El pasado fin de semana me extirparon el "vasito de la hiel". Así es como se refería el Diccionario de Autoridades —1731— a la vesícula biliar, advirtiendo que "la hiel de cada animal no es sino su propia cólera".
La primera gran compilación léxica de nuestra lengua, asumía pues la teoría de los 'Cuatro Humores', vigente desde Hipócrates, según la cual el temperamento de las personas dependía de la predominancia de la sangre, la bilis amarilla, la bilis negra o la flema. De ahí que los biotipos humanos se dividieran en sanguíneos, biliosos, melancólicos y flemáticos.
En pleno Renacimiento, el gran Arcimboldo asoció esos "Cuatro Elementos" —así se titulaba la serie de retratos antropomórficos dedicados al emperador Maximiliano— a las cuatro estaciones, representando en realidad la evolución de las actitudes humanas ante la vida. Las edades del hombre, en sentido estricto.
Nadie menos apropiado que uno mismo para evaluar hasta qué punto ha vivido una primavera sanguínea, un verano bilioso, un otoño melancólico o un invierno flemático, cual Bradomín en las Sonatas de Valle. Probablemente todo ocurra de manera simultánea a los ojos de los demás.
Permítaseme alegar, echando mi cuarto a espadas, que creo haberme ahorrado la melancolía y he tratado de atenazar siempre la cólera entre el entusiasmo y la serenidad. Por lo tanto, sé que nunca echaré de menos mi vesícula biliar, uno de esos órganos, como las amígdalas o el apéndice, que los médicos siempre dicen que no sirven para nada. Sobre todo, cuando se inflaman y te los quitan.
No diré que haya sido una experiencia placentera pues fue precedida de desagradables dolores, fruto de la obstrucción del conducto cístico, que une la vesícula con el páncreas, por una piedra o cálculo de tres milímetros. Tantos años de vigilante restricción de la secreción biliar, para no agriar ni la vehemencia en la denuncia ni la reflexión en el análisis, tenían que terminar en algo así.
Pero sí diré que, una vez diagnosticado en el HM de Sanchinarro por la doctora Paula Villares —no era fácil detectar la recóndita causa del dolor teniendo una analítica casi perfecta—, fue todo un espectáculo de la medicina de vanguardia ver al doctor Emilio Vicente zanjar el problema mediante una sofisticada cirugía por laparoscopia y recibir el alta en 48 horas, sin molestia ni complicación alguna, un poco más ligero de equipaje.
Debo agradecer pues a estos doctores y a su jefe Juan Abarca que me hayan situado para los restos en una posición de permanente superioridad en el debate periodístico y político español. Quien fisiológicamente no puede acumular la bilis tampoco puede volcarla sobre sus adversarios, a costa de embadurnar fétidamente sus propios argumentos.
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Esto sí que es un "beneficio caído del cielo". Sobre todo, teniendo en cuenta que, desde que fundamos EL ESPAÑOL me había sentido amenazado por el gen desaforado de uno de nuestros ancestros. Es algo que pasa en muchas familias, pero cada uno percibe el riesgo, o si se quiere la maldición del ADN, según la herencia del linaje que pende sobre él.
La estirpe de EL ESPAÑOL incluye nada menos que a Larra, Blanco White, Antonio Maura y Ortega, pues todo ellos asociaron su firma, su genio y su prestigio a periódicos con esta u otra cabecera análoga. Pero entre medias, durante la penúltima década del siglo XIX, también entró en la familia, como director del semanario 'El Español', el tan vitriólico como ocurrente Luis Bonafoux que pasaría a la posteridad como "la víbora de Asnieres", en referencia al suburbio parisino en el que al final rezumó su alcantarilla.
No es que Bonafoux naciera, como todo hijo de Adán, con su correspondiente "vasito de la hiel" en forma de pera. Es que todo él era un bidón entero, aunque pudiera alegar en su defensa que no pretendía engañar a nadie pues iba siempre con su secreción por delante.
No en vano tituló "Bilis" la más notoria de sus antologías. Repasar sus tan brillantes como ponzoñosas páginas debería ser una vacuna obligatoria para aquellos columnistas, locutores o tertulianos que no hayan tenido aún la suerte de ser liberados de su glándula del odio.
Para Bonafoux los políticos eran "un enjambre de hombres ineptos y venales", "infecta roña de Europa", "administradores prevaricadores", "asnos parlamentarios con orejas de borrico y entrañas de hiena". Describía a la vez a sus colegas más destacados como "periodistas marinconcillos" que "bailan por comer el pucherete al son que les tocan", meros "canallas, almas bajas, criados rastreros que sólo sirven para limpiar la tapadera del retrete".
Para Bonafoux los políticos eran "un enjambre de hombres ineptos y venales"
Para deshacerse de unos y otros, "hay que pedir que venga el cólera", "que venga una peste bubónica que convierta las ciudades en hospitales y los barrios en cementerios", "y para concluir, un Terror Rojo con el triángulo de la guillotina en la Puerta del Sol". Por eso, tildó de "heroico" al anarquista Angiolillo cuando asesinó a Cánovas y alegó que si el puñal de su émulo Artal no encontró el corazón de Maura era porque no lo tenía.
