La primera vez que Jordi Pujol me invitó a cenar en la Casa dels Canonges del Palau de la Generalitat fue en el 87, cuando yo era director de Diario 16. Nos acompañaban el propietario del periódico Juan Tomás de Salas, Iñaki Gabilondo —a la sazón director general de la nonata RTV16— y mi buen amigo el conseller de Finanzas Ramón Trías Fargas, máximo exponente del liberalismo catalán.
La cena transcurría con gran cordialidad hasta que Pujol se vanaglorió de que ya podía verse en los cines de Barcelona la mítica película Faraón del polaco Jerzy Kawalerowicz, doblada al catalán. Al principio pensé que quería decir que, tratándose de una película de culto de tres horas de duración que los cinéfilos veían en versión original, había salas en las que los subtítulos no eran en castellano sino en catalán.
Cuando quedó claro que no se trataba de eso, sino de que el dinero de la Generalitat había servido para que Ramses XIII y sus pérfidos sacerdotes hablaran en catalán, yo le pregunté si no sería más conveniente emplear esos fondos para que los cineastas catalanes produjeran películas en el idioma que cada uno escogiera. Pujol me contestó que entonces todas las películas serían en castellano por razones comerciales y ahí se esquinó la cena.
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Casi un cuarto de siglo después fue Artur Mas el que me invitó a almorzar en el mismo sitio, esta vez con el conseller Francesc Homs y el director de El Mundo en Cataluña Alex Salmon como testigos. El motivo era la publicación de mi libro sobre la Revolución Francesa, El primer naufragio, en el que Mas se había sentido identificado con los líderes moderados a los que los “sans culottes” parisinos impedían el acceso a la Convención. Con la diferencia de que él había dispuesto de un helicóptero para burlar el cerco de los radicales que en junio de 2011 rodearon la sede del Parlament en el parque de la Ciudadela.
La conversación fluía cómodamente, salpicada de gratificantes zalemas sobre la dimensión de mi empeño —reconstruir en mil páginas los cuatro meses en los que la Revolución dio paso al Terror— cuando Mas, en pleno pulso con Rajoy sobre la demanda de un nuevo régimen fiscal para Cataluña, me preguntó qué se podía hacer para convencerle.
Como sus palabras habían dado a entender que existía una gran cercanía entre aquel PP y nuestro periódico, yo me apresuré a desengañarle. Pero también le dije que era de sentido común ponerse en el lugar del otro: “Si tú quieres que alguien te dé algo piensa en qué puedes ofrecerle a cambio”.
Mas me pidió que precisara a qué me refería y le dije que entre la base sociológica que había dado la mayoría absoluta a Rajoy, causaba escándalo que en Cataluña fuera imposible estudiar en castellano, tratándose del idioma oficial del Estado.
Mas se puso tenso y yo procuré plantear mi sugerencia en los términos más amables y fáciles de ejecutar que se me ocurrieron. “¿Por qué no le ofreces que la Generalitat abra media docena de centros en Barcelona y otros tantos entre Tarragona, Gerona y Lérida en los que la lengua vehicular sea el castellano? Podrías justificarlo como una excepción para atender a los hijos de funcionarios o directivos desplazados durante pocos años y así ofrecerías una solución a ese sector que siempre decís que es muy minoritario pero que pide enseñanza en castellano…”
Fue como mentarle la bicha. Me acusó de instarle a “mercadear” con la lengua catalana y me advirtió que nunca lo haría porque la inmersión lingüística afectaba al “núcleo duro de la identidad de Cataluña”. Al menos no me dejó sin postre ni recurrió a equiparar la enseñanza en español con la enseñanza en japonés como había hecho poco antes.
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Ha pasado una década más, con el procés de por medio, pero cuando esta semana he hecho promoción de Palabra de director en Barcelona he sentido como si el tiempo permaneciera inmóvil en lo que se refiere a la obsesión del nacionalismo catalán por la lengua como anclaje identitario.
Por un lado se celebraba como un gran triunfo de Esquerra y su portavoz Gabriel Rufián que Sánchez vaya a obligar a Netflix a que el 6% de su oferta en España sean películas en catalán, euskera o gallego. O sea, lo mismo que cuando Pujol alardeaba de haber costeado el doblaje de Kawalerowicz al catalán, pero sin tener que poner el dinero.
