Ayer se me ocurrió repasar la lista de regalos de la Gürtel: las medallitas de oro, las teles de plasma, los trajes fetén. “Lo normal es un Vuitton”, decía aquella alcaldesa, y se quedaba tan ancha dando por bueno el chanchullo que pretendía disfrazarse de detalle rumboso de los de “te quiero un huevo”.
La lista de dádivas me hizo recordar a mi abuelo, concejal en Lugo en los últimos años del franquismo. Militar retirado y periodista de profesión, no cobraba por su quehacer municipal y vivía de su sueldo de redactor en el diario El Progreso, donde lo mismo hacía crónica social que notas necrológicas, reportajes de sucesos o resúmenes de la jornada de fútbol.
Mi abuelo, cinco hijos y un piso de setenta metros, tenía una ética estricta que le llevaba a no aceptar ningún regalo de los que ya en aquella época llegaban al consistorio. Como algunos donantes intentaban llevar el presente al domicilio del interesado, la familia de mi abuelo sabía que estaba prohibido recoger nada. Mi abuela, la pobre, se veía a diario en la tesitura de rechazar docenas de huevos, ristras de chorizos o bizcochos caseros, algunas veces con la amarga certeza de que alguna persona se iba ofendida creyendo que no se recibía el regalo precisamente por su modestia.
En una ocasión llamó a la puerta una mujer a la que mi abuelo había facilitado un pequeño puesto en el mercado para poder vender productos de su huerta. Según la señora, aquello había salvado de la ruina a la familia, y quería agradecerlo con un jamón. Mi abuela le explicó la situación, pero la mujer insistía. Atribulada, mi abuela le dijo que en realidad a la familia no le gustaba el jamón “porque nos sienta muy mal”. En ese momento mi tío, de cinco años, surgió de las faldas de su madre para aullar “no es verdad, nos gusta mucho y nos sienta de maravilla”. La mujer vio que le había surgido un aliado y tendió al niño la pata de cerdo.
Se produjo entonces una escena esperpéntica, con el chaval agarrado al jamón, mi abuela tratando de quitárselo y la señora ayudando al niño. La cosa acabó con un par de azotes para el crío y el jamón devuelto a su dueña, que lloraba a mares. Recordamos la anécdota unas Navidades reprochando a mi abuelo su exceso de celo, y él nos dijo que no se arrepentía: “A mí nunca me tuvo que poner nadie colorado”.
Repaso la lista de regalos de Gürtel y recuerdo a mi abuelo, y pienso que siempre ha habido gente honrada que es la que compensa al mundo de tanto aprovechado y sinvergüenza.