Ningún hombre ilustre de su tiempo dejaba de ser descalificado con un mote, una anécdota verdadera o falsa veinte veces reiterada o un juego fácil de palabras: "el mulo de Cánovas", "el malvado e imbécil Dato", "Castelar que comía con los dedos y se espachurraba garbanzos en la calva", "Polavieja, Pollavieja para las damas", "Romero Robledo, espuerta de la basura nacional en el estercolero de los perros putrefactos", "a Weyler no hay que procesarle sino lincharle"… Y así cada mañana, año tras año. ¿Les suena?
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Oyendo según qué emisora de radio, viendo algunas tertulias, tropezando con tal o cual enlace a publicaciones digitales con hedor de sumidero de albañal, escuchando a personajes o personajillos vinculados a Vox, Podemos o el separatismo identitario, a menudo tengo la sensación de que la España de Bonafoux y el propio Bonafoux se reencarnan entre nosotros con vocablos muy parecidos a aquellos. A veces con su mismo ingenio cáustico; muchas otras, ni siquiera.
Y lo peor es que, aunque cambiemos el dial o la dirección electrónica, aunque nos repleguemos desde esos extremos del salvaje este u oeste a la zona templada en la que se supone que se vertebra el gran debate nacional, los espumarajos de las imprecaciones insultantes siguen salpicándonos y el tufo de los rencores abisinios nos persigue como si la propia morada vital de España fuera un gran lago de bilis amarilla.
Da igual que la guerra de Ucrania, la nueva estrategia sobre el Sáhara, la huelga de los transportistas o los precios de la energía hayan desplazado de la agenda al separatismo catalán, el trato a las víctimas de ETA, la ley trans o la renovación del Poder Judicial. En demasiadas ocasiones, incluidos muchos lances parlamentarios, ni el debate ni la discusión son dignas de tal nombre por la patente ausencia de un mínimo de urbanidad, cortesía y respeto al antagonista.
¿Será cosa del carácter nacional? Tratadistas del XVII como Bodino o Botero aplicaban poco menos que al pie de la letra la teoría de los 'Cuatro Humores' a la idiosincrasia de las naciones y el propio Montesquieu en su 'Espíritu de las Leyes' se aferraba —en plena Ilustración— a la inercia de que "el frío o el calor del clima dan a las naciones un tan desigual carácter" que era preciso tratarlas con normas diferentes.
De ahí el tópico del pueblo español ingobernable por su exceso de bilis y su cólera latente, que el franquismo explotó hasta la nausea para imponer su mano dura y justificar la inviabilidad de un régimen parlamentario como el de la Segunda República.
De ahí el tópico del pueblo español ingobernable por su exceso de bilis y su cólera latente
Pero, más allá del tópico, está el saldo real de las cinco guerras civiles que en los siglos XIX y XX retroalimentaron la innegable tendencia al fratricidio que habita entre nosotros. Y aunque la globalización, el europeísmo y la experiencia cosmopolita de tantos compatriotas actúen como amortiguadores, hay conductos como los aludidos medios extremistas, por no hablar de las redes sociales, que no dejan de insuflar toneladas de hiel a la laguna.
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No deja de ser indicativo que los camioneros más recalcitrantes, esos que jalean a su "Mesías" al grito de "Olé, tus cojones" por empecinarse en privar de suministros a los supermercados, sí, pero también a las guarderías, hospitales y residencias de ancianos, vistan chalecos amarillos como la bilis. O que los viejos y nuevos mandarines mediáticos sigan asidos a las herrumbrosas lanzas de los rencores del siglo pasado sin levantar ni un milímetro el visor de su celada, no vaya a ser que por ella entre un soplo de concordia.
El peor de todos los síntomas es, sin embargo, que la propia vida intelectual esté siendo transformada en campo de Agramante de ese ridículo oxímoron llamado "batalla cultural". Y pondré como botón de muestra la última película de Almodóvar, 'Madres paralelas'. No por otra razón, sino porque era la que estaba viendo y disfrutando cuando arreciaron los dolores que me llevaron a las urgencias del hospital.
Bajo la misma atmósfera cálida y empática que destila siempre el gran cineasta, con sus personajes potentes fruto de un buen guion y una impecable dirección de actores, avanza una historia enigmática que engancha al espectador. ¿Qué ocurre a partir del día en que dos madres muy distintas dan a luz al mismo tiempo y en la maternidad intercambian por error a sus bebés?
El destino, la casualidad, la dependencia emocional, la mentira conveniente, la verdad ingestionable… Son resortes universales mediante los que la película crece y crece, hasta que para mi perplejidad y decepción —¡cielos, oh no, otra vez la ‘memoria histórica’!— se despeña ante una fosa común a la que los descendientes del bando derrotado acuden, remedando la maniquea procesión de Novecento entre exaltadores acordes musicales, para recordar la perfidia del bando vencedor en la última de esas guerras civiles, concluida hace ochenta y tres años.
