La muerte con visos de asesinato del líder del grupo Wagner, Yevgueni Prigozhin, me ha remitido de manera fulminante a la obra teatral Patriots que vi hace tres semanas en Londres. Su autor Peter Morgan, guionista y creador de The Crown, reconstruye, con su habitual maestría para dramatizar la realidad, el ascenso y consolidación en el poder de Putin, a través de su relación con su primero protector y después víctima, el oligarca Boris Berezovsky

Yevgueni Prigozhin.

Toda la función es trepidante, pero se me quedó grabada la discusión de Putin con su entonces jefe de gabinete Alexander Volóshin sobre qué hacer con Berezovsky, tras su viraje hostil a través del canal de televisión que controlaba. Putin encarga a un reluctante Volóshin que le dé un ultimátum para que venda el canal en cuarenta y ocho horas, si no quiere ser detenido y acusado de corrupción. 

–El Estado tiene una estaca para personas como Berezovsky. Todavía no la he utilizado. Solo la tengo en la mano. Pero si hace falta te prometo que la utilizaré. Y sólo tendré que utilizarla una vez. 

Muro de pago

–Jefe, ¿estás seguro? Ese tipo es rico y ruidoso. Tiene medios para montar un partido de oposición. Es mejor tener a tipos como Berezovsky dentro de la tienda que fuera. Mantén a tus enemigos cerca.

–¿Y por qué debería hacer eso, Alexander Stalyevich? ¿"Mantener a mis enemigos cerca"… cuando simplemente puedo destruirlos? 

Prigozhin, Rubiales, Puigdemont: el triple rasero.

Putin no hablaba metafóricamente, como la obra se encarga de mostrar pocas escenas después, al representar el asesinato con plutonio en Londres de Alexander Litvinenko (estrecho colaborador del oligarca) y el propio suicidio de un Berezovsky acorralado. Putin le había puesto la cruz y la raya en una conversación con su nuevo "valido empresarial" Román Abramóvich.

–Boris nunca entendió que lo que cuenta por encima de todo es la lealtad. (…) Lo único que tenía que entender es que podía tenerlo todo, mientras fuera leal. 

El nombre de Prigozhin se añade así a la lista de al menos un centenar de opositores a Putin asesinados de forma no aclarada o muertos en extrañas circunstancias

Cambiemos el nombre de Berezovsky, o más bien de Litvinenko, por el de Prigozhin y tendremos la descripción perfecta del final del líder de Wagner en la explosión provocada de su avión, a los dos meses exactos de ser acusado de "traición" por Putin. Es decir, a los dos meses de adquirir ante los kremlinólogos el estatus temporal de "muerto viviente". He aquí el baremo de la forma despótica y brutal mediante la que ejerce el poder quien se siente amo absoluto de Rusia. 

El nombre de Prigozhin se añade así a la lista de al menos un centenar de opositores a Putin asesinados de forma no aclarada o muertos en extrañas circunstancias. Pero ese no es sino un capítulo sanguinario más que muy bien podría servir de prólogo a los crímenes contra la humanidad de los que tanto la ONU como el Tribunal de La Haya acusan ya a Putin por las matanzas de civiles o los robos de niños en Ucrania.

El tiempo nos dirá si morirá en la cama odiado y temido por los suyos como Stalin, si será ejecutado brutalmente como Mussolini, asesinado como un perro como Gadafi o ahorcado legalmente como Sadam; si se suicidará en un búnker como Hitler o en su celda tras haber pasado por el banquillo como Milosevic

Pero, incluso si el verdugo sufre la misma suerte que sus víctimas, experimentaremos la repugnancia que produce la barbarie. La civilización consiste en que tanto los crímenes como los castigos, es decir los delitos y las penas, desde la mayor felonía hasta las faltas más leves, estén tasados por la ley; en que esa ley sea fruto del consenso popular en torno a unos valores democráticos; y en que su aplicación sea igualitaria y se ejerza a través de un sistema judicial independiente

Nadie habría objetado nada, si Prigozhin hubiera sido destituido por sus propios compañeros de armas de Wagner, inhabilitado como militar en un proceso administrativo o juzgado y condenado a una larga pena de cárcel por un delito de rebelión armada.

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Luis Rubiales.

Destitución, sanción administrativa, proceso penal. Esos eran los tres riesgos que, naturalmente en proporción a los hechos, corría Luis Rubiales desde que todos vimos lo que hizo en la ceremonia de clausura del Mundial Femenino de Sídney. O, mejor dicho, desde que percibimos que su beso a Jenni Hermoso no era fruto de una costumbre asumida (con derivadas sexuales o sin ellas) como tantas veces ocurre entre adultos. Cuando rompió su silencio para rebatir la chusca versión del "piquito consentido", la futbolista utilizó el verbo exacto: Rubiales no le dio un beso, sino que se lo "propinó". Exactamente como se propina un empujón o un topetazo. 

