No sabemos muy bien qué ha pasado. Por un lado, parece que el rey Felipe VI ha propuesto a Rajoy como candidato a la investidura, con la aceptación del propio Rajoy. Por otro, parece que esa propuesta debe considerarse hipotética y contingente, en tanto que tal carácter tendría la aceptación del candidato: se presentará a la investidura sólo si le aseguran que prosperará. Si no, el panorama se vuelve muy chocante: habría un candidato propuesto (y según dice la Constitución, llamado a solicitar la confianza de la cámara) que en el momento de la verdad se haría un Bartleby (ya saben, aquel de “preferiría no hacerlo”) y dejaría al monarca como proponente de la nada, insólito limbo en el que no se sabe si S.M. debería envainarse la propuesta, o qué.
Perplejidades jurídicas y estupores políticos aparte, lo que en esta coyuntura emerge, pese al optimismo desatado en el PP, tras los 13 diputados arañados en las urnas de junio y los votos alquilados al independentismo secesionista y preinsurgente para sentar a alguien de confianza en la presidencia del Congreso, es el peso que Mariano Rajoy arrastra doquiera va, y que le impide, entre otras cosas, aceptar sin tapujos y a pecho descubierto el mandato, el encargo o lo que demonios sea esa designación real al amparo del artículo 99 de la Constitución. Hay una razón principal por la que Ciudadanos y PSOE, en ejercicio de su legítimo derecho a la supervivencia política, se resisten como gatos panza arriba a allanar el camino al candidato, protocandidato, candidato potencial o como sea mas ajustado denominarlo. Y esa razón tiene, por encima de otros, un nombre propio, por mucho tiempo innombrable, pero al final terco e ineludible: Luis.
Al presidente del gobierno en funciones, hasta la fecha, no se le ha probado judicialmente ningún hecho que lo involucre en la trama de delincuencia organizada que la justicia persigue en la persona de Luis Bárcenas y otros exmiembros del partido. Sin embargo, en la percepción de buena parte de la ciudadanía, la responsabilidad de Rajoy (in eligendo, in vigilando, in mantenendo e in indemnizando en diferido) es poco menos que insoslayable. No es difícil imaginar qué habría sido en Gran Bretaña, por ejemplo, de un premier salpicado del modo en que lo de Luis salpica a la cúpula del PP, incluido ese vodevil final del borrado de ordenadores, objeto de una reciente imputación penal.
Mariano Rajoy se ha empeñado en sobrevivir al percance, y legalmente no se le puede negar el derecho a intentarlo, en tanto no ha quedado acreditado de forma indubitada que se lucró de manera ilegítima con esa caja B del partido que el extesorero admite haber manejado. Pero el empeño es arduo, ya se ha visto en las decenas de diputados y los millones de votos perdidos, y si al final lo consigue será merced a presiones o concesiones tan extraordinarias que cabe preguntarse si merece la pena.
Y es que, pase lo que pase, el fantasma de Luis seguirá ahí.