…-: “Pero vosotros, ¿qué queréis que haga Valls?”. Por una vez, fue Illa quien respondió, con su media sonrisa tras las gafas negras: “Muy sencillo, que no venga”.
Los hechos parecieron dar la razón al PSC, pues la lista de Collboni logró un 18,4% del voto y 8 concejales, mientras que la efímera coalición del grupo de Valls con Ciudadanos se quedó en el 13% y 6 concejales. La clave fue que, probablemente, esa Barcelona “cosmopolita y europeísta” ya sólo existe en los recuerdos de quienes, en distintas etapas, la vivimos y amamos.
Nunca sabremos, sin embargo, si la unión de ambas candidaturas hubiera multiplicado su impacto, al generar una alternativa creíble, tanto frente al independentismo como al nefasto populismo de Colau que, al final, terminaron consolidando como mal menor. Pero, por mucho que el sistema electoral pueda propiciarlas, las coaliciones son raros milagros en España, pues los profesionales de la política prefieren siempre ser cabeza del más escuálido ratoncillo, antes que correr el riesgo de diluirse en la cola de un gran león.
De hecho, la reacción de los portavoces del PP y Ciudadanos al anuncio de la candidatura de Illa a la Generalitat apenas ha embozado ahora un sentimiento simétrico al que yo recogí entonces de su boca: “Mejor que no viniera”. El argumento, válido desde una perspectiva general, de que se está descabezando el Ministerio de Sanidad, en vísperas de la tercera ola de la pandemia, encubre, en la política catalana, el miedo al trasvase de votos, fruto de su tirón personal.
La gran diferencia respecto al caso de Valls es que Illa no “viene” sino que “vuelve”. Es más, pocas veces, como en su caso, hemos tenido los observadores de la Villa y Corte una sensación tan clara de que un político estaba de prestado, incluso ocupando una cartera ministerial.
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Desde el primer día de su entrada en el Gobierno, Illa tenía la mirada puesta en su regreso a Cataluña. Probablemente, Sánchez también. Su instalación provisional en el apartamento de la Moncloa, lejos de su familia, con su perspicaz jefe de gabinete Víctor Francos -también histórico del PSC- como compañero de piso, adherencia y vía de contacto permanente con el partido, recordaba a esas plantas de invernadero que aguardan, con su correspondiente cepellón, el momento de ser trasladadas a su tiesto definitivo.
La gran diferencia respecto al caso de Valls es que Illa no “viene” sino que “vuelve”
Illa tenía, desde el principio, un billete de ida y vuelta en el bolsillo; pero es verdad que se trataba de una apuesta a medio plazo, pensando tal vez en la pugna por la alcaldía de Barcelona en el 23 o en las autonómicas que siguieran a las que se celebrarán ahora.
Un ministerio tranquilo y con pocas competencias como el de Sanidad iría proporcionándole, entre tanto, notoriedad y empaque. Era cuestión de esperar a que su serenidad de filósofo, su empatía de alcalde de pueblo, su inteligencia tranquila, moldearan, poco a poco, un personaje.
Entonces llegó la Covid y lo trastocó todo. “No sabiendo los oficios, los haremos con respeto”, escribió León Felipe. Illa no tuvo más remedio que acatar el dictado del verso.
Se encontró, en medio de una pandemia terrible, sin conocimientos específicos, sin apenas equipo ni medios materiales. Era, de repente, el más desvalido de los gobernantes y tenía todas las papeletas para convertirse en chivo expiatorio de un naufragio colectivo.
Que, en lugar de ello, haya emergido como uno de los ministros mejor valorados y se haya ganado el aprecio de la mayor parte de los interlocutores del sector sanitario, quiere decir algo. No tanto que su gestión haya sido particularmente brillante o eficaz, sino que la ha ejercido con dedicación ejemplar, vigilancia permanente e inagotable capacidad de diálogo, tratando de paliar la tragedia, buscando alianzas por doquier, anteponiendo como norma el pragmatismo de las soluciones a los prejuicios ideológicos.
Incluso en el pulso con la Comunidad de Madrid, en el que la evolución de los datos, iba dándole o quitándole la razón, según las rachas, siempre se percibió a un político flexible, dispuesto a rectificar y amoldarse a las circunstancias. Su objetivo no era doblegar a Ayuso, sino ayudar a su consejero de Sanidad, Ruiz Escudero, a contener la epidemia.
