Cuando su pareja, Pablo Iglesias, la nombró ministra de Sánchez, nadie podía imaginar que Irene Montero fuera a convertirse en la figura dominante de la política española, justo al adentrarnos en el decisivo galicinio de la legislatura.
El corrector de mi ordenador no debería subrayar en rojo esta palabra —mutilando una vez más la riqueza del idioma— pues el galicinio es, según la RAE, "la parte de la noche próxima al amanecer". El concepto fue acuñado por san Isidoro de Sevilla en el siglo VII y articulado por Fernández de Palencia a finales del XV, cuando dividió la noche en ocho partes distintas que pueden muy bien ser de aplicación a lo sucedido en España desde el 10 de noviembre de 2019.
Con el véspero o anochecer vino el recuento electoral que alumbró la llamada "mayoría Frankenstein", sin que al PP de Casado y García Egea se le ocurriera otra iniciativa política —la gran coalición, por ejemplo— que pedir la dimisión de Sánchez por haber bajado de 123 a 120 escaños.
Llegó enseguida el crepúsculo de la investidura que permitió a Sánchez e Iglesias aprovechar la última claridad furtiva para suscribir el bautizado como pacto del insomnio, en alusión a la advertencia del presidente de que no podría dormir con ministros de Podemos.
Apenas dos meses después, el concubio, identificado por san Isidoro como esa tercera parte en la que "los ombres (sic) aduermen", adquirió un significado trágico para las decenas de miles de españoles arrojados al sueño eterno por la guadaña de la fase más atroz de la pandemia.
Aun más literalmente podría decirse otro tanto del posterior conticinio —cuarta parte de la noche "quando todas las cosas parecen estar callando y adormidas"— que vivimos en forma de confinamiento y restricciones a la movilidad.
[Editorial: Tres años del pacto del insomnio: este es otro PSOE]
Superadas esas fases convulsas y dramáticas llegó la oscura y prolongada quinta parte de la noche, denominada intempesta, que ha enmarcado los conflictos de estos tres años sobre el modelo territorial, el modelo económico y el modelo social. Ha sido la fase de las pesadillas, fruto de las concesiones del PSOE a sus socios radicales.
Tras la salida de Pablo Iglesias del Gobierno y el auge de Yolanda Díaz, todo hacía imaginar un galicinio mucho más placentero para el presidente. Su etimología vincula a esta sexta parte de la noche con el canto del gallo que sirve de despertador a quien no tenga el sueño muy profundo. Es el momento del kikirikí que devuelve abruptamente a la realidad a los mortales.
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Al decir de sus allegados, Sánchez había logrado vencer a su propia profecía y dormía placenteramente hasta que, hace un año, la sustitución de Casado por Feijóo trastocó todos sus planes para proceder a una ruptura estratégica con Podemos y volver a pelear por el espacio de centro. La debacle andaluza le convenció enseguida de que no le quedaba otra que un cambio de guion, aprovechando la crisis económica para polarizar a la sociedad y movilizar a la izquierda con todos los resortes populistas a su alcance.
Era una operación muy delicada pues implicaba dar rienda suelta a los perros de la guerra contra Feijóo y el PP, contra los ricos "de los puros", contra los medios no adictos, contra las energéticas, las distribuidoras de alimentación y los bancos, pero sin pasarse de frenada. Sin inquietar a los mercados, ni despertar recelos en Europa.
Que el gallo Emérito seguiría cantando en la SER, en la televisión de Roures o con cualquier otro megáfono, redoblando su estridencia, estaba descontado. Que Yolanda Díaz tendría que marcar territorio tensando la cuerda en asuntos como el salario mínimo o las medidas para abaratar la cesta de la compra, también. Y nada de lo que hicieran o dijeran ministros como Alberto Garzón o Ione Belarra —incluso sobre la guerra de Ucrania— iba a traspasar nunca la frontera del "ruido", por utilizar la misma expresión que empleó un frustrado Pedro Sánchez el jueves ante los periodistas.
"Sólo cuando el desgaste electoral por el 'sí es sí' ha comenzado a percibirse se ha emprendido la reforma de la reforma"
Con lo que no contaba el presidente era con el agresivo empecinamiento de Irene Montero, al pretender ganarle todos los pulsos al PSOE y encima por goleada. De nada ha servido que se aprobara la ley del sí es sí en los términos que ella exigía, ni que el Gobierno y el PSOE aguantaran la respiración durante cuatro meses, esperando que la presión de la fiscalía sobre los tribunales inferiores o un milagroso cambio en la jurisprudencia del Supremo cortaran la hemorragia de las rebajas de penas y excarcelaciones de violadores.
Sólo cuando los beneficiados por ese buñuelo legislativo, pomposamente inflado por el gas ligero del consentimiento, han alcanzado ya el medio millar y el desgaste electoral ha comenzado a percibirse en todas las encuestas menos en las cocinadas de forma presuntamente delictiva por el CIS de Tezanos, se ha emprendido el camino de la reforma de la reforma.
Incluso durante esta fase, el sector mayoritario del Gobierno, mediante la implicación sucesiva de Pilar Llop, María Jesús Montero y el omnipaciente Félix Bolaños ha ofrecido a la ministra la más digna de las salidas: una "modificación técnica" que restablezca la proporcionalidad entre delitos y penas, sin otro cambio de nomenclatura que el de tipificar o no como violentas las agresiones sexuales, según sus características e intensidad.
Ni por esas. Un mes después de que se anunciara la rectificación, dos semanas después de que el PSOE presentara en solitario su proposición de ley, la titular de Igualdad sigue atrincherada en su señalamiento de los jueces como únicos responsables del estropicio y en el patético autobombo de las excelencias de su ley.