El espontáneo "no me ha gustado" de la jugadora en el vestuario, unido a la patente coacción física que implicaba agarrar a alguien por las mejillas, había dejado ya el asunto visto para sentencia en la conciencia popular. La Ley del Deporte es inequívoca: "besar a la fuerza tendrá consecuencias inmediatas". Y encima con la prevalencia de superioridad que ejercía el presidente de la Federación.

Por eso dijimos desde el primer momento que la situación de Rubiales era "insostenible" y publicamos enseguida la tribuna de nuestra vicepresidenta Cruz Sánchez de Lara El señoro Rubiales no es Marca España. Fuimos claros, pero no singulares porque pocas veces en nuestro país ha habido un diagnóstico tan compartido. Sobre todo, desde que Cuca Gamarra, como de costumbre, marcó la pauta de una derecha liberal, tan exigente como la izquierda en materia de derechos civiles. Por fin los políticos estaban de acuerdo en algo: lo de Sídney debía tener "consecuencias".

Esperemos que, por mucho que pretenda morir matando y vaya señalando a sus objetivos políticos uno a uno, Rubiales sea pronto historia

Rubiales invocó el viernes, con astucia digna de mejor causa, una serie de atenuantes que tanto el Tribunal Administrativo del Deporte como, si llega el caso, la Audiencia Nacional ponderarán. Pero en el plano de su proyección institucional siguen pesando mucho más las circunstancias agravantes. 

Empezando por la intolerable distorsión que el episodio introdujo en un día histórico para la conquista de la igualdad real y efectiva en la sociedad española. ¿Quién se creía que era este pícaro, encaramado en la peana del clientelismo federativo (obscenas subidas de sueldos en vivo y en directo incluidas) para tan siquiera distraer un segundo la atención mundial del rutilante mérito de nuestras campeonas? 

¿Y qué decir del zafio itinerario de Rubiales en su jornada de exaltación machista? Desde agarrarse los testículos ante la reina y la infanta (sólo eso debería bastar para inhabilitarle), hasta echarse al hombro a otra jugadora con la cosificación de quien carga un fardo. Alguien que se comporta así no puede representar ni a nuestro país, ni a nuestro fútbol.

Sólo faltaban sus iniciales disculpas de cocodrilo ("ocurrió lo que ocurrió… sin mala fe por ninguna de las dos partes"), tantas veces escuchadas en episodios de acoso o abuso, y su desafiante traca final, culpabilizando a la víctima, arremetiendo contra sus variopintos críticos, filosofando sobre el "falso feminismo" y hasta explicándonos cómo debemos hablar. "El ego por encima de la dignidad", como dice este sábado The Guardian.

Esperemos que, por mucho que pretenda morir matando y vaya señalando a sus objetivos políticos uno a uno, Rubiales sea pronto historia. Lo lógico es que recaiga sobre él una inhabilitación lo suficientemente extensa como para zanjar cualquier riesgo de que vuelva a la palestra como dirigente deportivo. Y que la fiscalía examine las denuncias, por si hubiere de querellarse contra él, teniendo en cuenta la actitud que finalmente adopte la agraviada. 

Como todos los varones con raíces en el siglo pasado, Rubiales recordaba sin duda la copla Me debes un beso, que inmortalizaron Pepe Blanco y Carmen Morell. Pero ni el domingo, ni el lunes, ni el viernes ha dado la menor muestra de tener en cuenta su primer verso: "Es pagar las deudas para todos, un deber". Ningún catedrático habría descrito mejor y en menos palabras el Estado de derecho, "the Rule of Law".

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Carles Puigdemont.

Ahora toca serenarse en medio de la tormenta que azota las redes sociales y poner la actualidad en perspectiva. Aunque, como se puede constatar, en la España actual no faltan quienes consideran mucho más grave darle un beso en la boca a una futbolista sin su consentimiento que declarar unilateralmente la independencia de una parte del territorio nacional, no es eso lo que establece nuestro Código Penal. Ni siquiera después de los remiendos introducidos por el Gobierno de Sánchez, cuando suprimió el delito de sedición y trató de jibarizar el de malversación.

El artículo 184, en el que podría encajar, tratándole con cierta severidad, la conducta de Rubiales, establece que "el que, sin violencia o intimidación y sin que medie consentimiento, realice actos que atenten contra la libertad o indemnidad sexual de otra persona, será castigado, como responsable de abuso sexual, con la pena de prisión de uno a tres años o multa de dieciocho a veinticuatro meses".

Y el artículo 178, aplicable con rigor verdaderamente extremo, establece que "el que atentare contra la libertad sexual de otra persona, con violencia o intimidación será castigado como responsable de agresión sexual con la pena de prisión de uno a cuatro años".

Puigdemont no es un Luis Rubiales cualquiera, sino el jefe de un partido dispuesto a vender sus siete escaños en el Congreso a Pedro Sánchez a cambio de la impunidad preventiva de todos esos actos delictivos

Ese sería el máximo riesgo que afrontaría Rubiales en el hipotético caso de que Jennifer Hermoso o la fiscalía se querellaran contra él. Habría que estudiar la jurisprudencia, pero todo apunta que, al no haber ido el episodio a mayores, una doblemente hipotética condena se quedaría en multa o se ceñiría siempre a la franja más baja de la pena. 

