A estas alturas parece claro que los españoles nos hallamos en una bifurcación que sólo ofrece dos caminos, y parece también claro cuál es el que antes o después vamos a acabar transitando. A un lado, la opción que representa de manera diáfana e indiscutible Mariano Rajoy: un funcionario por oposición curtido en la sala de máquinas del bipartidismo imperante en España desde hace tres décadas, transeúnte por casi todos los ministerios y perfectamente consustanciado con las moquetas del poder. Al otro, la senda que de forma cada vez más confusa y dubitativa encarnan una amalgama de jóvenes aspirantes al Trono de Hierro, que en la hora de la verdad han demostrado carecer de dragones o de gasolina para rellenarles el depósito.
En la primera vía lo que nos aguarda está muy claro y se nos expone sin el menor rebozo: pura gestión. Cuadrar las cuentas, mantener el motor dando vueltas o el globo en el aire (elija cada cual la metáfora que prefiera) y a efectos de que el motor no se gripe (o el globo no caiga a tierra) ir arrojando el lastre que en cada momento proceda, con arreglo al mandato de los severos censores que desde Bruselas, el FMI y el BCE nos imponen la fría receta que corresponde al deudor que se ha hecho yonqui del crédito: satisfacer en cada momento a sus acreedores.
Lo que en cambio nos depara o depararía el segundo itinerario cada vez se visualiza menos. Pulverizados por las urnas tozudas (y según algunos, por los avaros y malvados viejos) todo ese discurso legendario del asalto de los cielos, de un lado, y el mensaje más morigerado de la regeneración democrática, por otro, los que encarnaban esa alternativa se debaten entre el estupor y el correteo del pollo sin cabeza, dando una impresión de insolvencia que siempre hay algún adulto, más o menos avieso, presto a subrayar. De ahí esos manifiestos firmados por exministros varios, que lejos de poner alguna cataplasma al enfermo hurgan en la herida sin misericordia. La verdad es que no están dejando de darles pretexto: para muestra las reacciones después del atentado de Niza, una historia en principio extraña y que imponía prudencia en la interpretación, pero que sólo desde una insensatez a la que se arrojaron alegremente algunos cachorros de la nueva política podía despacharse sin más como la súbita ocurrencia de un tipo que se estaba a la sazón divorciando.
Así las cosas, el gestor se ha lanzado a tumba abierta para renovar el mandato. Y ha recurrido a los viejos trucos y mañas, empezando por donde es más fácil: ese nacionalismo siempre en alquiler, y ahora mismo en las segundas rebajas de verano y al borde de la liquidación. Management de bajísimos vuelos para machacar a los aprendices de brujo. Y mientras tanto, la gran política que sería necesaria sigue brillando por su ausencia.