La sociología política es una variedad de la entomología. Tomemos distancia para clasificar a las especies como si nada personal interviniera en ello. Fijémonos en los gobernantes como si las "pobres criaturas" no fuéramos nosotros sino ellos.
El mes pasado el politólogo progresista Jonathan Rauch publicó un impactante artículo en The Atlantic titulado "Una palabra describe a Trump". El miércoles durante la sesión de control me di cuenta de que lo sustancial de ese artículo puede aplicarse a Sánchez.
Fue cuando el presidente dio la callada por respuesta a la grave acusación de Feijóo de que "su ministro Óscar López" y "su presidente de Telefónica" habían presionado a Vivendi para que vendiera las acciones de Prisa a sus afines.

Xi Jinping, con Pedro Sánchez y Trump caracterizado como el personaje del Monopoly
"¿Estaba usted enterado?", preguntó el líder de la oposición. Sánchez llenó el silencio con una de sus diatribas multiusos contra Ayuso y Mazón, corroborando así la deducción lógica. ¿Cómo no iba a estar enterado de lo que había ocurrido en París?
El artículo de Rauch tenía dos virtudes envidiables. Condensaba en un solo concepto acontecimientos escandalosos aparentemente dispersos e identificaba el talón de Aquiles del régimen político resultante.
Tratando de fundir la perplejidad y sensación de agravio que en tantos millones de personas está produciendo la conducta de Trump, ora en la economía, ora en la política exterior, ora en el desmantelamiento de los contrapoderes, Rauch recurría a un término "casi olvidado". Lo acuñó Max Weber en su día y lo han rescatado los profesores Hanson y Kopstein en su reciente libro El asalto al Estado.
Ese término, ese concepto, esa "palabra que le describe" es "patrimonialismo".
Se trata de una modalidad de Gobierno que "no es ni el autoritarismo clásico, ni la oligarquía, ni la autocracia". Aunque Anne Applebaum se aproximara bastante a su sustancia, al analizar el año pasado en Autocracia S.A. regímenes como los de Putin, Erdogan, Orbán o los gobernantes de Filipinas y la India, avalados todos por las urnas.
"El patrimonialismo se distingue por gestionar el Estado como si fuera propiedad del líder o un negocio familiar", escribe Rauch al incorporar a Trump al elenco. Y añade una cita de John Bolton, asesor de seguridad nacional en su primer mandato: "Trump no sabe distinguir entre su propio interés personal y el interés nacional, si es que entiende siquiera qué es el interés nacional".
Es aplicable a Sánchez la sencilla regla que, según Rauch, basta para comprender a Trump: "Si eres su amigo, él es tu amigo. Si no eres su amigo, él es no es tu amigo"
La trasposición de esta duda ya flotaba por aquí desde que Sánchez irrumpió dando bandazos entre aquella enorme bandera de España y los primeros pactos con Bildu. Lógicamente se fue acentuando tras el intercambio de la investidura por la amnistía de los 'golpistas' catalanes. Algo no demasiado diferente al perdón de Trump a quienes sirvieron a sus fines en el asalto del Capitolio.
Estamos ante una ecuación en la que no hay ideología. En ningún sitio mejor que en el PSOE saben hasta qué punto es aplicable a Sánchez la sencilla regla que, según Rauch, basta para comprender a Trump: "Si eres su amigo, él es tu amigo. Si no eres su amigo, él no es tu amigo".
Zapatero es su amigo, González no es su amigo. Illa es su amigo, Page no es su amigo. Susana Díaz fue su amiga, Susana Díaz no es su amiga.
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Según Hanson y Kopstein vivimos "una ola global de líderes patrimoniales que se presentan como figuras paternales y dirigen el Estado como si fuera una empresa familiar, repartiendo sus bienes entre compinches y aduladores a cambio de una lealtad personal incuestionable".
Lo que Trump está consiguiendo de golpe y porrazo, Sánchez ha ido acumulándolo progresivamente desde que hace siete años se encaramó al poder por medios legales y con gran pericia.