Sólo el día en que Sánchez le encomendó defender el nuevo estado de alarma de seis meses, tras el absurdo fracaso de la negociación entre Moncloa y Génova, Illa enseñó el colmillo parlamentario a Casado.
Como pronto advertirán los indepes, el nuevo bambi también podía ser jabalí. Pero los directivos del IDIS, Farmaindustria o Fenin, el presidente de PharmaMar cuando fue a hablarle de las propiedades de la aplidina, el de Rovi cuando le contó su acuerdo para envasar la vacuna de Moderna o los representantes de médicos y farmacéuticos coincidirán en que hay que remontarse década y media, a la etapa de Ana Pastor, para encontrar a alguien que haya dejado una impronta tan clara en el Ministerio de Sanidad. Y en menos de un año.
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A lo largo de ese año, y en especial durante los meses de confinamiento, la relación constante con el presidente Sánchez y, en especial, con los cuatro miembros de su gabinete más relacionados con la gestión de la crisis -Iván Redondo, Félix Bolaños, Paco Salazar y Miguel Ángel Oliver- desembocó en algo mucho más fuerte que una colaboración política. De alguna manera, por utilizar la expresión de un testigo cercano, “el equipo de Moncloa prohijó a Illa”.
Al mismo tiempo, la implicación de Sánchez en la política catalana, tanto haciendo concesiones formales bochornosas, desde la óptica del resto de los españoles, como manteniéndose firme frente a las pretensiones de fondo de los separatistas, iban convirtiéndole en el líder de facto del PSC. Algo que no había ocurrido desde que Felipe González utilizó a Raimon Obiols como un satélite de la política territorial de la Moncloa, durante los trece años en que coincidieron como líderes de sus respectivos partidos.
El apoyo de Esquerra y parte de los diputados del PDeCAT a los Presupuestos y la hipótesis de corregir la deriva catalana, a través de un tripartito de izquierdas, han acelerado ese proceso de succión. Miquel Iceta, un hombre reflexivo y astuto donde los haya, detrás de su fachada lúdico-bailona, se dio cuenta, diez minutos antes que se lo dijeran otros, de que le tocaba aplicarse el “a vegades és necessari i forçós que un home mori por un poble”. Sobre todo, si se trataba de un sacrificio endulzado con la perspectiva de una cartera ministerial.
Hay que remontarse década y media para encontrar a alguien que haya dejado una impronta tan clara en Sanidad. Y en menos de un año
De ahí su habilidad, al tomar la iniciativa y hacerle creer a Sánchez que su sintonía política había llegado al extremo de habérseles ocurrido a la vez lo mismo: era Illa y no él quien podía encarnar la propuesta de cambio para la Generalitat.
Un cambio que requería de un fuerte apoyo en Madrid para ser planteado como un “reencuentro” de la Cataluña de hoy con la Cataluña mitificada por el resto de España, durante la mayor parte de los cuarenta años que median entre el retorno de Tarradellas y el derrape del procés.
No es difícil imaginar a alguien remedando en la Moncloa la escena de la película Brexit, en la que Dominic Cummings cavila ante la pizarra, contemplando las dos palabras clave del lema inicial de la campaña antieuropea: “Take control”. De repente, se abalanza con la tiza para intercalar una tercera: “Take back control”.
No era lo mismo, no fue lo mismo, “toma el control” que “recupera el control” pues, con la fórmula definitiva, Cummings -el Iván Redondo de Boris johnson- logró movilizar la nostalgia de un tiempo pasado que, supuestamente, fue mejor porque el Imperio británico “controlaba” su propio destino. Como si un retorno al “espléndido aislamiento” fuera a devolver a Britania el comando sobre las olas. Por desgracia, el truco funcionó.
La propuesta del “reencuentro”, con la que Illa va a comparecer en Cataluña, es mucho más noble porque va en la dirección opuesta. Implica, desde luego, una vuelta a la colaboración crítica en el seno de la España constitucional –el pájaro en mano, el “peix al cove” de Pujol- que tantas ventajas materiales y políticas proporcionó a los catalanes.
El resorte de la palabra mágica implica, de esta forma, no tanto un paso atrás, como un impulso hacia delante, a modo de “back to the future”: aparquemos el conflicto irresoluble de las soberanías e identidades y retomemos la senda del pragmatismo para solventar los problemas reales que lastran hoy el progreso de los ciudadanos.