Y no se trata de una resistencia pasiva para que sea el PSOE quien asuma el coste de volver a parámetros punitivos acordes con los del PP, sino de un bloqueo activo, coordinado con Bildu y ERC, para arrastrar el debate parlamentario hasta la víspera misma del 8-M y trasladarlo a la calle, en esa fecha emblemática, con la mayor virulencia posible. Sería la imagen de la legislatura: Irene Montero liderando, puño en alto y pancarta en ristre, una manifestación contra el Gobierno, sin dejar de formar parte del Gobierno.
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Consciente de que no podría hacer mejor regalo a la oposición que esa exhibición de su incapacidad tanto para meter en vereda como para cesar a su insubordinada, Sánchez ha emplazado a Irene Montero a que muestre de una vez su propuesta de reforma de la ley. La respuesta de la ministra ha sido un abrupto corte de mangas del género verdes las han segado.
Públicamente ha dicho que sólo destapará sus cartas cuando hayan sido asumidas por el PSOE. Es decir, cuando haya vuelto a imponer su criterio. Su entorno ya está filtrando que no cambiará ni una coma de la ley en vigor. Es un desafío al presidente en toda regla, convencida de que tiene el tiempo a su favor y el 8-M como arma intimidatoria.
[ERC y Bildu tumban la reforma exprés del 'sí es sí' y fuerzan que se debata a las puertas del 8-M]
Tanto ha jugado a hacerse la Agustina de Aragón del nuevo feminismo que ya no hay quien la saque de su papel heroico. Sobre todo, sabiendo que cuenta con la red de seguridad de que Sánchez no prescindirá de sus servicios para no regalarle el papel de víctima.
He necesitado unas cuantas conversaciones con juristas para entender dónde está la sustancia del fundamentalismo de Irene Montero sobre el "consentimiento" como eje vertebral de su ley y en qué afecta a la readecuación de las penas. Sobre todo, porque ese parámetro siempre ha estado lógicamente en el Código Penal. Al fin me he dado cuenta de que su batalla no es ni contra el machismo, ni contra la violencia sexual sino contra la ética de la objetividad.
"Para Montero no cuentan los hechos ni sus efectos, sino sólo sus causas: un mismo tipo penal debe incluir la violación y los tocamientos lascivos"
Es decir, que para ella no cuentan los hechos, ni siquiera sus efectos, sino sólo sus causas. O mejor dicho, la interpretación de las causas. Por eso, un mismo tipo penal debe incluir la violación múltiple con lesiones a punta de pistola o navaja y los tocamientos lascivos en la aglomeración del metro.
Para ella no son sino expresiones concordantes de un tiránico "heteropatriarcado", siempre presto a disponer del cuerpo de la mujer sin su consentimiento. ¿Cuál es la consecuencia de esta cosmovisión, a la vez ontológica y reduccionista? Pues que, al aplicar una única horquilla penal a hechos para los demás mortales tan diferentes, o se castiga con largos años de cárcel al baboso del metro o se rebaja el castigo al violador múltiple.
Esto es lo que ha sucedido, sin que en el fondo les importe porque, como ha dicho Victoria Rosell, su feminismo "nunca ha sido punitivista". Por eso no quieren "imponer una pena muy alta" a ningún delincuente sexual porque "individualiza el problema y de paso aísla a la víctima y le quita el paraguas de lo colectivo". Estremecedoras palabras. Esta señora no es Delegada contra la Violencia de Género sino delegada para la criminalización del género masculino y la victimización del femenino.
En consecuencia, la ley del sí es sí no persigue violadores, apaleadores, pedófilos o agresores sexuales con nombre y apellido, sino vulneradores al peso de la falta de consentimiento explícito de las mujeres. Oportunistas lascivos que abusan de los silencios, la ambigüedad y la penumbra en la que transcurre gran parte de la vida. Para Irene Montero lo esencial no está en la realidad, sino en la mente de los agresores y las agredidas. En la fuerza de la voluntad, que decía Leni Reifensthal.
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Ese mismo es el canon de la Ley Trans: no hay biología, no hay morfología, sólo derecho a la autodeterminación. Nadie es lo que es; tan sólo lo que cree ser. De forma duradera, momentánea o transitoria. Sólo cuenta el referéndum diario de cada único votante respecto a su propia identidad y soberanía. No es de extrañar que la sintonía con Junqueras y Otegi haya sido absoluta.
Lo inaudito es que el PSOE que se plantó con los perros de caza, para no destrozar las expectativas electorales de Vara y Page, haya tragado con la desprotección de los menores, permitiendo su hormonación e incluso alteración quirúrgica sin otro requisito que el de su propio impulso adolescente.
Pero en el pecado está teniendo Sánchez su penitencia porque la tantas veces presentada como alborotadora gallinita, siempre a la sombra del rey del gallinero, ha decidido transicionarse en gallo con espolones. No es broma: lo que la naturaleza no le dio, se lo otorga ya la legislación vigente. Cualquier día nos anunciará que ha decidido erigirse en "macho alfa" y cuidado con quien se acerque a él, ella o elle.
Menudo dilúculo —"quando más espesas vezes cantan los gallos anunciando las cercanías del alva"— y menudo antelucano —"quando ya el alva comienza a desparzir las tinieblas"— le esperan al presidente. Con el gallo Irene marcando el tono del estridente coro de gaznápiros radicales que le rodean, en estas dos últimas partes de la noche que aún restan de legislatura —antes y después del 28-M— Sánchez puede perder toda esperanza de ganar el nuevo día.