El viernes, después de dos horas y media de un concierto de esos que no se olvidan, Loquillo hizo algo a lo que no acostumbra: cogió el micrófono y se marcó un discurso emotivo para las dieciochomil almas que llenaban la plaza de Las Ventas. Eran las diez en punto de la noche, convertidas de pronto en hora taurina, cuando el Loco aparecía en el escenario para dar un espectáculo memorable a un público que era el sueño transversal de cualquier partido político: había jóvenes y había viejos, chicos y chicas, pijos de los de toda la vida, macarras y rockabillies, algún mod rejuvenecido. Había polos del caballito, muñequeras de púas, anillos con calavera, mucho tupé y algo de laca, gomina, mechas, extensiones, rizos al viento, pelo pincho. Era como abrir por las buenas el corte social -y el estético- de este siglo XXI donde unos señores juegan a hacernos votar hasta el cansancio hasta que salga lo que ellos quieran.
Después de una noche de canciones, habló el Loco y se hizo el silencio en Las Ventas sabiendo que iba a entrar a matar. Dio las gracias como sólo las estrellas de verdad saben hacerlo. Se dijo feliz haciendo a todos los presentes cómplices de esa felicidad pasajera y sólida del tipo feo, fuerte y formal. Y presentó a su banda, recordando que cada uno era de un sitio distinto.
Al final, con la voz intacta después de casi tres horas de poderío, se confesó “un barcelonés del Clot que ama profundamente Madrid”. Y se hizo el delirio en Las Ventas ante aquella declaración, mano en el pecho. En esta época de políticos de segunda y proclamas peregrinas, en esta época de petición de nuevas fronteras y de egoísmos exasperantes, de líderes demediados que sólo piensan en agarrarse a la silla, Loquillo se reivindicaba como catalán enamorado de Madrid, y los madrileños, que son muy suyos porque se empeñan en no ser de nadie, estallaban en una ovación de las de vuelta al ruedo. Y luego, como para recordar que lo bueno también tiene que acabarse, Loquillo cantó su Cadillac solitario como último regalo al respetable.
Ante nosotros, de negro entero, estaba aquel chico de Barcelona que hizo que varias generaciones gritásemos que siempre habíamos querido ir a L.A., cuando en realidad los Ángeles nos importaba una higa y lo que de verdad queríamos era subirnos de copiloto en aquel Cadillac descapotable. Fueras a donde fueras, Loco, porque el caso era viajar contigo. Menuda noche, amigo. Menuda noche.