Nunca me ha gustado la llamada Fiesta Nacional. Jamás he asistido, ni asistiré, a una corrida de toros. Me parece simple y llanamente una salvajada. Un sinsentido en un mundo, el nuestro, que se dibuja a sí mismo como civilizado. Un espectáculo que siempre lleva consigo la muerte de un toro o, como en la tragedia del pasado sábado en Teruel, a la desaparición de un joven de 29 años al que un bicho negro bragado de 529 kilos le atravesó el pulmón. No me parece una actividad lúdica ni culta acorde con la sociedad en la que a mí me gustaría vivir.
Pero lo digo con respeto, con todo el respeto del mundo. En primer lugar hacia Víctor Barrio, que vivió con una pasión que no alcanzo a comprender, pero que no por ello desprecio, una forma excesiva de entender esa vida que le llevaba a jugársela a las cinco de muchas tardes, que diría Federico García Lorca. El torero cabalgaba a lomos de un viejo sueño de tardes de gloria, de orejas y rabos y de puertas grandes, hasta que el pasado sábado, Lorenzo, que así se llamaba el animal que se lo llevó por delante, le despertó bruscamente tornando el sueño en pesadilla.
Respeto también hacia su familia, que bastante tiene con lo suyo como para además aguantar las mil y una barbaridades, salvajadas también, de los últimos días, en las que se ha querido igualar a toro y hombre y realizar equivalencias que dejan en pelotas, denigran y retratan a quien las hace. Y respeto también hacia sus compañeros gladiadores, que se van a seguir jugando la vida muchas tardes de este verano, sangriento como muchos otros pasados y venideros.
Conozco a demasiada gente inteligente a la que admiro profundamente y que siente en sus venas esta pasión por el ruedo como para ridiculizar este mundo que a un servidor le parece brutal, contrario a toda lógica civilizada y más acorde con la Edad Media que con el siglo XXI. He oído y leído a estos amigos, brillantes y cultos, hablar y escribir de esto y aquello, de su plástica y de su estética, de la lírica y de la música, del color y del sabor, de la vida y de la muerte que conllevan una tarde de toros; me han descrito sensaciones que ellos perciben pero que yo, afortunadamente, no soy capaz de sentir; les he oído hablar del tarro de las esencias, del Maestro con mayúscula, de un solo lance que equivale a toda una corrida, de un quite que por sí solo vale por seis faenas.
Sé que Picasso los convirtió en arte para la historia, Hemingway en Nobel de literatura y que Almodóvar, entre otros muchos, los inmortalizó para el mundo del cine. Pero me da igual. Yo no veo poesía en nada de esto. No veo poesía ni arte ni nada de nada que merezca la pena en un espectáculo que tiene en la muerte su eje central, su única razón de ser.
Puede que el errado sea yo, pero no lo lamento, porque un espectáculo que acaba en muerte no puede ser una fiesta; un lance que te puede arrancar los hígados no es cultura; una corrida donde tarde tras tarde se matan seis toros sólo es una carnicería donde se mata a seis animales, por mucho que les corten las orejas, los rabos o lo que usted quiera, y por mucho que lo pinte un malagueño único y universal, lo escriba un superdotado borracho y autodestructivo que no se soportaba a sí mismo o lo filme un manchego en declive que conquistó Hollywood.
Los turolenses que pagaron el sábado su entrada para ver cómo tres toreros mataban a seis toros también la pagaron para ver cómo uno de los morlacos segaba la vida de Víctor. Y lo uno y lo otro estaba incluido en el mismo precio. Pagaron, que nadie se equivoque, para ver cómo un toro mataba a un torero, a un hombre. Y mientras lo hacía se fumaban un puro, se echaban al coleto una fría cerveza o un cubata en vaso de plástico y admiraban de paso el vaivén de un abanico en la barrera del 7.
Comprendo la pasión que puede envolver al torero en busca de la épica, de la gloria, de la faena perfecta o de matar el hambre de antaño, aunque no la comparto en absoluto, pero me espanta el aficionado que habano en mano reprende al diestro que no se arrima lo suficiente como para que la muerte le pase a escasos centímetros de su vida.
Cuando matar lo encierra todo no hay fiesta que valga, y lo digo con educación y sin faltar a nadie. Pero me revientan los tópicos y me resisto a creer que a los toreros no les importe morir en la plaza como héroes aunque sea haciendo lo que más les gusta en la vida, en lugar de hacerse aburridos, viejos y felices con los suyos. Y me río hasta el hartazgo de quien quiere venderme que los toros – a los que sólo engordan para morir y que continúe el espectáculo– únicamente aspiran a que los piquen, banderilleen, estoqueen, descabellen y finalmente apuntillen entre los aplausos del respetable, en vez de vivir felices aunque sin ovaciones en una dehesa comiendo perdices y follando a todo trapo.
La Fiesta Nacional no solo no es una fiesta ni es nacional, sino que en muchas tardes de sombra negra se torna en un espectáculo de circo romano donde el populacho enfervorecido ve cómo los leones se comen a los cristianos, los gladiadores se matan entre sí o un toro llamado Lorenzo le rompe el corazón a un hombre vestido de luces hasta que éste se apaga lenta e inexorablemente.