La noche del 24 de agosto de 1814 un hombrecillo, estudioso de la Biblia, de apenas 1,60 y diminutos ojos brillantes, contempló desde una loma al otro lado del Potomac, una escena horrorosa que le hizo pensar en un castigo divino.
Era James Madison, el cuarto presidente de los Estados Unidos, principal teórico del federalismo e impulsor de la segunda guerra entre la nueva nación balbuceante y su antigua metrópoli británica. Aún llevaba puestos la levita, los calzones de seda y los zapatos con lazo para asistir a una recepción. Todo se había desencadenado de repente.
Aunque no pudo distinguir sus figuras, Madison vio cómo centenar y medio de hombres, astrosamente uniformados, a quienes un testigo mucho más cercano describió como “los tipos de aspecto más infernal que jamás pisaron esta tierra de Dios”, penetraban sin apenas resistencia en el Capitolio y profanaban el templo de las leyes.
Era la soldadesca del rubicundo vicealmirante británico George Cockburn, pronto bautizado como “El Arlequín del Estrago” por su mezcla de payaso y destructor. Una vez en el hemiciclo del Congreso, Cockburn se sentó en la silla del “speaker” de la Cámara, con el mismo desdén con que el fulano de Arkansas puso el miércoles sus botazas sobre la mesa del despacho de Nancy Pelosi, y requirió histriónicamente a sus hombres: “¿Os parece que quememos este santuario de la democracia yanqui?”.
Todos asintieron frenéticamente y pronto Madison tuvo que contemplar, con espanto, cómo una columna de humo anaranjado se elevaba sobre el Capitolio. Era el único presidente a la fuga en la historia de los Estados Unidos.
Poco antes, su mujer, Dolley, había abandonado precipitadamente la Casa Blanca, “empaquetando cartas, libros, objetos de valor, una damajuana de vino y vestidos”. Según esta descripción del historiador Michael Beschloss, también puso a salvo el retrato oficial de George Washington, para que no lo destruyeran los británicos.
No hay duda de que lo hubieran hecho. El propio Cockburn revolvió el armario de Dolley, haciendo bromas groseras sobre el tamaño de sus bragas y sujetadores, ensartó el sombrero de ceremonia de Madison en la punta de su sable y mandó incendiar también la Casa Blanca, mientras se iba a celebrar el éxito al burdel más notorio de Washington. Todo un estilo que ha encontrado su émulo contemporáneo.
Apenas dos semanas después, impresionado por todos estos acontecimientos, un poeta sin experiencia, llamado Francis Scott Key, embargado de un intenso fervor patriótico, a la vista de la bandera tachonada de estrellas que ondeaba en el Fuerte McHenry de Baltimore, escribió un poema titulado The Star-Spangled Banner, destinado a convertirse en el himno oficial de los Estados Unidos.
Un himno, miles de millones de veces interpretado con la mano derecha sobre el corazón, que consagraría a la democracia norteamericana como “the land of the free and the home of the brave”.
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Así la hemos contemplado durante décadas: “La tierra de los libres y la morada de los valientes”. Para cualquier europeo nacido en el siglo XX, al amparo del recuerdo del papel decisivo de las fuerzas expedicionarias yanquis en las dos Guerras Mundiales, y pese a todos los errores y abusos del imperialismo norteamericano, esa bandera de las barras y estrellas ha plasmado siempre el vigor de la democracia representativa en el mundo.
Según esta descripción del historiador Michael Beschloss, también puso a salvo el retrato oficial de George Washington, para que no lo destruyeran los británicos
Contemplarla ahora, convertida en enseña pirata y terrorista de este segundo asalto al Capitolio, en más de dos siglos de Historia, es uno de los espectáculos más descorazonadores que cabía presenciar. No tanto por el significante, sino por el significado.
