La amistad es un refugio, es ese territorio libre donde no rigen las convenciones sociales. En un círculo íntimo un ciudadano ejemplar puede permitirse el humor más oscuro y las incorrecciones más salvajes. Cualquier usuario de Whatsapp en sus cabales lo sabe.
A veces fantaseo con la posibilidad de que algún desalmado le hiciera llegar a usted, dilecto lector, algunas de mis privadas evacuaciones en el grupo que mantengo con mis amigos más íntimos. Me tiemblan las piernas solo de pensarlo. No tengo ningún reparo en confesarle que el tono y el mensaje es muy diferente al que utilizo para dirigirme a usted desde las páginas de EL ESPAÑOL. Usted ya lo suponía, imagino.
La distinción entre el yo público y el yo privado no la dicta la hipocresía sino la salud mental. Hay periodistas que fingen desconocer esta obviedad. Son los sepulcros blanqueados que se sofocan con el “compi yogui”, “el duque empalmado”, los mil y un micrófonos abiertos y, ahora, con el “azotaría [a Mariló Montero] hasta que sangrase”, que supuestamente escribió Pablo Iglesias en un grupo privado de Telegram.
Muchos de los que exigen que el rey sea 24 horas monarca son de esos que quieren blindar sus redes sociales con esa inútil profilaxis: “En esta cuenta sólo expreso opiniones personales”.
La aduana que impide que las fantasías íntimas alcancen el espacio común se llama decoro, que es precisamente lo que le falta a Pablo Iglesias cuando abronca en un acto público en la universidad a un periodista o cuando se comporta en el Parlamento como si estuviera en un concierto de Los Chikos del Maíz. Por lo general, eso que llaman autenticidad no es más que un eufemismo para referirse a la falta de educación.
Lo siniestro de Iglesias son sus periódicas exhibiciones en las Cortes, sus bravuconadas en rueda de prensa y el atuendo que elige para ir a conocer al presidente de Estados Unidos o a despachar con Su Majestad el Rey; en definitiva, cómo ha infectado con su retórica y su estética el espacio público. No sus divertimentos íntimos vía Telegram.
Es infinitamente más reveladora una frase como “Nunca más un país sin su gente” pronunciada con orgullo desde el escaño para ser registrada por los taquígrafos de la cámara, que el pantallazo de la conversación en la que bromea junto a su cuate Monedero sobre sus perversiones de “marxista convertido en psicópata”. De hecho esto último es irrelevante y si hoy es noticia es porque definitivamente hemos perdido el norte.