Yo quiero ser radial. Autopista de peaje. Aunque me conformo, llegado el caso, con que un plan de viabilidad de la infraestructura, caritativo y benefactor, me transfigure en autovía. Quebrada, eso sí. Es decir, al borde del inminente cierre. Eso es lo que me gustaría. No moverme, no seguir adelante, no volver atrás, atrapado siempre bajo ilusorios atascos.
Dar vueltas: morderme la cola. Cercado, circunvalado, circunvallado, a piedra y lodo. Y el asfalto, negro; hasta en las uñas. Con mis curvas más peligrosas al aire y el pálpito de la velocidad incrustado en mis arcenes. Deseo, con fervor genuino, que mis balances trimestrales se hallen en situación antieconómica, precaria y deficitaria. Ambiciono ser porción de carretera. Quiero depender, otra vez, y para el resto de mis días, del Ministerio de Fomento.
A esto es a lo que he llegado, desde las profundidades del sueño: fantaseo con la idea de convertirme en vulgar autovía del Estado, próxima al inminente cierre. Aspiro a ser humilde infraestructura a punto de caramelo para nuevos planes de viabilidad: un tramo de 30 kilómetros, ni uno más; con tan poco me contento. Lo sé: soy pura circunvalación.
Ahora que el Gobierno en funciones se ve obligado a asumir la gestión de algunas autopistas radiales explotadas por concesionarias privadas para evitar su liquidación, deberíamos considerar, teniendo en cuenta razones de todo tipo, hasta humanitarias, si hacerlo con ciudadanos voluntarios alquitranados en ese mismo pack. Todo son ventajas. El Ministerio de Fomento y el de Hacienda han negado repetidas veces que en ningún caso el rescate costaría un solo euro a los contribuyentes. No obstante, los acreedores y los salvamentos de pasadas ocasiones sostienen todo lo contrario. 4.500 millones de euros es el pago total al que deberá hacer frente el Estado en concepto de responsabilidad patrimonial.
Eso va a ser otra sangría. Y no hay motivos para que yo no esté ahí adentro. Debo entrar. Tengo que hacerlo. Apelemos a la razón. Entrar debe ser sencillo y relativamente fácil. Basta con asfaltarse un poco. Con empezar de cero. Vayamos paso a paso. ¿Por qué vayamos? ¿Yo y quién? ¿Cuántos soy yo? Este es mal camino. Nos llegará el alquitrán al cuello y perderemos pie. Lo primero: no perder la compostura. Pavimentarnos todas las mañanas. No depender de nadie. Estar cercado, sin salida. Aún tenemos tiempo. Debemos calcularlo bien. Discurrir con calma. Hormigonarnos, cada día, un poco más. Cualquier cosa con tal de ser autovía al borde del rescate.