Lo que ha sucedido en Washington no ha sido una “gamberrada”, como dicen los voceros de la extrema derecha, sino una jornada revolucionaria, poco menos que calcada de las que se vivieron en París en los preludios del Terror y luego sirvieron de inspiración en San Petersburgo a la invasión de la Duma y el asalto al Palacio de Invierno.
Biden lo definió bien como una “insurrección”, y lo único que impidió que derivara en un golpe de Estado fue la lealtad institucional del vicepresidente Mike Pence y la falta de implicación de unidades policiales o militares de carácter regular. Pero la que asaltó el Capitolio fue una turba armada y organizada, convocada a lo largo y ancho del país, muy similar a la que cercaba la sede de la Convención Nacional, en las Tullerías, procedente de todas las secciones de París.
Su propósito y catadura de trogloditas con atisbos neonazis era el mismo de aquellos vociferantes sans-culottes y aquellas desafiantes verduleras de Les Halles con los brazos en jarras, aquel “pueblo bestia” que, según Hippolyte Taine, “expone a pleno sol el fango y la hez de las grandes ciudades”. Pretendían invadir la sala de sesiones, impedir el normal funcionamiento del Parlamento y depurar a su gusto la representación nacional. Esta vez, sólo consiguieron los dos primeros objetivos.
Quién le iba a decir a Trump, después de todas sus cruzadas como encarnación viva de la ley y el orden, que terminaría comportándose como Robespierre, Marat y otros líderes jacobinos que, a la vez que formalmente repudiaban la violencia contra la Convención, animaban a sus más fanáticos seguidores a continuar ejerciéndola, avalando sus motivos y disculpando sus excesos, fruto del celo igualitario y el fervor justiciero.
Pero ese ha sido su siniestro itinerario como 45º presidente de los Estados Unidos, desde que arremetió contra la prensa por publicar las fotos que demostraban que a su toma de posesión había acudido mucha menos gente que a la de Obama, hasta anunciar que boicoteará la de Biden por considerar que le ha “robado” la reelección. Todo un camino de mentiras, actos de despotismo y muestras continuas de desprecio a los fundamentos de la libertad política.
Así es como ha llegado a travestir su mandato constitucional hasta el extremo de encarnar, en este segundo asalto al Capitolio, no el papel del digno presidente Madison, que salió en busca de sus tropas para retomar la capital, sino el del infame vicealmirante Cockburn.
Su conducta desde que perdió las elecciones, encaja sin duda con el apodo de “Arlequín del Estrago”, pues ha supuesto una continua incitación al desbordamiento social, basada en la deslegitimación de las instituciones. Para Trump, los órganos de los estados en disputa o los propios tribunales solo eran respetables si le daban la razón. Una razón que no tenía; pues, como reclamación tras reclamación se ha ido demostrando, carecía de fundamento empírico alguno.
Todo un camino de mentiras, actos de despotismo y muestras continuas de desprecio a los fundamentos de la libertad política
El vídeo en el que se le ve, junto a su entorno, contemplando las imágenes del asalto al Capitolio en directo, no refleja ningún tipo de indignación o repudio. Todo lo contrario. Es la actitud propia de un jefe de Estado Mayor supervisando el curso de las operaciones, desde un promontorio.
Toda la ira y enfado de Trump había quedado reservada durante los días previos para ese secretario de Estado de Georgia, al que le dijo “quiero que encuentres 11.780 votos” -como fuera-, o para el propio vicepresidente Pence, al que reclamó que impidiera el voto de los “elegidos de forma fraudulenta”. La denuncia de Trump de su “falta de valentía” parece sacada de las escenas de El Hundimiento, en las que Hitler masculla todo tipo de improperios contra los generales “traidores” que, según él, están dejándole abandonado.
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Si Pence hubiera bloqueado la ratificación de Biden, la invasión del Capitolio habría tenido un efecto multiplicador y la insurrección se habría extendido por todo el país con imprevisibles consecuencias. La pesadilla de un vacío de legalidad o un estado de sitio, en el que cada alto cargo de la administración y los propios mandos de las unidades militares hubieran tenido que optar entre unas u otras lealtades, ha estado poco menos que a la vuelta de la esquina.
