Andaba yo hace una semana buscando realpolitik en vena y Santi Trullenque me recomendó la película Sicario del director canadiense Denis Villeneuve. La vi hace un par de días y aún ando recolocándome las tripas. El lema del realismo político (“es un hijo de puta pero es nuestro hijo de puta”) se suele atribuir a Franklin D. Rooselvelt pero es en realidad de Cordell Hull, su secretario de Estado. El destinatario del halago era el dictador nicaragüense Anastasio Somoza, que además de ser un hijo de puta era anticomunista. Es decir, el mal menor en aquel preciso momento histórico porque la alternativa a un hijo de puta no suele ser un poeta sino un hijo de puta todavía peor. Sicario rebosa hijos de puta muy nuestros.
Sicario no es (sólo) un thriller. Es también una película bélica en el mismo sentido en que lo es La noche más oscura. Y es además una película de terror en el mismo sentido en que lo es El silencio de los corderos. El monstruo es en este caso Juárez, una ciudad a la que Benicio del Toro se refiere en cierto momento de la película como "La Bestia" y a la que una vez vista Sicario resulta imposible imaginar sin la muy tétrica, y muy tensa, y muy atmosférica banda sonora de Jóhann Jóhannsson.
La película de Villeneuve es uno de los mayores monumentos cinematográficos jamás erigidos en honor de la realpolitik. Y eso que Villeneuve muestra sin aleccionar, que para aleccionar sin mostrar ya están los panfletos de Ken Loach, Fernando León de Aranoa o Spike Lee. “Aquí tiene usted un decapitado, aquí el responsable cenando con sus hijos, aquí el FBI, aquí un sicario del cartel de la droga colombiano, aquí los soldados de operaciones especiales, aquí la ciudad de Juárez”. Si el espectador quiere saber si su filosofía política anda más cerca del idealismo o del realismo sólo tiene que esperar a los títulos de crédito finales de Sicario y decidir si empatiza con el personaje interpretado por Emily Blunt (la idealista) o con los interpretados por Benicio del Toro y Josh Brolin (los realistas).
El problema de Occidente con Turquía es que carecemos de hijo de puta propio en ella. Hace años lo era el ejército, pero esos tiempos acabaron el sábado por la mañana. Ahora también los otros, léase el islamismo, tienen hijos de puta propios. Y son decididamente realistas. El problema de nuestros idealistas, que son mayoría, es que sólo hace falta un realista para sembrar el caos entre ellos y que arranquen a correr por el corral como pollos sin cabeza. Quizá, decenas de males mayores más tarde y con cientos de muertos sobre la mesa, va siendo hora de que Occidente vuelva a la senda de la reapolitik. Quizá Putin sea nuestro mal menor.