A vista de pájaro hay una clara continuidad entre aquel nombramiento del incondicional 'pedrista' José Félix Tezanos para cocinar la opinión pública a través de las encuestas y esta operación para arrebatar el control del Grupo Prisa a un financiero alineado con la mayor parte de las políticas de Sánchez, pero no lo suficientemente dócil para actuar a sus órdenes.
Lo esencial no es que el líder patrimonial se crea que el Estado es su cortijo, sino que los demás lo crean. De ahí el carácter de ejecución pública ritual que tuvo la destitución de Pallete en la Moncloa
Lo que vemos es un itinerario jalonado por la ocupación de las instituciones para convertir la Fiscalía –recordemos el "¿De quién depende?"- en su arma de choque, la Abogacía del Estado en su bufete familiar o la televisión pública en su altavoz de propaganda. Y si para ello ha habido que cambiar las normas, lo ha hecho compensando con cargos, sueldos y coches oficiales a sus compañeros de viaje.
Hasta en las entidades culturales o cívicas el líder patrimonial debe dejar constancia de su derecho de propiedad. De igual manera que Trump se ha hecho con el control del Kennedy Center, Sánchez impulsó a uno de los suyos al frente del Ateneo.
Porque lo esencial no es que el líder patrimonial se crea que el Estado es su cortijo, sino que los demás lo crean. De ahí el carácter de ejecución pública ritual que tuvo la destitución de Pallete en la Moncloa.
En el fondo fue un episodio bastante parecido al apaleamiento y expulsión de Zelenski de la Casa Blanca, aunque al presidente de Telefónica se le ahorrara el escarnio de la televisión en directo.
¿Cómo es posible que a la mañana siguiente ni uno solo -repito, ni uno solo- de los consejeros pusiera la menor objeción a un fulminante relevo que, al margen de la calidad de las personas, iba a ser interpretado como la toma gubernamental de la operadora?
La respuesta es que había quedado claro que quien mandaba era ese líder que había incorporado la compañía a su patrimonio político.
Incluso Pallete, resignado a su suerte, terminó de vencer los últimos focos de resistencia, como hiciera aquel alcalde de Burdeos con conocimientos mecánicos cuando ayudó al verdugo a desatascar la guillotina que había de ejecutarle.
"La disposición de los subordinados a repetir como loros es una de las señales más importantes de lealtad al régimen, utilizada para decidir ascensos, descensos y represalias", apuntan Hanson y Kopstein
Como Robespierre, Sánchez alardea de virtud socialista e incluso canta La Internacional mientras entrega la inmigración a Puigdemont para que blinde la identidad de la nación catalana. Pero también como Robespierre, ejerce el poder mediante el terror.
La misma tarde en que decapitaron a Pallete, un presidente del Ibex me confesó que en adelante tendría mucho más cuidado con lo que dijera en público. Desde entonces algunas de nuestras principales empresas se preguntan cuál será la siguiente en la que la SEPI entrará por la ventana para poner a sus máximos ejecutivos en la puerta.
Claro que la vida es muy diferente a uno y otro lado del "muro" que el propio Sánchez declaró haber levantado. Mientras los que forman parte de su familia política o colaboran con ella reciben halagos, subvenciones, fondos europeos o publicidad institucional a raudales -ya hay una nueva casta de millonarios socialistas-, los que conscientemente le critican o inconscientemente le ofenden son discriminados, denostados y a menudo perseguidos.
Lamentablemente todo empieza a parecerse demasiado a la descripción de Hanson y Kopstein: "En un orden político centrado en el líder, cualquier cosa que diga el jefe, por muy descabellada que sea, marca la agenda de cada subordinado. De hecho, la disposición de los subordinados a repetir como loros y defender incluso los aspectos más extremos de la agenda declarada es una de las señales más importantes de lealtad al régimen, utilizada por el líder para decidir ascensos, descensos y, en casos de crítica abierta, represalias".
A veces nos preguntamos con estupor cómo es posible que tales ministros o ministras con su formación y trayectoria digan o callen ciertas cosas. He ahí la explicación: todos conocen las reglas.
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La segunda gran aportación del artículo de Rauch en The Atlantic fue, como he dicho al comienzo, señalar la gran vulnerabilidad, el punto débil del "patrimonialismo" político. Y de nuevo la concordancia entre trumpismo y lo que muchos llaman 'sanchismo' es patente porque ese talón de Aquiles es la corrupción.
