Begoña Gómez no debió hacer muchas de las cosas que hizo desde que llegó con su marido a la Moncloa hace seis años.
En concreto, Begoña Gómez no debió buscar financiación para el África Center que puso en marcha con el Instituto de Empresa. Era la esposa del presidente del Gobierno pidiendo dinero para sufragar sus actividades. Recurrir al CEO de Globalia, Javier Hidalgo, un empresario heterodoxo siempre en entredicho, amplificó el error. Y mantener encuentros con él, coincidentes con la negociación del rescate de Air Europa, lo convirtió en abierta imprudencia.
Begoña Gómez no debió implicarse en las actividades de la Organización Mundial del Turismo, liderada por el turbio dirigente georgiano, Zurab Pololokashvili, cuando era obvio que buscaba apuntalar su privilegiado estatus en España. Y menos hacerlo de la mano del propio Hidalgo y del trapisondista Víctor de Aldama. Es altamente probable que ella no conociera el resto de sus andanzas como comisionista, incluidas las que le ligaban a Ábalos y Koldo, pero tenía medios a su alcance para haberlas averiguado.
Begoña Gómez no debió haber aceptado, y menos aún buscado, dirigir la Cátedra Extraordinaria de Transformación Social Competitiva de la Complutense, a pesar de que en las reglas de esa universidad pública cupiera otorgarle tal rango sin necesidad de que fuera catedrática. En el plano de las apariencias era un desastre que esa designación se produjera siendo la esposa del presidente del Gobierno. Un desastre rubricado con la indecorosa convocatoria del rector Goyache para que acudiera a Moncloa, sumiso como un corderito, a concretar los detalles.
Begoña Gómez no debió pedir a Reale y la Fundación La Caixa que patrocinaran el máster; ni debió pedir a Wallbox, Iberdrola, Correos, Santander y muchas otras empresas que le enviaran alumnos y pagaran sus matrículas; ni debió pedir a Telefónica, Indra y Google que le hicieran gratuitamente el software de la aplicación destinada a patrocinar el contenido de la cátedra. Aunque ella sólo cobrara seis mil euros el primer año y lo que ahora reclama como deuda por el resto no exceda de los quince mil. La imagen de la esposa del presidente del Gobierno pasando el platillo ante empresas públicas y reguladas para una actividad lucrativa dispararía todas las alarmas en cualquier democracia.
Begoña Gómez no debió saltarse las normas de contratación de la Universidad Complutense, por irritantemente retardatarias que fueran a la hora de remunerar a los profesores y proveedores de su máster. Si alguien no podía dar la impresión de creerse diferente y con derecho a tirar por la calle de en medio, era ella.
Begoña Gómez nunca debió inscribir a su nombre ese software que había obtenido para la Universidad Complutense y menos aun promocionar ante las Cámaras de Comercio una aplicación de su propiedad con el mismo nombre y contenidos que los de la propia Cátedra de Transformación Social Competitiva. Este tal vez sea el episodio más embarazoso para ella, pues si bien no ha quedado acreditado que obtuviera ingresos por esa vía, todo sugiere que pretendía hacerlo en el futuro, a base de apropiarse de lo que no era suyo.
Begoña Gómez nunca debió suscribir las dos manifestaciones de interés —que no cartas de recomendación— en favor de su amigo Carlos Barrabés cuando este optaba a obtener millonarios contratos de la empresa pública Red.es. Hubiera sido una intervención inapropiada en apoyo de cualquiera, pues se supone que tanto el presidente como sus familiares directos están obligados a comportarse con neutralidad exquisita ante las asignaciones de dinero público. Y no digamos con fondos europeos de por medio. Pero en el caso de Barrabés, existe además el agravante de que fuera su colaborador en la cátedra y en el máster, lo que proyecta una deplorable imagen de que favor con favor se paga.
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Aunque cabría añadir algunos otros, estos siete ejemplos son lo bastante elocuentes como para concluir que Begoña Gómez actuó reiteradamente de forma inadecuada, imprudente, tal vez irreflexiva y sin duda irresponsable. ¿Pero cometió algún delito?
