Es de suponer que alguno de los cinco millones largos de españoles que votaron por el PSOE en las elecciones del pasado junio lo hiciera confiando en la reiterada y firme promesa electoral de su entonces candidato, Pedro Sánchez, de no propiciar con su voto un gobierno del Partido Popular. Promesa que por cierto no fue desmentida de forma tajante por ningún otro líder socialista, durante la campaña que precedió a los mencionados comicios. Han transcurrido cuatro meses, hemos asistido a la defenestración del candidato Sánchez y he aquí que estamos a pocas horas de que el máximo órgano entre congresos del PSOE decida (legítimamente, a tenor de sus atribuciones estatutarias) la abstención de los diputados socialistas para favorecer la investidura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno.
Momento propicio, sin duda, para preguntarse qué opinará el votante socialista que lo fue confiado en que su papeleta no iba a servir en ningún caso para que el tantas veces señalado como responsable político de toda suerte de calamidades y desmanes renovara su inquilinato en el palacio de la Moncloa. Los habrá que sientan una lealtad a toda prueba a las siglas del PSOE, y crean que deben apoyarlas cualesquiera que sean las decisiones que tomen sus órganos y al margen de que se hallen, o no, en consonancia con lo prometido durante la campaña. Los habrá también que con mayor o menor esfuerzo hayan llegado a comprar los argumentos tácticos que la gestora, por cuenta del sector del partido que tiene como jefa (aún en la sombra) a la presidenta andaluza, Susana Díaz, ha intentado con más pena que gloria vender en estos días ante la opinión pública.
Es de temer, no obstante, que haya unos cuantos votantes socialistas inmunes a la dialéctica pragmática que ha pasado a regir los destinos del partido, o que no sean rehenes de ningún vínculo inexorable con sus siglas. Votantes que acaso lo fueron porque sintiéndose de izquierdas no podían suscribir la retórica de Podemos (y sus partidos y confluencias absorbidos a efectos electorales) o porque, siendo de tendencia moderada, no confiaban en poner su voto en manos de Ciudadanos para que le acabara llegando más pronto que tarde a Rajoy (como así luego se demostró) ni quisieron abstenerse por entender que aquella era al fin y al cabo una manera indirecta de favorecer al PP.
No sabemos a ciencia cierta cuántos son, pero tras el espectáculo de estos meses, culminado por el aquelarre del pasado 1 de octubre en Ferraz y la capitulación programada para el domingo 23, cabe preguntarse qué camino tomarán, en unas hipotéticas nuevas elecciones que tal vez no sea posible alejar demasiado de las anteriores. Algunos, si no se lo ponen todavía más difícil en el ínterin Iglesias y los suyos, con sus fatigosas performances parlamentarias, tal vez se pasen a Podemos. El resto, liquidada por la suma de errores propios y ajenos la opción, acaso ilusoria, encarnada por Sánchez, no será nada fácil que se dejen embelesar por la vía de Susana Díaz. En vez de votar por diputados que se abstienen, tendrán la poderosa tentación de abstenerse ellos. Abstención por abstención, mejor la protagonizada por uno, en lugar de ejercitarla por persona interpuesta.