Dentro de un mes las cartas estarán ya boca arriba y lo menos malo que puede pasarle al Gobierno es que haya que repetir las elecciones catalanas. Dando por supuesto, claro, que las elecciones vascas —gane o no gane Bildu— hayan corroborado la actual mayoría del PNV y el PSE.

¡Gane o no gane Bildu! El mero hecho de que esta posibilidad no sólo esté sobre la mesa, sino que empiece a parecer probable, pone de relieve el tremendo coste moral que para la España constitucional ha entrañado el proceso de paz con ETA.

Sólo puede quedar uno.

Sólo puede quedar uno. Javier Muñoz

Seguimos escuchando con deleite la cara A de ese disco: ETA dejó de matar, entregó las armas y se disolvió. Hizo bien Zapatero al impulsar esa vía y acertó Rajoy al respaldarle en los decisivos tramos finales. España es otra sin cadáveres en las calles.

Pero la cara B, que ya se intuía, arroja ahora sus infames consecuencias: tanto el PP que llegó al poder en 2011 como especialmente el PSOE actual se desentendieron del control del relato. Sánchez cedió las cárceles al Gobierno vasco y miró para otro lado cada vez que se concedían beneficios a un etarra o se le agasajaba en su vuelta a casa. Enseguida pactó con Bildu.

Como nos ha dicho la exalcaldesa socialista de Andoáin, "los jóvenes no saben ya quien fue López de Lacalle". Ni Miguel Ángel Blanco, ni Fernando Buesa, ni Gregorio Ordóñez, ni Fernando Múgica, ni Juan Mari Jáuregui, ni Pagaza… ni ninguno de los mártires de la democracia.

En Francia se les honraría reiteradamente en los espacios públicos como ocurre con Jean Moulin, con los cuatro héroes de la Resistencia cuyas cenizas trasladó Hollande al Panteón o con todos los demás homenajeados en el Museo de la Liberación inaugurado hace sólo cinco años.

En España los legatarios de los asesinos celebran mítines a escasos metros de los escenarios de sus crímenes que, en vez de convertirse en "lugares de la memoria" quedan degradados por el olvido, cuando no por el escarnio.

Esta liquidación retrospectiva de toda jerarquía ética dice tanto de la sociedad vasca de hoy, como la pasividad o connivencia con los coches bomba y los tiros en la nuca retrataba a la de entonces. Y nadie encarna lo uno y lo otro, lo que ocurrió y lo que sigue ocurriendo, como este PNV caciquil y tragaldabas que recogió tantas nueces del árbol que movía ETA que aún sigue colorado por la indigestión.

Cuando se escucha a Ortuzar advertir que Bildu es un lobo con piel de cordero, casi dan ganas de verle devorado al final del cuento. Y otro tanto cabría decir de los socialistas que siguen a Sánchez. Con la entrega de Pamplona a Bildu han hecho más que nadie para que a los herederos de aquellas fieras les siente bien el disfraz.

El mismo presidente que con cansina insistencia pide cuentas a Feijóo por haberse fotografiado —y nada más que fotografiado— hace 29 años con un narco, nada le dice a Otegi de los secuestros y asesinatos en los que participó en la década anterior.

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Pero, como digo, salvo grave sorpresa no será el País Vasco el que descoyunte el próximo domingo la situación política. Bildu está contra el aumento del gasto militar —igual que Sumar y Podemos—, pero a la hora de pactar el presupuesto todo grupo parlamentario tiene un precio. Y Sánchez sabe bien lo que es repartir premios de consolación.

De donde sí llegará el trápala, en el doble sentido de la algarabía y el engaño, será de Cataluña el 12 de mayo. Y no tanto porque, cualquiera que sea el resultado de las autonómicas dañará gravemente la viabilidad de la legislatura, sino porque desde hace unos días el giro de guion requiere ya de un cadáver político.

Será un fanático peligroso, pero a Carles Puigdemont hay que reconocerle redaños. Su órdago al anunciar que si no consigue ser investido president de la Generalitat, dejará la política activa ha cambiado la naturaleza de la cita electoral.

Su o Cesar o nadao puerta grande o mulillas para el arrastre, ha transformado la cita del 12-M en un plebiscito sobre su exilio, su retorno, su "restitución" a la dignidad que le fue arrebatada por el artículo 155 y su pretensión de seguir adelante en el procés hacia la independencia de Cataluña.

"Puigdemont está poniendo a prueba si Cataluña merece sus sacrificios como vía de redención de tantos pecados acumulados de españolismo"

Pocas veces hemos visto un envite tan rotundo y arriesgado. Máxime cuando ningún sondeo le da hoy ganador de las elecciones y todas sus opciones pasan por superar a Esquerra, sumar con la CUP y obligar a ambos, a punta de coacción patriótica, a reconocerle como líder fáctico de Cataluña.

La dimensión mesiánica es indiscutible. En el fondo Puigdemont está poniendo a prueba si Cataluña merece o no sus sacrificios como vía de redención de tantos pecados de españolismo acumulados generación tras generación.

Desde que Aragonés, asustado por los previsibles efectos de la amnistía, adelantó precipitadamente los comicios, Puigdemont no ha perdido ni un solo día la iniciativa. Su traslado de Waterloo al mismo borde de la frontera en la irredenta Catalunya Nord tiene todo el simbolismo de que la tierra prometida está al alcance de la mano.