En lo que se refiere a los hechos atribuidos a Puigdemont, es cierto que la despenalización de la sedición, como alega el Tribunal Supremo, ha dejado al Estado indefenso ante un proceso ilegal de independencia que no incluya la violencia. Y que, según resolvió la Sala Segunda, a los condenados del procés no cabría aplicarles como alternativa el nuevo delito de desórdenes agravados.

Pero con todo y con eso, queda algo tan grave como la malversación de dinero público. El robo a todos nosotros. El artículo 432 del Código Penal impone penas de cárcel de entre cuatro y diez años y accesorias de inhabilitación de entre diez y veinte años a "la autoridad o funcionario público que, con ánimo de lucro, se apropiare o consintiere que un tercero, con igual ánimo, se apropie de patrimonio público que tenga a su cargo por razón de sus funciones", siempre y cuando la cuantía exceda los 50.000€. "Si el valor del perjuicio o del patrimonio público apropiado excediere de 250.000€, se impondrá la pena de prisión en su mitad superior, pudiéndose llegar hasta la superior en grado".

Este es el caso de los condenados e indultados de la pena de prisión en el procés. Dejaron hace ya más de dos años el "hotel Lledoners" pero siguen excluidos del tablero político por la inhabilitación. En el caso de Junqueras, hasta 2031. 

Todo indica que ese sería el destino de Puigdemont, el día que dejara de sustraerse a la acción de la justicia, incluso si una vez juzgado y condenado se le concediera el mismo indulto que a sus compañeros. Es determinante para ello que el Tribunal Supremo haya entendido, con buen criterio, que el "ánimo de lucro" existe tanto si el dinero va a parar al propio bolsillo o a las arcas de una causa política ajena a los fines del erario.

En el curso natural de los acontecimientos, con la opinión pública, los medios de comunicación, las instancias administrativas y, por supuesto los tribunales de justicia, cumpliendo con su deber, como si se tratara de unos Luis Rubiales cualquiera, la suerte de estos cabecillas arrastraría también, probablemente con consecuencias más graves, a los implicados en la fabricación de explosivos y preparación de atentados de los CDR (Comités de Defensa de la República) o a los organizadores de altercados y cortes de vías públicas de Tsunami Democrático, por no hablar de los incursos en la llamada "trama de los espías rusos" y demás hijuelas del procés.

Pero no, resulta que Puigdemont no es un Luis Rubiales cualquiera, sino el jefe de un partido dispuesto a vender sus siete escaños en el Congreso a Pedro Sánchez a cambio de la impunidad preventiva de todos esos actos delictivos. Eso sería la amnistía: el mayor escándalo político de la historia de nuestra democracia. 

Porque lo tremendo no es que Puigdemont esté dispuesto a vender a ese precio, sino que Sánchez ya haya sugerido su disposición a pagarlo. Sería algo tan degradante de la calidad de nuestro Estado de derecho, tan horroroso y humillante para la ciudadanía, que prefiero no decir todo lo que pienso hasta que alguien, en nombre del PSOE o del Gobierno, dé pasos concretos para que suceda.

De momento me parece patético que la misma Yolanda Díaz que acaba de erigirse en agraviada directa por el beso de Rubiales, hasta el extremo de presentar una denuncia ante el Consejo Superior de Deportes para promover su inhabilitación, sea quien también esté promoviendo la rehabilitación del repentinamente virtuoso Puigdemont, cual activa liebre mecánica de Sánchez.

Podría pensarse, pues, que el día que Puigdemont vuelva a competir por la Generalitat (y tal vez a conquistarla), mientras Rubiales queda con toda justicia excluido de cualquier intento de recuperar el mando de la Federación Española de Fútbol, se habrá consumado la transformación de nuestra democracia en un esperpento. Pero no, eso terminará de ocurrir cuando un sondeo de opinión refleje el convencimiento generalizado de que a Rubiales también le habrían amnistiado y repuesto en el cargo si hubiera llegado al zoco persa con un puñado de diputados en venta. Y no estoy dándole ideas. 

Todos podemos decir con timbre de orgullo que en la España democrática la única vez que se aplicó a los enemigos del Estado el mismo rasero que a Prighozin, el ministro del Interior y su número dos fueron juzgados y condenados y el entonces presidente quedó retratado para la posteridad.

Sería terrible que pronto tuviéramos que llevar el baldón colectivo de que al aspirante a reyezuelo de una tribu como Puigdemont no se le aplicara el mismo rasero que a Rubiales o a cualquier otro ciudadano que rompa las normas legales de nuestra convivencia. Y, sobre todo, que eso fuera objeto de una transacción abominable, con la seguridad jurídica y la soberanía nacional como monedas de cambio, para comprar la permanencia en el poder de un heterogéneo trust de mercaderes.