Sólo hay una cosa segura en el actual bloqueo político, y es que en algún momento se acabará. Todo sistema tiende a la estabilidad, y el nuestro no será una excepción. En este sentido podemos ser optimistas: no solo no durarán para siempre las investiduras fallidas, sino que su fin puede estar muy cerca. El problema es que ese fin nos acabe haciendo añorar el principio.
Parto de la idea de que habrá unas terceras elecciones, y que el discurso apocalíptico que las acompañará, el argumentario de que España ha perdido un año sin conseguir nada, estará equivocado. La parálisis en la que lleva instalada la política nacional (como la parálisis de las trincheras durante la Gran Guerra) es un espejismo. Lo que en realidad hemos estado haciendo los españoles estos nueve meses es ahormarnos mentalmente a la realidad del multipartidismo. Porque si no hay gobierno es porque la mayoría sigue sin aceptar la única salida posible a un sistema fragmentado; es decir, pactos y coaliciones. Y porque, en cuanto a la nueva política, sigue prefiriendo la autocomplacencia de Pablo Iglesias a la transpiración de Albert Rivera.
Creo también que el trauma nacional que serán las elecciones de diciembre supondrá tal presión, para los partidos pero también -y sobre todo- para los votantes, que acabará reventando al menos uno de los diques que se han instalado en el Congreso. El discurso apocalíptico estará equivocado, pero será bastante útil; y esa pedagogía, junto a la emotividad y las connotaciones mágicas del número 3, harán que al fin se produzca el esperado pop. Porque el cambio no será sustancial: ni un reajuste de 10-15 escaños, ni un trueque Soraya/Susana por Mariano/Pedro supondrían revoluciones políticas. Pero al sistema le basta con un resquicio: como en el poema de T. S. Eliot, el mundo de los hombres huecos no acabará con un estallido, sino con un quejido.
Así que no me molesta la idea de unas terceras elecciones. Lo que me preocupa es que lo que acabe cediendo en todo esto sea el multipartidismo. Que no tengamos más imaginación que devolverlo todo a un statu quo antebellum: dos grandes partidos abonados al juego de suma cero, y que solo puedan o pastorear una mayoría absoluta o recurrir al comodín de los nacionalismos periféricos.
Porque lo que está en juego no es un racimo de carreras políticas individuales. Lo que está en juego es un cambio de cultura política en el que seamos capaces de aceptar las transacciones entre distintas sensibilidades. Lo que está en juego es la aceptación y organización política de la verdadera pluralidad: la que es un bien en sí misma, no la coartada del nacionalismo en la que algunos convierten este concepto (reivindicando la pluralidad a nivel estatal mientras intentan erradicarla a nivel de su territorio). En este sentido, el multipartidismo ha traído una renovación que sólo habrá sido inútil si lo relegamos al desván de experimentos fallidos, si nos creemos la falacia que nos haría una nación incapaz de ser gobernada sin una brocha gorda en una mano fuerte.
Se puede decir más machadiano, pero no más claro: lo que está en juego es si son los ciudadanos los que quiebran el espinazo de los políticos, o si son éstos los que quiebran el espinazo de los ciudadanos. Lo peor que puede pasar no es que haya terceras elecciones, sino que se nos den peor que las dos primeras.