"El patrimonialismo es corrupto por definición, porque su razón de ser es explotar al Estado para obtener beneficios políticos, personales y económicos", escribe Rauch. "Constantemente está en conflicto con las normas e instituciones que impiden la manipulación, el robo y el desmantelamiento del Estado".
La lista de concreciones requeriría un artículo aparte, pero es muy elocuente que en los cuatro principales sumarios abiertos contra personas del entorno directo del presidente no dejen de aparecer derivaciones que amplían, capa tras capa, el ámbito de la investigación.
No porque esos jueces instruyan con mentalidad prospectiva como quien sale a ver qué mariposa caza, sino porque las tramas de clientelismo, nepotismo y tráfico de influencias, con sus correspondientes prevaricaciones y malversaciones, son tan intrincadas y complejas que sugieren que podríamos encontrarnos ya ante una podredumbre sistémica.
De ahí también el carácter estructural que va adquiriendo en España la confrontación del Ejecutivo con gran parte de los jueces y medios de comunicación. Se pretende embridar a unos y otros para que no avancen en la denuncia y desmantelamiento de esas tramas.
El presidente y sus secretarios de despacho -antes ministros- no cesan de anunciar reformas legislativas con este propósito. Pero al no contar con apoyo parlamentario, las sustituyen por coacciones, intimidaciones y hechos consumados. En eso se traduce ya el anuncio que Sánchez hizo en septiembre cuando dijo que estaba dispuesto a gobernar "sin respaldo del poder legislativo".
Ninguno de los suyos, ninguno de los "loros" de Hanson-Kopstein, le ha puesto ni un pero a esa forma de ceñirse los gigacames a las perneras.
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Pero gobernar "sin respaldo del poder legislativo" tiene dificultades técnicas muy incómodas para el "patrimonialismo". Por ejemplo, la de ir cediendo propiedades o al menos usufructos cada vez que se debe convalidar un decreto. O la de quedar en evidencia cuando, al cabo de cinco años de haberla prometido, la Agencia de Salud Pública queda bloqueada por falta de votos.
Sánchez podría sobrellevar todo esto si no se estuviera topando con la imposibilidad de cumplir sus compromisos con Bruselas. La falta de Presupuestos ya le venía creando problemas en el propio acceso a las últimas partidas de los fondos europeos, pero las nuevas exigencias de gasto militar le colocan virtualmente contra las cuerdas.
Por eso, según The Economist, lleva semanas mostrándose "reacio" a enmendar el "terrible récord" español en inversión en Defensa. La forma en que viene procrastinando a base de querer cambiar los nombres de las cosas sería risible en un escenario menos grave. Pero su negacionismo ante el rearme de una Europa de centro derecha que trata de ponerse en orden de combate tiene las patas muy cortas.
A grandes males, terribles remedios. El jueves por la noche, en un intento extremo de huir hacia adelante, Sánchez propuso en Bruselas una "alianza" con China -soslayando que ha sido y sigue siendo la gran valedora de Putin- y anunció que predicará con el ejemplo visitando el mes próximo por tercera vez al dictador Xi Jinping.
Para entender este movimiento, tan audaz como muchos otros suyos, hay que darse cuenta de que la proliferación de estos regímenes "patrimonialistas" está configurando un mundo similar al de las ciudades medievales, en el que el señor de cada castillo ejercía su derecho de pernada sobre cuanto quedaba al alcance de su mano. Cuando tenía problemas con sus vecinos o cuando sus propios súbditos le reprochaban el deterioro de sus condiciones de vida, la salida era siempre recabar la protección de una ciudad más grande.
Desde hace medio siglo, para España esa "ciudad más grande" ha sido la Unión Europea y nadie ha resultado tan hábil para recurrir a ella como Sánchez. De ahí que el mero amago de seguir la senda abierta por Zapatero y buscar amparo político y económico en Beijing indica el extremo apuro en el que empieza a encontrarse Sánchez.
Recuerda a Coriolano cuando llegó al campamento de los volscos mientras ya estrechaban su cerco sobre Roma. ¿Cuántos españoles querrán seguir a sus órdenes durante seis años más?