Eso lo sabremos al final de la instrucción judicial en la que se encuadran su fallida declaración de este viernes, achacable a la torpeza del juez Peinado, y la que tendrá lugar dentro de dos semanas. Sólo el día que se abra juicio oral contra ella —si es que eso llega a suceder— podrá decirse con propiedad que está "en el banquillo". Y aun entonces prevalecería su presunción de inocencia hasta que hipotéticamente fuera condenada.
A mi entender el PP se está pasando ampliamente de frenada, al comportarse como si ya pesara una sentencia firme contra ella. Y no sólo estamos lejos de esa postrimería, sino que, rebus sic stantibus, yo no veo pistola humeante alguna que denote un flagrante ilícito penal.
"Si alguien no podía dar la impresión de creerse diferente y con derecho a tirar por la calle de en medio, era la mujer del presidente del Gobierno"
Vayamos por partes. En primer lugar, nadie con dos dedos de frente puede establecer una relación causa efecto entre el patrocinio semifallido del Africa Center —al final todo quedó en unos billetes de avión— y algo de la envergadura y trascendencia del rescate de Air Europa, equivalente al de otras grandes líneas aéreas europeas tras la pandemia.
En segundo lugar, la dificultad de probar el delito de tráfico de influencias, por su propia naturaleza subjetiva, se acrecienta en el caso de Barrabés si tenemos en cuenta su aquilatada trayectoria en el emprendimiento digital. Llegar por ese camino al consejo del Santander no está al alcance de cualquiera. Las manifestaciones de interés de Begoña Gómez pudieron reforzar una posición ganadora, pero difícilmente determinarla.
Y, por último, en las relaciones con la Complutense, la falta de un lucro significativo por parte de la catedrática extraordinaria complicará sobremanera el salto que va de lo reprochable a lo delictivo.
Pero, aunque se cumpla este pronóstico de que, a menos que surjan nuevos elementos, el caso Begoña terminará siendo una "burbuja judicial", resulta irrebatible que todo lo antedicho ocurrió y no debió ocurrir. Es decir, que se trata de hechos veraces y de patente interés público, ante los que los tribunales están cumpliendo su deber de investigar y la prensa su deber de informar.
Además, si están resultando doblemente escandalosos no es, en lo esencial, por la conducta ni de la Justicia ni de los medios.
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El escándalo reside de entrada en que la laxitud de Begoña Gómez al aprovechar las ventajas de su posición no fuera neutralizada por ningún mecanismo de autocontrol en la Moncloa. Fuera por arrogancia o por simple desorientación, su conducta suponía un riesgo reputacional para ella misma y para su marido y eso debía haber sido detectado y corregido por el gabinete presidencial.
Máxime cuando Sánchez tiene a su disposición la maquinaria política más nutrida, cualificada y costosa jamás sufragada por el erario en la Historia de España. Hubiera bastado que una pequeña parte de los ingentes recursos destinados a hacer oposición de la oposición se hubieran destinado a prevenir los goles en propia meta para que esto no hubiera sucedido.
Y lo que eleva el escándalo al cuadrado es la reacción de Sánchez tras las primeras noticias que requerían como mínimo explicaciones y autocrítica. En lugar de ofrecerlas, aprender la lección y convertir el problema en oportunidad, reforzando la Oficina de Conflictos de Interés, regulando lo que pueden y no pueden hacer los familiares directos de los gobernantes, el presidente arremetió zafiamente contra los mensajeros y convirtió una crisis engendrada en su entorno personal en un asunto de Estado.
"Es Sánchez quien ha provocado que la palabra 'Begoña' salga injustamente cientos de miles de veces en la misma frase que la palabra 'fango'"
El punto de no retorno fueron esos cinco días de bochornoso paréntesis victimista, en los que los dirigentes del PSOE se comportaron como un puñado de conejos cegados en la carretera, a la espera de la resurrección del Salvador. A partir de ahí la propia Begoña Gómez quedó atrapada por el sectarismo de la izquierda —tanto en su dimensión política como mediática— en un remedo de la exitosa comedia La función que sale mal.