Al mismo tiempo se mascullaba con indignación por la sentencia del Tribunal Supremo que, al rechazar el recurso de la Generalitat, convertía en firme la resolución del Tribunal Superior de Cataluña que obliga a impartir un 25% de la enseñanza en castellano.
Aunque en el fondo este criterio supone la consolidación definitiva de la inmersión obligatoria, en la medida en que avala que el 75% restante se imparta en catalán, permitiendo incluso que el castellano sólo sea vehicular en asignaturas de escasa importancia como las otrora llamadas “marías”, el denominador común de las reacciones era la llamada a la insumisión. Estimulada además por el mensaje embozado de la ministra de Educación en el sentido de que el Gobierno central no hará nada para que la sentencia se cumpla.
“Así es como se autodestruyen las democracias”, alegué durante la entrevista que me hicieron en el programa vespertino de TV3. “Al margen de cual sea el contenido de la resolución no puede ser que el Tribunal Supremo dicte una sentencia y el ejecutivo diga que no hay que acatarla”.
La presentadora Helena García Melero se ciñó entonces a ese “contenido de la resolución” y argumentó que en la práctica ya se cumple porque “el uso social del castellano en el patio es cada vez mayor”. Yo me aferré a que estamos ante el derecho “al menos parcial” de los padres a elegir la lengua vehicular para sus hijos, pero le dí la razón en una cosa: por mucha angustia que esto produzca a quienes tratan de convertir la lengua vernácula en una trinchera frente al “invasor”, la realidad social siempre termina por imponerse.
Y puse como ejemplo algo que me acababa de comentar “un catalán sabio, muy conocedor del derecho constitucional y de la historia de la transición al que siempre que vengo a Barcelona procuro visitar”. Sin necesidad de mencionar su nombre, Helena entendió enseguida quien era el aludido. Pero eso no era lo relevante.
“¿Te das cuenta, me ha dicho, de que la lengua más utilizada en el Parlamento Europeo, después del Brexit, sigue siendo el inglés? ¿Te das cuenta de que, según las normas vigentes, las lenguas oficiales de la Unión son las de los Estados miembros? ¿Y te das cuenta de que ahora mismo el inglés sólo es oficial en Irlanda, o sea en uno de los países más pequeños de la UE? Pues eso”.
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Recuerdo cómo, en aquella cena del 87, Pujol no sólo alardeó de lo de Kawalerowicz sino que también repitió su recurrente eslogan de “Som sis milions”. Treinta y cinco años después la población empadronada en Cataluña supera ya los 7,7 millones, pero casi 1,3 millones son extranjeros. Podrán o no votar, pero todos hablan y la mayoría no lo hace en catalán.
El catalán es la lengua de la administración y la política, de la radio y la televisión autonómicas, pero en la calle, al menos en Barcelona, sigue predominando la utilidad del castellano como uno de los tres grandes idiomas de la tierra. De ahí la obsesión nacionalista con blindar las películas y los patios de los colegios. Pero cavar trincheras en Netflix es como intentar impermeabilizar un agujero en la arena.
Lo que en el fondo ocurre es que el independentismo catalán sigue profundizando en ese hoyo, a costa de hundir cada vez más a la ciudadanía. Su última fantasía consiste en creer que el tribunal de Estrasburgo anulará la sentencia del procés, Puigdemont podrá volver libremente a Cataluña, Peré Aragonés se verá obligado a convocar elecciones anticipadas, Junts arrasará con la Declaración Unilateral de Independencia como primer compromiso y la República Catalana será admitida en la Unión Europea al cabo de un par de años.
Ya que tanto les preocupa Netflix seguro que se acordarán del momento en que el Profesor de La Casa de Papel imparte instrucciones al resto de la banda: “Vamos a llevar a cabo un plan que sería tachado de locura por cualquiera en sus cabales… así que olvídense de sus cabales”. Esa sigue siendo la consigna separatista para asaltar nuestra legalidad constitucional.