Me hice donante de médula hace tres o cuatro años. Fue sencillo: un pinchazo en el brazo, un tubito de sangre, una analítica exhaustiva que aisló hasta el menor componente de mi carga genética. Nada más. Ese análisis está guardado en un banco que cruza a diario mis datos con los de enfermos de los cuatro puntos cardinales. Por lo demás, no hay mucho que hacer salvo esperar que ocurra: puede ser que un día alguien compatible conmigo necesite mi médula para seguir viviendo. Entonces recibiré una llamada para informarme de que voy a tener la oportunidad extraordinaria de salvar la vida de alguien. Ingresaré en un hospital, me extraerán médula en un proceso sencillo, ultraseguro e indoloro, y en un par de días estaré en mi casa sabiendo que en alguna parte del mundo hay un niño (o un adulto) que está vivo gracias a mí.
Ni siquiera puedo imaginar la sensación de plenitud que puede proporcionar la conciencia de haber salvado la vida a alguien. Y sé que nada de lo que haya hecho, nada de lo que haga a partir de entonces, será tan hermoso y tan importante como saber que he participado en una lucha sin cuartel contra la enfermedad, el dolor y la muerte de un ser humano, y que mi concurso ha sido decisivo para ganar esa batalla.
Encontrar un donante de médula compatible con un enfermo es como buscar una aguja en un pajar: muy difícil, pero no imposible. La aparición de cada nuevo donante aumenta las posibilidades de éxito. Por eso sería maravilloso poder llenar el pajar de agujas. Cientos, miles de agujas desperdigadas para multiplicar todo lo posible esa búsqueda a veces desesperada: la que separa la derrota de la oportunidad. La muerte de la vida. Dejen, pues, que use hoy este artículo para pedirles que se sumen al cada vez más numeroso grupo de donantes de médula. Quizá nunca estaremos tan cerca de hacer un milagro.
Cuando éramos niños, todos soñábamos con convertirnos en los superhéroes de las películas: queríamos ser el que se enfrenta a un maleante para defender al anciano indefenso, el que rescata a un niño del río de aguas heladas, al hombre a punto de caer por un acantilado, a la madre de familia que sufre el ataque de un monstruo.
Resulta que no hace falta llevar una capa al cuello ni ser capaces de volar para transformarnos en el héroe de las novelas de aventuras. Basta con un análisis de sangre y esperar la llamada que hará realidad el sueño más antiguo del mundo: vencer a la muerte. Salvar una vida.