Tras años de éxito en Broadway y el West End, ahora se representa en Madrid. La clave de su trama hilarante es parodiar la intriga policiaca con la técnica de quien tras pisar un chicle intenta pegarlo en aquella acera, pared o moqueta que le venga a mano. Cuanto más denodado es el empeño en endosárselo a otro, más aparatoso y adhesivo resulta el pringue.
Begoña Gómez tuvo la oportunidad de salir al paso del problema resaltando el indiscutible valor de su larga campaña para inocular las ventajas de la sostenibilidad en el mundo empresarial, haciendo transparentes sus cuentas y pidiendo disculpas por haberse saltado reglas, protocolos y cautelas elementales.
Estaba a tiempo de enmendar los malos pasos y preservar su atractivo proyecto. Pero su marido le cerró ese camino, tomó el control de la situación y —por inaudito que parezca en alguien que invoca a diario el feminismo—, cruzó el Rubicón de la primera carta a la ciudadanía sin tan siquiera contar con ella.
Ahora ya no hay enmienda que valga porque, siento decirlo con esta crudeza, en realidad me limito a levantar acta, es Pedro Sánchez quien ha provocado que la palabra "Begoña" salga injustamente cientos de miles de veces en la misma frase que la palabra "fango", fruto de una dialéctica absurda.
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No hago ningún spoiler porque la propia publicidad de la producción inglesa subraya que uno de los principales ingredientes de La función que sale mal consiste en "un cadáver incapaz de quedarse muerto". Ese es Sánchez desde que perdió las elecciones del pasado 23 de julio y se rebeló contra los usos y la lógica democrática, orquestando una coalición antinatural a base de pagar el precio aberrante de la amnistía.
Desde entonces el dictado de la situación parlamentaria es tan implacable como el libreto que tiene que representar la compañía de teatro amateur a la que todo se le tuerce. Sánchez puede permanecer tumbado sobre el escenario monclovita, puede gatear a ratos por el tablado internacional, puede hacer creer a los demás que en realidad vivirá siete años más, pero no puede permanecer erguido y gobernar. Aunque quiera representar otro papel, en esta función, con este Parlamento, el que le toca es el de cadáver.
Su orgullo le impide rendirse a la evidencia y de ese conflicto emana todo lo demás. Incluido el disparate de tratar de vengarse de las revelaciones, más o menos significativas, mejor o peor tituladas, sobre las actividades ciertas de su esposa, impulsando leyes contra la libertad de prensa.
"Sánchez puede pasar a la posteridad como el único presidente de la democracia que trató de restringir la libertad de expresión 'pro domo sua'"
Y claro la propensión a la demencia política del jefe es altamente contagiosa a sus subordinados. Este viernes hemos llegado al extremo de escuchar a todo un ministro de Justicia, habitualmente muy en sus cabales, instando al juez de instrucción a archivar el caso bajo la amenaza de severos procesos de intenciones. El único español que no puede decir eso, ni en pintura, es el titular de su cargo.
A Sánchez le quedan diez días para reflexionar, pero si en su orwelliano plan de "regeneración" se empeña en incluir sanciones administrativas contra los medios —con las Asociaciones de la Prensa ejerciendo de tribunales de honor— y en convertir la publicidad institucional en fuente de premios y castigos, su final será mucho peor que el de los cómicos más torpes.
No sólo no logrará sacar adelante esas medidas —ni Junts ni el PNV van a dejar inermes a sus medios afines—, sino que pasará a la posteridad como el único presidente de la democracia que trató de restringir la libertad de expresión pro domo sua. Con el esperpéntico agravante de que lo estará haciendo para camuflar su torpísima gestión de un problema político gestado en el seno de su relación de pareja.
Insisto, más le vale pensárselo dos veces porque el próximo Valle Inclán podría ponerse las botas en este nuevo Callejón del Gato.