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Desde una óptica posibilista, necesariamente pactista, teniendo en cuenta la insoslayable correlación de fuerzas, Illa parece el hombre adecuado en el momento adecuado. Y por mucho que no vayamos a estar de acuerdo con el programa del PSC, en materia de inmersión lingüística o indultos a los presos del procés, merecería la pena tratar de movilizar el voto útil a su favor, si los sondeos pusieran el triunfo al alcance de su mano.
Pero también debo advertir que es la cuarta vez que se trata de desactivar in extremis un pulso secesionista al Estado, en el tablero de unas elecciones autonómicas, mediante un paladín respaldado directamente por la Moncloa.
El caso más parecido es el de 2001, cuando Aznar intentó contrarrestar el Pacto de Lizarra que auguraba el bloque soberanista de Ibarretxe, enviando al titular de Interior, Jaime Mayor Oreja, en el cénit de su popularidad, a tratar de conquistar el gobierno de Vitoria. Obtuvo el mejor resultado del PP vasco, desbordando al PSE, pero se quedó sin la lehendakaritza y sin el Ministerio. Ahí comenzó el declive de su prometedora carrera política.
Desde una óptica posibilista, teniendo en cuenta la insoslayable correlación de fuerzas, Illa parece el hombre adecuado en el momento adecuado
Cuatro años después, fue Zapatero quien lo intentó, a través de un líder socialista vasco hecho a su medida como Patxi López. Lo que me dijo desde Doñana, en la Nochevieja de 2004, con el Plan Ibarretxe recién aprobado, bien podría ser ahora el pensamiento en voz alta de Pedro Sánchez:
“Esto no se va a dirimir ni en el Congreso de los Diputados, ni en el Tribunal Constitucional. Esto se va a dirimir en las elecciones vascas y nos vamos a volcar para que haya una mayoría no nacionalista. Aunque el Estado tiene todos los resortes legales en sus manos, yo lo que veo es una ocasión de oro para comerles al PNV y a Eusko Alkartasuna su mayoría política”.
Zapatero “se volcó” y Patxi López también tuvo un buen resultado; pero fue a costa de volver a invertir las tornas con el PP, estrellándose de nuevo frente a la movilización nacionalista. Es cierto que a la tercera fue la vencida y que, en 2009, López llegó a lehendakari, al completar el PP gratis et amore una tan ajustada como estéril mayoría, dada la irrelevancia de su gestión, en el contexto del proceso de paz con ETA, pilotado desde la Moncloa.
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En el caso que nos ocupa no veo el menor riesgo de que, si llegara a presidir la Generalitat, Illa fuera a pasar a la historia como Salva Nadie. Pero, al día de hoy, los sondeos otorgan a los separatistas entre 72 y 74 escaños y a los constitucionales -incluyendo a fuerzas tan dudosas e incompatibles como Vox y los Comunes- entre 61 y 63. La distancia parece abrumadora y la alternativa poco menos que imposible.
Sánchez haría un pan como unas tortas si el PSC sólo creciera a costa de Ciudadanos, el PP y los Comunes. A menos, claro, que Illa encabezara la lista más votada, como ocurrió con Arrimadas, y lograra hacer entrar en razón a Esquerra, rompiendo el bloque separatista.
Si ni siquiera ocurriera eso, si el ansia de los catalanes por el “reencuentro” de Illa terminara siendo tan descriptible como el afán de los barceloneses por el “europeísmo cosmopolita” de Valls, el que sería el mayor fracaso político del presidente y su equipo dejaría como secuela un horizonte aún más negro en Cataluña.
Pero estas no son fechas para ponernos tenebrosos. Audax fortuna iuvat y es innegable que estamos ante la mejor apuesta posible desde este lado del río.
Nos han pasado tantas cosas malas en 2020 que nuestra expectativa para 2021 es la misma que la de los israelitas, cuando cada mañana esperaban la caída del cielo de una sustancia que, según el Libro del Éxodo, “era como la semilla del cilantro blanco y sabía como las hojuelas con miel”. Si ya contábamos con el maná de las vacunas y el maná de los fondos europeos, bien podemos añadir, a nuestra lista de buenos deseos, el maná de los votos ocultos a un inesperado salvador de Cataluña.