La propia argucia infantiloide de convocar cada día un mitin dedicado a una parte del territorio —el martes el Penedés, el jueves Girona…—, sugiere la simbiosis entre el pueblo y su caudillo: ya que la represión impide a Puigdemont recorrer Cataluña, será Cataluña la que le recorrerá a él. Aunque sea en grupos de doscientos o trescientos feligreses, acarreados en media docena de incansables autobuses.

Quienes acudan a esa llamada tendrán la sensación de que al Barça le han cerrado injustamente el estadio y que hay algo sublime en esa peregrinación hasta el exilio como testimonio itinerante del amor a unos colores.

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El contraste entre la audacia de Puigdemont y el pragmatismo de Aragonès, pronosticando en el Senado que el referéndum caerá en su momento igual que cayeron los indultos, la sedición y la amnistía, ha consumado la inversión de los roles.

Aragonès es tan poca cosa que su promesa más original de campaña ha sido comprometerse a que si gana hará imitaciones de Sánchez a lo José Mota. Como lo oyen. Es obvio que Esquerra se conforma con ser la nueva Convergencia que pacte con Madrid, mientras Puigdemont ya nunca podrá quedarse a medias en sus pretensiones rupturistas.

La única alternativa real a un nuevo desbordamiento soberanista, el único dique de contención frente a Puigdemont, reside en el racionalismo adulto de Salvador Illa. Su avance hacia la Plaza de San Jaime parecía imparable hasta hace diez meses. Entonces se cruzó en su camino el contratiempo de la amnistía y tuvo que improvisar algo tan impostado, en tanto que unilateral, como la épica del reencuentro.

Es lógico que desde entonces sea el PP quien poco a poco vaya ocupando la mayor parte del espacio de Ciudadanos e incluso pueda morder en ese 35% del electorado socialista que, harto de poner la otra mejilla, sigue oponiéndose a la amnistía.

"En Moncloa piensan, y puede que con razón, que el protagonismo de Puigdemont polariza la campaña de un modo que puede favorecer a Illa"

Pero en Moncloa piensan, y puede que con razón, que el protagonismo de Puigdemont polariza la campaña de un modo que puede favorecer a Illa ante aquellos catalanes que están hartos de sobresaltos heroicos. De ahí la sobriedad presidencial con que lanzó el jueves su candidatura en el Museo Marítimo.

Es posible que a Illa le salgan las cuentas para un nuevo tripartito con Esquerra y los Comunes, pero para consumarlo tendrá que tragarse la cicuta mortal del referéndum. Por algo ha dicho que, a diferencia de Puigdemont, si no logra ser investido, seguirá en la política como líder de la oposición. Es lo que va de un servidor público a un ungido por la providencia.

Por eso, el verdadero duelo a muerte de Puigdemont no es con Illa sino con Sánchez. Salvo que se encasquillen las armas y nos veamos abocados a la repetición electoral, cuando salga el sol del 13-M sólo uno de los dos tendrá vida política por delante.

El órdago de Puigdemont abraza inevitablemente a Sánchez. Nada ayudaría tanto al presidente como que el prófugo de Waterloo se viera obligado a cumplir su palabra y la amnistía se convirtiera en una confortable mortaja en el ataúd de su retirada.

Menuda inyección reconstituyente para un PSOE al que todos los sondeos menos el CIS —véase hoy el nuestro de SocioMétrica— sitúan al borde de la caída libre. La eliminación de Puigdemont sería una lección poco menos que definitiva que forzaría a Junts a aterrizar en la realidad, dando alas a moderados como Giró y abriendo incluso una oportunidad a la vuelta de la sociovergencia, tan añorada por el empresariado.

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Pero si ocurre lo contrario, si Puigdemont logra ser investido gracias a una nueva mayoría indepe, engendrada mediante el trueque de la amnistía por sus siete votos en el Congreso, el que quedará muerto en vida será Pedro Sánchez.

La simultaneidad de esa investidura con la entrada en vigor y aplicación de la amnistía no sólo sería oprobiosa para el conjunto de los españoles, sino que ridiculizaría a Sánchez hasta el extremo de que todos sus demás defectos quedarían sepultados bajo el de la incompetencia.

La moviola del reseteo del procés con la proclama del "hacer de la necesidad, virtud", la escena de Santos Cerdán bajo la foto de las urnas del 1-O, la negociación con el mediador salvadoreño y todas las demás piruetas para desdecirse de lo dicho y defender lo indefendible, se convertiría en el obituario audiovisual de Sánchez.

"España necesita cuanto antes un gobierno capaz de legislar, con una mayoría estable y homogénea que defienda los valores constitucionales"

La amnistía se transformaría así en la carabina de Ambrosio del sanchismo. Sólo faltaría el consecuente castigo rotundo en las urnas europeas para hacer ineludibles unas nuevas generales, a menos que Sánchez optara por intentar resistir como presidente zombie hasta la desintegración total.

No negaré que cada vez veo más conveniente acelerar la clarificación de la situación política. España necesita cuanto antes un gobierno capaz de legislar, basado en una mayoría estable y homogénea que defienda los valores constitucionales. Pero nunca estaré entre quienes deseen que eso tenga como preámbulo ni el triunfo de Bildu ni la investidura de Puigdemont.

Por mucho que el primer impacto de esas patadas lo fuéramos a recibir en el trasero de Sánchez y a corto plazo hasta nos compensara el castigo, sus secuelas no iban a dejar de ser menos dolorosas y graves para el conjunto de los españoles. Ojalá el PP acreciente sus posibilidades en la recta final de las campañas —tiene dos buenos candidatos—, pero con las actuales encuestas lo más sensato es decir Bildu no, Illa sí.