Dos días antes de que Fidel Castro, el Franco particular de nuestros antifranquistas profesionales, cumpliese noventa años, asistí a una charla de Jorge Edwards, uno de los primeros escritores que denunciaron su dictadura. La charla fue en Marbella (¡cultura en pleno agosto costasoleño!) y resultó refrescante. Entre otras anécdotas, Edwards contó que asistió con Pablo Neruda en París a una cena de intelectuales y que, al escuchar los primeros retazos de conversación (sobre el estructuralismo, sobre Heidegger), Neruda lo agarró y le dijo: “Estamos fritos. Esta noche vamos a tener que ser inteligentes”.
Pero lo más relevante fue lo que relató de los meses que pasó en Cuba en 1971, como encargado de negocios de la embajada chilena. Nada más llegar, el dictador le endosó, de madrugada, un sermón propagandístico de tres horas. Sermón que al día siguiente le desmintieron aparte los escritores cubanos. Le hablaron, entre otras cosas, de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), unos campos de concentración en la práctica a los que iban aquellos a quienes el régimen consideraba “lacras sociales”: los homosexuales, los alcohólicos, los santeros... Edwards, contra lo que se estilaba, optó por denunciarlo y escribió Persona non grata, que es lo que le había declarado el régimen castrista y, tras el libro, la izquierda de entonces.
Esto se sabe de sobra, o se sabía hasta hace nada: porque últimamente, con el surgimiento de la autodenominada “nueva izquierda”, parece que vamos para atrás. Una definición de “nueva izquierda” podría ser, de hecho: “aquella que ha recuperado los peores tics de la vieja izquierda”. Entre ellos, el aplauso a un dictador como Castro, al que ahora se han apresurado a felicitar por su cumple. Un cumple que es inevitablemente sórdido: cada año más es un año más que lleva como dictador; contando estos últimos de chándal en el banquillo. En total, cincuenta y siete: casi un franquismo y medio.
Lo irritante es que lo celebran los mismos que están todo el día cuestionando nuestra democracia, no tanto por sus muchas faltas reales como por sus –según ellos– faltas ideológicas. Estas se resumen siempre en una: es heredera de Franco. O sea, acusan a una democracia de no ser una democracia al tiempo que defienden una dictadura.
Su insistente recurso a tachar de franquistas a quienes son demócratas queda al desnudo en estos casos: es una mera estratagema no en favor de la democracia, sino en favor de su ideología, no precisamente democrática. Al final, como buenos antidemócratas que son, les gusta un dictador más que a un tonto un palote: siempre que sea el dictador adecuado.