Pues no: no lo ha entendido. No se va. Tampoco se queda del todo. Prefiere convocar primarias y celebrar un congreso federal, que es como preguntarle a los tuyos, en medio de un terremoto, qué tal van las cosas.
Ni siquiera los evidentes descalabros socialistas en los últimos comicios vasco y gallego; ni siquiera la acumulación recurrente de peores resultados históricos allá donde se celebren; ni siquiera la visión terrorífica que se observa desde el precipicio en el que ha instalado al PSOE alteran a Sánchez. Es, de verdad, imperturbable. Parece que realmente no percibe, por muy obvio que nos parezca a todos los demás, lo que dicta la tozuda realidad: está acabado.
No sólo su carrera política huele más a pasado que a futuro, sino que con su perseverancia mal entendida está al mismo tiempo destruyendo las posibilidades electorales futuras de su partido y, a la vez, la vigencia y la utilidad de una oposición constructiva para el país.
Si hace no tanto Rodríguez Zapatero nos condujo a un inhóspito lugar, ése en el que había una crisis extrema que sin embargo el presidente no acertaba a vislumbrar; si después Pérez Rubalcaba arrastró con escasísima habilidad la caravana socialista durante su larga y penosa travesía en el desierto, ahora Sánchez no solo continúa bloqueando la composición del Gobierno de quienes han ganado repetidamente las elecciones, sino que a la vez se ofrece como solución al problema que él mismo ha contribuido a generar. ¿Pero es que no lo ve?
Como Joe Rígoli, aquel comediante de los tiempos grises que decía “Yo sigo” cada semana en televisión sin saber muy bien a qué se refería, Pedro Sánchez sigue. A donde sea.
Aunque al final de la escapada solo se observen alambradas, fosos y calles sin salida, él contempla más campo que recorrer y una existente pero etérea escapatoria: la constitución, improbabilísima, del famoso Gobierno Frankestein que citó su antecesor en el cargo.
Debilitado por los datos electorales, cuestionado más que nunca dentro de su propio partido, el secretario general del PSOE solo quiere en el debate socialista una voz: la suya. Tiene razón en que sin unión interna es muy difícil derrotar a los rivales políticos. Pero también la tienen los socialistas que en absoluto desean que él triunfe, porque el coste -una suerte de debacle nacional-, supera con creces las ganancias potenciales. Ese Gobierno de 45 minutos, como lo llamó Albert Rivera, provocaría todavía más desasosiego en el propio PSOE que la insostenible situación actual.
En todo caso, mientras en el PP y en Podemos se frotan las manos pensando en unas elecciones navideñas a las que el PSOE acudirá sin apenas liderazgo, los barones socialistas tienen ahora la oportunidad de llevar sus incesantes críticas virtuales al tablero de juego. Y más vale que lo hagan, porque su partido ya no puede permitirse más travesuras.