Para los antiguos galos, como sabemos por Astérix, el mayor miedo era que el cielo se les desplomara sobre la cabeza. Para un gobernante moderno, en cambio, el mayor miedo es que el suelo se le abra bajo los pies. No otra cosa es un golpe de Estado. El que Recep Tayyip Erdogan, presidente de Turquía, esté pisando ahora más fuerte que antes es la prueba de que el golpe que le han intentado dar ha fracasado. Es a los golpistas a los que el suelo se les ha abierto bajo los pies, y parece que de paso el cielo se les ha desplomado sobre la cabeza.
Fracasar en un golpe de Estado es como mearse encima. Aunque nos repugnan los golpistas –y más en esta semana española del octogésimo aniversario del golpe de Franco que desembocó en guerra civil, y que también con las noticias turcas hemos revivido–, uno no puede evitar ponerse narrativamente en su lugar. Y sentir, como un desvanecimiento, el chasco de cuando no sale: el ridículo de haber arruinado la vida y haber hecho a la vez un papelón histórico. Es, sí, como mearse encima; o como quedarse con el culo al aire. Listo para darse un baño turco en los propios sudores, y con final infeliz.
Si no fuese por los muertos y heridos de estos días, y por las represalias que ya han empezado, el intento (o la intentona: curioso que cuando un golpe fracasa pase a femenino; como si los machotes solo dieran golpes exitosos) parece un chiste de Gila. Se descarta que haya sido un autogolpe, pero Erdogan estaba al tanto y ha jugado con los golpistas para que se precipitaran y se metiesen un autogol. Ahora son muchísimos los castigados, porque en Turquía cuando se buscan cabezas de turco salen a montones.
El presidente Erdogan es ahora el purgante Erdogan (¡qué gran primera dama sería en esta tesitura Bescansa, de laxantes Bescansa!) y está encerrando a sus opositores, esa actividad tan del gusto de los autócratas. Está dejando Turquía planchada para que no tenga arrugas antierdoganistas. La arruga, para Erdogan, no es bella. Aunque lo único que ha hecho ahora ha sido incrementar la represión que ya venía ejerciendo desde antes del golpe. Erdogan es un autócrata respaldado por las urnas (los turcos también le tienen afición al hispánico “vivan las caenas”; en esto no nos separó Lepanto), con el consentimiento de la Unión Europea y Estados Unidos.
El cinismo a lo Kissinger (“es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”) es sin duda un mal menor, y más como está el patio. Lo malo es cuando el ungido sale rana. O lo que apuntaba desde el principio: islamista. Fue el que inauguró con Zapatero (que hizo de Ana Belén ahí) la Alianza de Civilizaciones. Ojalá la pillaran ahora en las cárceles turcas.