Durante el turno de preguntas que le dirigimos los comentaristas, tras la entrevista con Xabier Fortes en el canal 24 horas, a Yolanda Díaz se le escapó un “van ganando”, referido a la propuesta de reducción generalizada de impuestos del PP de Feijóo.
También dijo que ella era partidaria de una disminución a las “rentas bajas” en los “impuestos directos”. Es decir, en el IRPF. Algo a lo que se venía negando sistemáticamente el sector mayoritario del Gobierno para no reducir la recaudación.
Eran las 11 de la noche del miércoles y la vicepresidenta segunda auguró una “larga” y “difícil” negociación en el Ministerio de Hacienda pues subsistían “diferencias importantes” entre el PSOE y Unidas Podemos. Por la mañana esas “diferencias” habían desaparecido como por ensalmo y María Jesús Montero anunció la reducción del IRPF a cinco millones de asalariados con rentas inferiores a 21.000€, lo que supondrá una merma en la recaudación de 1.800 millones.
La mayor parte —1.500 millones—se recuperará a través del llamado “impuesto a los ricos”, que se cebará con 21.000 contribuyentes. Nunca la redistribución había ido tan lejos: cada uno de esos profesionales, pequeños y medianos empresarios y algunos herederos que viven de sus rentas costeará la bajada fiscal a 238 contribuyentes.
Era exactamente lo que pretendía Unidas Podemos cuando hace sólo tres meses presentó en el Congreso su propuesta de impuesto especial sobre las “grandes fortunas”: saquear a los “ricos” para repartirlo entre los “pobres”. Muy a lo Robin Hood o a lo Dick Turpin. Naturalmente, el PSOE votó entonces en contra.
Las comillas son imprescindibles porque ninguno de los pocos ricos de verdad que hay en España, esos que salen anualmente en la lista de Forbes y alguno más camuflado por ahí, se verá afectado por este tributo. Sus bienes están debidamente blindados en sociedades interpuestas radicadas en el extranjero.
Son los contribuyentes “fichados” en la declaración conjunta de IRPF y patrimonio quienes, después de una vida de ahorro, pagarán por segunda vez por lo que les quedó de aquello sobre lo que ya tributaron en su día bajo el tipo máximo del IRPF. La mayoría de ellos tendrá que vender parte de ese patrimonio o endeudarse, al tener unos ingresos netos anuales muy inferiores a la cuota que deberán pagar. He aquí el ejemplo de cuando un tributo es confiscatorio.
Volveremos sobre ello, pero una vez más la clave de lo ocurrido es la debilidad política de Sánchez. Tanto por la inconsistencia de su proyecto como por la fragilidad parlamentaria, agravadas aun más por las disidencias de los líderes territoriales socialistas. Era lo que le faltaba al presidente, el “sálvese quien pueda” de sus barones ante las elecciones autonómicas.
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La víspera de este destape tributario, uno de los socialistas más razonables, con asiento en el Consejo de Ministros, se jactaba ante un grupo de amigos de estar viviendo una experiencia única “porque gobernamos dos partidos, pero sólo manda uno”.
Evidentemente, se refería al PSOE. Pero demasiadas veces, y esta voltereta fiscal es el último ejemplo, la experiencia acredita que son las tesis de su socio radical las que terminan imponiéndose. Por algo dijo Page que los problemas del PSOE proceden “en un 95%” de las cesiones a sus aliados.
El despistado deambular de un PSOE carente de un discurso consistente y homogéneo en el ámbito fiscal, le convertía ahora en el perfecto personaje en busca de autor. Y, como siempre, lo ha encontrado a su izquierda.
"Todos los mitos del PSOE sobre la necesidad de una creciente presión fiscal, para alimentar un rampante gasto público como principal motor del Estado de Bienestar, parecían tambalearse"
La propuesta del PP era clara y cristalina: bajar los impuestos -y en especial el IRPF- a la inmensa mayoría de los contribuyentes, para devolverles al menos una parte de esos 30.000 millones que el Estado terminará recaudando por encima de lo previsto, al dispararse las bases imponibles por la inflación.
Nada tan coherente como que, al mismo tiempo, Juanma Moreno cumpliera su compromiso electoral de bonificar al 100% el impuesto del Patrimonio, siguiendo el ejemplo de Madrid y en sintonía con la filosofía que llevó en su día a suprimirlo a Zapatero. Dar ese paso suponía además para Andalucía reforzar las ventajas de su hábitat para atraer inversores y residentes fiscales tanto de otras comunidades como sobre todo dentro del colectivo de extranjeros que tienen allí sus viviendas.
La perspectiva de que, después de la humillación en las urnas, esta apuesta por la fiscalidad baja incrementara el crecimiento y la prosperidad de Andalucía, marcando así la senda para el conjunto de España, se convirtió de repente en el más amenazador fantasma para el PSOE. Todos sus mitos sobre la necesidad de una creciente presión fiscal, para alimentar un rampante gasto público como principal motor del Estado de Bienestar, parecían tambalearse en vísperas de un peligroso invierno convertido en tobogán hacia las urnas.
