“Estimada Celia:
Te comunicamos que estamos llevando a cabo un saneamiento de nuestros almacenes, y dado los niveles de stocks de la obra CON DOS TACONES, nos vemos obligados a hacer una destrucción parcial de ejemplares. Por este motivo te ofrecemos la posibilidad de adquirir gratuitamente todos los ejemplares que desees con el único requisito de que la retirada de los mismos deberías hacerla por tu cuenta”.
¡Boum! Aquel mensaje me estalló en la cara desde el correo electrónico que ocupaba la pantalla de mi ordenador. Sabía que esto pasaba. He heredado más de un libro después de una fiesta en casa de algún que otro escritor o escritora, que termina la juerga regalando ejemplares de su obra con la mejor de sus sonrisas, un poco mecidos por el amparo de las cuatro copas que hacen más llevadero el bochorno de no haber estado a la altura. “Es de los que sobraron” dice mientras recoge una de sus obras del suelo del pasillo. A veces amagas incluso con pagárselo; en realidad ¡tú querías leerlo! Cómo se te pudo pasar no leer sus polvos de los últimos quince años, recreados en fantasías sexuales ajenas.
O eso contó alguno que sí lo leyó…
Igual que tu madre, y puesto que durante tres meses se erigió con ese título, la editorial se ha cansado de que tus cosas estén por ahí tiradas acumulando polvo. Y hace lo correcto. Obligarte a que ordenes tu cuarto y guardes en su sitio lo que es tuyo. Conozco infinidad de pasillos repletos de libros para regalar a los amigos. Yo misma desde hace años voy dejándolos dispersos en la calle después de cogerlos al vuelo. El pasillo de mi casa está repleto de libros; los dejo ahí cuando termino de leerlos con la esperanza de que los lea cualquiera, quien sea.
Ahora voy a tener centenares del mío para sembrar Madrid con ellos. Los invitados a mis cenas aligerarán mi pasillo y ya no habrá nadie que me rodee que se permita el lujo de presuponer que no he contado aquel polvo. O aquellas expectativas. O aquel fracaso. Puede que haya quien se ha buscado sin encontrarse entre esas líneas y tampoco me lo haya perdonado. Eso es lo bueno de escribir, que te ahorras una pasta en el terapeuta saldando deudas si lo necesitas. Ni siquiera escribir algo bueno te permite vivir de ello. Eso les pasa a muy pocos y discúlpenme; no me codeo con escritores ilustres, lo cual no quiere decir que no sean excelentes contadores de historias. Yo por mi parte le debo mucho a aquel primer libro. Tanto como para no desearle la muerte por muy poco éxito que tuviera.
Iré a recogerlos al polígono industrial donde está el almacén que los custodia en un Audi de hace veintiséis años conducido por mi mejor amante. Llegaremos pronto, con resaca; lo veo. Unas buenas gafas de sol suplirán lo que no consiga el ibuprofeno y abriremos el maletero cuando apenas hayan comenzado las destrucciones parciales de aquellos que no tengan hueco en un pasillo. Luciré la mejor de mis sonrisas y agradeceré enormemente que me los hayan colocado en paquetitos de a veinte para que pueda meterlos rápido en el coche sin aspavientos ni melodramas. Tengo la suerte de enamorarme de los que me dan literatura, no de los que se empeñan en protagonizarla.