Ha tenido una idea tan lúcida el vicesecretario general de Ciudadanos, Daniel Pérez Calvo, al comparar el acoso al niño de cinco años de Canet de Mar con el que sufrió en 1960 la pequeña Ruby Bridges, cuando se convirtió en la primera niña negra escolarizada en una escuela hasta entonces sólo para blancos, que la equiparación —certera como pocas— debería tener continuidad a través de una iniciativa política concreta.
Ciudadanos debería ofrecer el respaldo de sus 9 votos a la modificación de la Ley Audiovisual que exige ERC para imponer una cuota obligatoria de películas en catalán a las grandes plataformas, con dos condiciones: que la primera que sea doblada, o al menos subtitulada, en esa lengua sea precisamente Ruby Bridges, producida en 1998, por Disney y disponible en su misma plataforma; y que la exhibición de esta película se convierta en parte del programa lectivo en todas las escuelas de Cataluña.
Así ya no haría ninguna falta que desde la Generalitat se instara a boicotear las plataformas. Pero sería inevitable que quienes vieran la película —les invito a hacer de avanzadilla— identificaran al tal Fàbrega que se declaró dispuesto a “apedrear” la casa de la familia que pidió que se cumpliera la ley que incluye un 25% de enseñanza en castellano con la señora furibunda que amenaza a Ruby con un pequeño ataúd con una niña negra dentro.
Y que identificaran también al mosso Albert Donaire que ha pedido el boicot activo al niño de Canet —“Este niño se tiene que encontrar absolutamente sólo en clase… en las horas que se hacen en castellano los otros niños deberían de salir de clase”— con los supremacistas blancos que entre escupitajos y crueles insultos amedrentan a los demás padres para que ningún otro niño asista con Ruby a clase. Y que vieran cuánto se parecen las pancartas, las muecas, las miradas de odio de unos y otros manifestantes.
Pero sobre todo se darían cuenta de que los dos grandes argumentos con que se defendía la coacción de la segregación racial en Luisiana y otros estados del sur son los mismos con los que se defiende la coacción de la inmersión lingüística obligatoria en catalán.
Unos y otros dicen que están en juego su identidad y —oh paradoja— sus “libertades”. Unos y otros alegan que el sistema viene funcionando con armonía y eficacia sin que prácticamente nadie se queje. O sea que los negros también encuentran trabajo y los niños conocen los dos idiomas. Incluso se exhibe a los “tío Tom” de uno y otro entorno como argumento final: negros que defienden la segregación y padres castellano parlantes que apoyan la inmersión obligatoria. Homenaje a La Boétie: elogio de la servidumbre voluntaria.
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La película de Disney refleja con gran precisión lo sucedido en la William Frantz Elementary School de Nueva Orleans, metamorfoseada hoy —pintadas iracundas incluidas— en la Escola Turó del Drac de Canet. Sin duda el momento de mayor significado político acontece cuando la policía estatal cierra el paso a la niña negra “por orden del Gobernador del Estado de Luisiana” y los cuatro agentes federales que la acompañan franquean el camino “por orden del presidente de los Estados Unidos de América”.
Aunque el Gobierno de Sánchez —como los de sus antecesores, todo hay que decirlo— haya abdicado de ejercer su autoridad en Cataluña, el poder judicial afortunadamente no lo ha hecho y ahora mismo es el Tribunal Superior de Cataluña quien ampara y protege al niño de Canet, al aplicar una resolución del Tribunal Supremo emanada de la doctrina del Tribunal Constitucional.
Alguien dirá —llevamos oyéndolo meses con especial intensidad— que unos jueces sin refrendo electoral están alterando las disposiciones de unas leyes fruto de la soberanía popular. Pero lo que esa posición ignora es que la inmersión obligatoria monolingüe en un idioma diferente al oficial en todo el Estado es un atentado contra el orden constitucional —por mucho que lo hayan tolerado Aznar, Zapatero, Rajoy y Pedro Sánchez—, amén de una anomalía, sin otro precedente en nuestro hemisferio que el de las Islas Feroe, alejadas por más de mil kilómetros de océano de la Dinamarca continental.
Y es, por supuesto, una flagrante violación de la dignidad de las personas —da vergüenza tener que escribirlo precisamente en el Día Universal de los Derechos Humanos— pues en una democracia deben ser las familias quienes decidan en cuál de las lenguas oficiales debe educarse a sus hijos.
Hay una escena conmovedora en la que la única profesora blanca que accede a enseñar a Ruby Bridges, le explica a la atribulada niña cuál es el fondo del asunto:
“Cariño, hay gente que ha sido criada con extrañas ideas, sobre las personas que son diferentes a ellos. Creen que el color de la piel es lo esencial y si no tienes la misma piel que ellos no les gustas…”
“Oh… es sólo por mi piel”, responde con los ojos como platos la niña, insultada y zaherida día tras día hasta la náusea por la turba de sus crueles convecinos.
Cambiemos el color de la piel por la lengua y ahí está la quintaesencia de lo que ocurre en esa Cataluña hosca y empreñada, moldeada por un nacionalismo educativo, cultural y mediático de carácter supremacista.