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De ahí la dureza de su reacción, insistiendo en identificar al PP con los “ricos” y acusando atolondradamente a sus comunidades de practicar el dumping fiscal por el mero hecho de ejercer sus competencias autonómicas a satisfacción de sus electores. En esas estábamos -de repente el gran recentralizador era el partido autodenominado “federal”- hasta que irrumpió Ximo Puig con una bajada del IRPF que dejaba corta a la propuesta por el PP. La puja por el votante era descarnada: si el PP ofrecía “deflactar” la tarifa a las rentas inferiores a 40.000€, él deflactaría el tramo autonómico a los que declararan menos de 60.000.
Desconozco los términos literales de la bronca conversación que el presidente valenciano mantuvo con Sánchez cuando llamó a la Moncloa, a título informativo, la víspera de su anuncio. Pero su impasibilidad ante lo que tuvo que escuchar marcará ya para siempre su biografía política. Quienes parecen más tímidos y hasta débiles a veces se transfiguran en las situaciones límite. Esta semana les ha pasado, por razones diferentes, a Ximo Puig y a Pere Aragonés y los dos han salido reforzados en sus territorios.
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La iniciativa valenciana desarbolaba los pilares mismos de la política fiscal de Sánchez. Ya no podía seguir oponiéndose a la bajada del IRPF y menos aun exhibir el escudo de la armonización fiscal. A medida que Moncloa iba conociendo con creciente impotencia planes equivalentes por parte de otros barones socialistas como Vara, Page o Lambán, cundía el vértigo a que la opinión pública percibiera que Sánchez terminaba asumiendo los postulados del PP, como ya había ocurrido con la bajada del IVA a la electricidad y el gas. En esa tesitura es cuando Sánchez decidió que, puestos a rendirse, mejor hacerlo ante Unidas Podemos.
El resumen de sus modificaciones tributarias es que le ha comprado la tela a Feijóo pero para hacer un traje a la medida de Yolanda Díaz, Ione Belarra e Irene Montero. Es decir, de Pablo Iglesias, única mano que verdaderamente mece la cuna de la izquierda radical.
"Sánchez se ha plegado por partida doble a los requerimientos de Yolanda Díaz: reduciendo impuestos sólo a las rentas más bajas y lanzando a esos 23.000 ‘ricos’ a las fauces de la demagogia"
El resultado ha sido la exclusión de todo beneficio, incluido el de resarcirles tributariamente por la inflación, a los casi ocho millones de asalariados y autónomos que declaran rentas de entre 20 y 60.000€. O sea, a esa “clase media trabajadora” que desde hace meses no se le cae de la boca al presidente. Esa esquilmada, aplastada y exhausta “clase media trabajadora”, a la hora de la verdad abandonada de nuevo a su suerte.
Sánchez se ha plegado por partida doble a los requerimientos de Yolanda Díaz: reduciendo impuestos sólo a las rentas más bajas y lanzando a esos 23.000 ‘ricos’ a las fauces de la demagogia. No es la política tributaria del PSOE sino la de Unidas Podemos que ha logrado incluso colocar la guinda de esa “cláusula de revisión”, desvelada en EL ESPAÑOL por Eduardo Ortega, que les permitirá presentarse a las elecciones -ya veremos bajo qué siglas- como garantes de que el yugo sobre los que tengan más de tres millones será permanente.
Tan segura está Yolanda Díaz de que ahora es ella la que “va ganando” que incluso se ha permitido reprochar acremente al PSOE que esté dispuesto a apoyar que se pueda expulsar en 48 horas a quien ocupe ilegalmente una vivienda. Según ella, esto supone nada menos que asumir “el marco de la extrema derecha” y desplazar el foco de “los problemas reales de la gente” pues son “muy pocos” los que un buen día se encuentran con que unos desconocidos se instalan en su casa, tras forzar la cerradura, y reivindican el derecho a quedarse.
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Al margen de que, si fueran tan “pocos” los afectados, no habría tantos anuncios de alarmas y otros dispositivos “anti-okupas”, la vicepresidenta segunda aplica a este asunto la misma lógica perversa que al eufemísticamente llamado “impuesto de solidaridad”. Puesto que los perjudicados son una diminuta minoría -y encima viven en comunidades gobernadas por el PP- que se fastidien y “arrimen el hombro”.
Es curioso, por cierto, que los portavoces del Gobierno empleen una y otra vez esa metáfora, mientras se cierra una negociación con los funcionarios que, al margen de garantizarles un 9% de subida salarial en tres años, les permitirá reducir su jornada laboral un 6%. Curiosa manera de afrontar una de esas crisis que teóricamente exigiría redoblar los esfuerzos para salir adelante. Pero ya se ve que mientras a unos se les obliga a poner todo su hombro, a otros se les permite seguir retirándolo.
Todo es tan irracional e injusto que parecería mentira si no estuviéramos en vísperas de dos procesos electorales. Sánchez no trata de resolver, ni siquiera de encauzar, los problemas de una economía española lastrada por su deuda pública y al borde mismo de la recesión, sino de aplicar una teleología determinista abocada a un único fin: permanecer en la Moncloa. Algo nada sorprendente si nos fijamos en el ambiente maravilloso que allí se vive, a juzgar por los primeros videoclips del gran publirreportaje que pronto adquirirá la forma de serie de televisión.