Mientras los líderes de Podemos se pelean en abierto y Rajoy se deja ver comiendo pulpo en A Coruña, como si lo tuviera todo bajo control, como si de verdad estuviera trabajando, Sánchez ha decidido darse otra oportunidad. Otro baño de multitudes, otras semanitas en las portadas. No ha debido advertir que perdió las elecciones. Dos veces. Que el suyo fue el peor resultado histórico del PSOE. Que la fantasía de que alcance la Moncloa resulta no solo excéntrica y abusiva, sino también quimérica. Que el fracaso va a ser legendario. Que, aunque existieran los milagros, el que pretende le resultaría imposible incluso al más brillante forjador de prodigios carentes de explicación.
Pero no: no lo ve. ¿O tal vez sí? Quizá solo pretenda los focos. El altavoz. La audiencia con el rey. Tomar ventaja. Poner cara de bueno y repetir una y otra vez que él lo va a intentar hasta el último segundo porque “es lo que quieren los españoles”; dirá, hasta la extenuación, que “hay mimbres” y que él no pretende otra cosa que “desbloquear España”.
Solo cuando la realidad le eche de su sueño torpe colisionará con Susana Díaz y los demás barones. Y será un choque violento, definitivo. Solo entonces asumirá que no pudo ser. Que en realidad, nunca había podido ser, a pesar de sus alucinaciones sostenidas por solo 85 diputados. Y ni siquiera entonces dejará de poner cara de bueno.
Como estrategia preelectoral -¿alguien duda de que iremos a votar en diciembre?- no está mal. Traslada la culpa de las terceras elecciones a los demás y gana tiempo que, en su caso, con escaso apoyo dentro del partido, practicando casi cada día el funambulismo político, no está nada mal.
Llamará a Rivera. Si ya firmó con él antes de romper el acuerdo y rubricar uno nuevo -e igualmente inútil- con el PP, ¿por qué no iba a hacerlo otra vez el líder de Ciudadanos? Al fin y al cabo, Rivera no es de derechas ni de izquierdas, sino de lo que convenga, como le afeó el líder de Podemos en un debate.
Telefoneará, por supuesto, a Iglesias: “¿No queremos ambos echar a Rajoy?” Escucha a Errejón, le dirá a Pablo, y unamos de una vez a las “fuerzas progresistas del cambio”.
Si llama a Rajoy, aunque solo sea por cortesía, y se ve con él, se tratará de un encuentro fugaz en el que, probablemente, se quedará de nuevo con la mano tendida, sin recibir la del presidente en funciones, como ya ocurrió el último febrero. Será en modo figurado, o quién sabe, tal vez también literal.
Mientras todo esto ocurre crece la distancia emocional entre la ciudadanía y sus representantes políticos. Llevamos 275 días sin Gobierno. También, los mismos sin alternativa a ese desgobierno, atrapados en medio de los gritos de unos y otros; de las críticas de cada uno a la actitud de los demás, ignorando la fatalidad de la suya propia.
Solo el rey muestra la suficiente altura, así como la sensatez necesaria, y despliega ambas en el más contundente de los marcos, el de la Asamblea General de la ONU, donde el mundo le escuchó hablar de las batallitas que libran nuestros partidos políticos, las mismas que han hecho que España pierda una parte de su prestigio internacional.
Sánchez lo volverá a intentar. Volverá, también, a fracasar. Pero, con el objetivo electoral navideño en el punto de mira, quizá no tanto.