En lugar de disfrutar de la privilegiada riqueza de su bilingüismo, esa Cataluña de tietas y escamots se empeña en pretender imponer el catalán como idioma único con la misma prepotencia excluyente con que el franquismo trató de hacerlo con “la lengua del Imperio”. No es sino otra forma de racismo, pero su impulso será ahora tan en vano como lo fue entonces porque sólo encerrándose dentro de un gueto podría Cataluña mantener ese integrismo lingüístico.
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Si el acoso a una niña como Ruby Bridges supuso un aldabonazo que aún sigue resonando en la conciencia de los norteamericanos fue, en gran medida, gracias a la impactante ilustración que Norman Rockwell publicó cuatro años después de ocurridos los hechos en la revista Look.
Utilizando a la hija de unos vecinos y a unos policías locales como modelos, el mítico dibujante reconstruyó el momento de la entrada en la escuela de Nueva Orleans, ocultando las cabezas de los agentes federales y centrando todas las miradas en la niña negra con su inmaculado vestidito blanco, caminando ante el muro en el que convivían los restos de un tomate arrojado contra ella y las pintadas del odio. En el docudrama de Disney las siglas “KKK” aparecen bajo el tomate reventado.
Rockwell tituló su ilustración The problem we all live with, el problema con el que todos convivimos. Habrá sido cosa del subconsciente o reverberación de su reciente periplo norteamericano, el caso es que no ha debido ser por casualidad que en su magnífica viñeta del viernes, Tomás Serrano haya proyectado la silueta infantíl del “valiente de Canet” sobre la fachada de la Generalitat, y haya puesto en su boca estas palabras: "President, tenim un problema".
Está bien que cumplamos el trámite, pero apelar a Pere Aragonés, conocido ya como “el Rajoy catalán” por su inoperancia, es como llamar a la puerta del gobernador de Nueva Orleans, Alabama o Missisipi. Al menos este no nos acusa de hablar “la lengua de las bestias” ni insta a los CDR —“Apreteu”, “apreteu”— a poner los estrógenos del fanatismo al servicio de la confrontación con el Estado.
Pero su conseller de Educación, el tal Josep González Cambray, no se ha trasladado a Canet para respaldar la legalidad y solidarizarse con la familia agredida sino para instar a vulnerarla y dar alas a los agresores. No se ha embutido el capirote del Ku Klux Klan, pero ha animado a que otros lo hagan.
Doy por hecho, por cierto, que en cuestión de horas conoceremos la dimisión de Jaume Giró como miembro de ese gabinete catalán que alimenta el odio contra un niño de cinco años y su familia. Quienes le conocemos y apreciamos desde hace muchos años sabemos que es “un hombre honrado” —en el sentido nada irónico en que Marco Antonio lo dice de Bruto— y que si en un determinado momento se ha sentido impelido al magnicidio, a costa de intentar matar al padre, habrá sido creyendo servir a un bien superior, sin reparar en cuales iban a ser sus nuevas compañías.
Pero el episodio de Canet estará teniendo un efecto tan devastador en un alma sensible y una mente lúcida como la suya que su descuelgue de la trama supremacista será inevitable. A menos, claro está, que como en la obra maestra de Ionesco, a la que me referí en el cierre de la presentación de Palabra de Director en el Teatro Bellas Artes, la dignidad de conseller lleve aparejada una metamorfosis por la que cada mañana descubra nuevas escamas verduzcas sobre su piel y note que le va creciendo una protuberancia en medio de la frente. O reacciona ahora o pronto será como quienes le rodean. Si fuera creyente, pediría en mis oraciones que su caballo enfile sin demora el camino de Damasco.
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El palacio al que hay que llamar no es, en todo caso, el de la plaza de San Jaime sino el de la Moncloa o la sede de la Comisión Europea en Bruselas. El racismo lingüístico de las autoridades y una parte importante de la población en Cataluña “con el que convivimos” no es un “problema” ni de la Escola Turó del Drac, ni del municipio de Canet, ni de la comunidad autónoma con ínfulas de nacionalidad, sino del conjunto de los españoles y, si se me apura, del conjunto de los ciudadanos de la Unión Europea.
Sería una vergüenza que el presidente Sánchez, tan sensible ante la denuncia falsa de un delito imaginario de homofobia contra un adulto falaz y marrullero, siguiera sordo, mudo y ciego ante una agresión real contra un niño de cinco años por una turba, al menos virtual, de linchadores protegidos por sus socios parlamentarios.
Pero incluso, si así fuera, el compromiso del comisario de Justicia de la UE, Didier Reynders, de “supervisar personalmente” lo que acontezca debe reconfortar a sus familiares, amigos y compañeros en la resistencia a la opresión. El niño de Canet quedará como un símbolo de la lucha por los derechos humanos equivalente a Ruby Bridges —insisto, vean la película— tanto si el brazalete de quienes le protejan sea una banda rojigualda o una constelación de estrellas.
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