La ciencia ha hecho añicos el sueño de la inmortalidad. El límite de la sobrevivencia es 125 años porque las células son como los yogures: aguantan más de lo previsible pero acaban cediendo a la putrefacción. El consenso en torno a la caducidad de los genes ha ocupado todas las portadas porque vivir muchos años debe de ser un anhelo no privativo de criaturas vampíricas. El asunto prueba que la ciencia, de mano de la estadística, responde preguntas que la razón no entiende. ¿Para qué extender la edad provecta, el tiempo del orín en las perneras, si el pasado anega un difuso porvenir? ¿Una, dos guerras mundiales, la muerte de seres queridos, la pérdida de los dientes y del deseo sexual? ¿Quién puede querer eso?
El anhelo de vivir sin reparar en la factura de los años explica el automatismo de los cánceres. Las células que no saben o no quieren morir se reproducen y extienden la finitud y sufrimiento que buscan eludir. La tozudez biológica contrasta con el brindis con que algunos saludan al ocaso: por ejemplo, Eddie Simms, la abuelita de 102 años que ha visto cumplido su sueño de ser arrestada antes de morir. Hay épica y vida eternas en Eddie Simms. Entre la última o penúltima voluntad de la viejecita que soñaba el castigo de los delincuentes y el interés que despiertan los límites de la existencia radica la diferencia entre vivir y respirar.
Raymond Carver imaginó a Anton Chejov bebiendo Moët junto a su mujer, la actriz Olga Knipper, y el doctor Schwohrer, minutos antes de morir en un balneario para tuberculosos en la Selva Negra. La realidad pudo ser bien distinta porque Carver tenía la memoria de los amantes del vodka: de hecho, en Tres rosas amarillas data la muerte del genio ruso el 2 de julio de 1904 cuando en realidad falleció 13 días después.
Pero eso es lo de menos. Lo que importa es que el magnífico relato de Carver se ha reproducido cientos o miles de veces en aquellos que, no necesariamente habiéndolo leído, siguieron el guión que él escribió. Pienso en Paco Rabal, que también bebió champán a 8.000 metros de altura poco antes de fallecer mientras rechazaba la máscara de oxígeno que le alcanzaba Asunción Balaguer. Pienso en Aldous Huxley, que pidió a su esposa Laura que le pinchara dietilamida de ácido lisérgico para cruzar el averno puesto hasta las trancas. Pienso en Antonio El Mellao, que dijo que antes de palmar quería verle las tetas a una chica y la enfermera se prestó.
Entre vivir más de cien años y satisfacer los juegos de la edad tardía me quedo con la lección de Eddie Simms, Rabal, Huxley y El Mellao. Un poco de emoción, un poco de licor, alguna imagen que te acompañe al otro lado y despedirte, pero no de asco, con permiso de la ciencia.