¿Cómo han podido los Estados Unidos rozar este cataclismo institucional? Más allá de los factores sociológicos que componen el caldo de cultivo de todos los populismos, el elemento clave ha sido, en mi opinión, que gran parte de sus votantes nunca tomaron a Trump al pie de la letra.
Es decir, que sus bravuconadas por tierra, mar y Twitter les servían de válvula de escape a frustraciones de muy diversa índole; pero jamás creyeron que fuera a aplicarlas hasta las últimas consecuencias, poniendo en jaque la rendición de cuentas, el sistema de equilibrios y contrapesos y la propia transmisión pacífica del poder. O sea, la esencia misma de los Estados Unidos.
Esa es la gran moraleja que deberíamos aplicarnos en una sociedad como la nuestra, infectada por tres movimientos intercambiables en su pretensión de subvertir las reglas del juego, dividir a la ciudadanía entre amigos y enemigos, purificar la comunidad de esos enemigos, imponer la respectiva verdad unilateral y monolítica al pluralismo y sustituir a la postre la complejidad por la simplonería y el consenso por el autoritarismo.
El elemento clave ha sido, en mi opinión, que gran parte de sus votantes nunca tomaron a Trump al pie de la letra
Es significativo que, según un reciente estudio del Instituto Pew, el porcentaje de votantes de Vox que han tenido “confianza en que Trump hace lo correcto respecto a los asuntos mundiales”, sea el más alto -nada menos que un 45%- de entre todos los partidos de extrema derecha de Europa. Y es significativo también que, tanto el populismo podemita como el separatista hayan probado ya la fruta del árbol prohibido del cerco al Parlamento, ejercido algún tipo de violencia y execrado reiteradamente a los tribunales. Es decir que, como demuestra una y otra vez nuestra historia, el macizo de la raza ofrece un terreno especialmente abonado para que germinen todas esas hierbas del mal.
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Javier Rupérez, exembajador en Washington, sirvió el miércoles por la noche de portavoz de mi generación cuando declaró a EL ESPAÑOL que estaba sintiendo “la misma vergüenza” que durante el 23-F, con el agravante de que ahora era “el presidente de los Estados Unidos quien estaba dando el golpe”.
El mes próximo se cumplirán 40 años de aquella jornada bochornosa que yo viví como director de Diario 16, y basta escuchar el compromiso del Rey Felipe VI, como jefe de las Fuerzas Armadas, de estar “incondicionalmente con la Constitución”, para comprobar que las imágenes grotescas de Tejero generaron un beneficioso efecto vacuna que aún perdura en nuestro organismo. Ojalá que las escenas, igualmente televisadas en directo, del asalto al Capitolio tengan una influencia equivalente sobre los nuevos españoles.
Aquella noche de los transistores, Pedro Sánchez tenía ocho años y Pablo Casado sólo 22 días de vida, pero uno y otro se educaron en los valores democráticos fraguados durante la Transición. Lo sucedido en Washington debería alertarles de que, por muy sólida que parezca su tradición liberal, ninguna sociedad está a salvo del contagio de esa otra grave pandemia que es el irracionalismo populista. Y que, por lo tanto, en paralelo a la campaña de la vacunación contra la Covid, también deberían impulsar al unísono la vacunación contra el virus del sectarismo y el odio.
Casado dio un paso decisivo, al desmarcarse para siempre de Vox, en el debate de su moción de censura, sin obtener una justa correspondencia por parte de Sánchez, ni en el ámbito del reconocimiento del mérito político, ni por supuesto en el de una ruptura de amarras equivalente con sus socios de Gobierno, investidura y presupuestos. Pero 2020 ha muerto y un año de nieves como 2021 tiene que ser año de bienes.