El problema no es que Almodóvar haya hecho dos películas en una, sino en que, para hacer la primera, transversal, sugestiva e inspiradora, se haya sentido obligado a rebozarla con la fritanga de panfleto de la segunda. Todo se resume en la escena en la que Janis (Penélope Cruz) reprocha agriamente a Ana (Milena Smit) que pretenda vivir de espaldas al pasado. Es como si de repente una mujer abierta a todas las experiencias se hubiera transformado en Bernarda Alba.
Oyéndola advertir a su ya amante que todo se acabará entre ellas si no comparte sus fantasmas queda patente que el resentimiento es el grifo que más eficazmente abre el "vasito de la hiel". Esto es España, amiga.
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"La experiencia decía que el deseo de enmendar un pasado infausto podía llevar fatalmente a su repetición", explica el admirable historiador Juan Francisco Fuentes en un reciente ensayo (*), al reivindicar el "espíritu de reconciliación y concordia" de la transición. Un espíritu estimulado por Suárez y los suyos, pero también, como Fuentes demuestra prolijamente, por las principales figuras de la izquierda.
Así es como fue germinando, ya va para medio siglo, una especie de "concepción paliativa de la Memoria", basada en un ajustado equilibrio entre recuerdo, perdón y olvido.
Ese espíritu quedó quebrado primero por la llamada ‘Ley de Memoria Histórica’ de 2007 y ahora por el "salto cualitativo" de la aún en trámite 'Ley de Memoria Democrática'. Junto al "loable empeño de recuperar los cuerpos de miles de víctimas de la guerra civil", se trataba de crear, según Fuentes, un "antifranquismo retrospectivo" que colocara permanentemente a la derecha democrática a la defensiva y sirviera de punto de encuentro entre la izquierda y los separatistas.
El objetivo era "abolir el carácter plural y contingente de las vivencias recordadas y crear en su lugar una memoria sectorial y a menudo sectaria como verdad oficial". Pero ello daba pie a un problema derivado y a una frustración inmanente. Porque "la imposibilidad de cambiar el pasado mediante una determinada forma de recordarlo y el deseo, pese a todo, de intentarlo crean un círculo vicioso del que resulta muy difícil salir si se cree ilusoriamente, que la política actual pueda tener efectos retroactivos sobre la historia".
Esa frustración ante la imposibilidad de rectificar el pasado, y la contumacia en pretenderlo, es la que ha engrosado durante las últimas dos décadas la vesícula biliar de nuestra cultura política y propiciado la sobreproducción del mal humor colectivo que todo lo enfanga.
Esa frustración ante la imposibilidad de rectificar el pasado, y la contumacia en pretenderlo, es la que ha engrosado durante las últimas décadas la vesícula biliar de nuestra cultura política
Fuentes invoca una boutade del viejo Bergamín —"Lo que este país necesita es otra guerra civil y que esta vez ganen los buenos"— pero también advierte que ha surgido una extrema derecha dispuesta a recoger ese guante.
Una extrema derecha que "considera roto el pacto fundacional de la transición y aboga por un regreso a la épica y la intransigencia de los viejos tiempos". No en vano define a Vox como "la versión castiza del 'ho tornarem a fer' del independentismo catalán".
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Si no es posible aceptar —y menos cuando uno se ha liberado de su propio "vasito de la hiel"— que, como decía Bonafoux, "la podredumbre" sea la "fuente de la vida", toca aprovechar cualquier oportunidad sobrevenida para sanear nuestro ambiente. La coincidencia entre la situación límite de la economía, agravada por la guerra de Ucrania, la llegada al liderazgo del PP de alguien con la envergadura de Feijóo y la irrisoria levedad de sus siempre enfurruñados compañeros de viaje, debería abocar a Sánchez a los grandes pactos de Estado.
Tras su éxito en la cumbre de la UE, el presidente del Gobierno conseguiría ampliar así el respaldo social al incremento de los gastos de Defensa, el viraje atlantista de su política exterior —Sáhara incluido— o las medidas de protección social contra la crisis. También lograría que se renueve, como es pertinente, el Poder Judicial.
Pero prestaría además un gran servicio a España si en el paquete de lo pactable incluye también la retirada de esa mal llamada 'Ley de Memoria Democrática'. Una norma que sus socios y aliados habituales pretenden convertir en el reservorio del virulento ajuste de cuentas con el pasado, mediante "la convalidación democrática —vuelvo a Fuentes— de grupos terroristas y organizaciones de inspiración maoísta y trostkista que combatieron a la dictadura".
Por supuesto que ese proyecto de ley, empantanado en la fase de enmiendas, no es el único manantial del cainismo que nos corroe. Pero acoge, bombea y distribuye la ponzoña de todos los demás, en la medida en que alinea a los de un bando y retroalimenta a los del otro. Extirparlo mediante esa diligente laparascopia llamada consenso supondría un punto de inflexión regenerador.
Es verdad que cada uno habla de la feria según le va en ella y a mi me está yendo de lujo. Pero estoy convencido de que también España sería más feliz consigo misma y más convincente ante las demás naciones sin esa vesícula biliar.
(*) Fuentes, Juan Francisco. "Memoria histórica/ Memoria democrática", Círculo Cívico de Opinión. Marzo de 2022.