Qué peculiar debe de ser vivir en los extremos. La bipolaridad extraña y frecuente de la existencia. Bob Dylan nunca esperó que le concedieran el mayor galardón de las letras, el premio Nobel de Literatura, y Roberto Bolaño no mereció mucho menos. El primero no le coge el teléfono a la Academia sueca, para diversión del mundo y en especial de sus millones de seguidores, y el segundo ni siquiera puede ver publicada su nueva obra inédita.
Dylan ya es una leyenda; Bolaño también, pero de muy distinto tamaño y, desde luego, con menor reconocimiento, a pesar de que, como dijera Patti Smith, fiel seguidora del músico de Minnesota, “2666 es la primera gran obra maestra del siglo XXI”.
Lo es, como defiende la cantante y poetisa de Chicago. Pero Bolaño tuvo que morirse, tan pronto como a los 50 años, para que su nombre ondee junto a los de los grandes autores del último siglo. A Dylan no le ha hecho falta nada de eso, afortunadamente.
Todo el mundo tiene ya su opinión sobre la decisión de la Academia sueca. El último en hacerla pública ha sido Mario Vargas Llosa, que dice que el norteamericano “no es un gran escritor”. El hispanoperuano sí lo es –sólo La ciudad y los perros ya lo elevan al lugar donde habitan García Márquez, Borges o Cortázar-, aunque lleve algún tiempo despistado con las cosas públicas del corazón.
Como grandes exponentes mundiales del talento literario, cada uno continúa exprimiendo su esquina de la vida y de la muerte; el compositor norteamericano sigue jugando al escondite mientras el autor chileno lleva trece años muerto; aunque, para ser justos, habría que agregar que estos años han sido los más brillantes para que la obra del autor de Los detectives salvajes obtenga la valoración extraordinaria que siempre mereció.
La vida no siempre es justa; de hecho, a menudo no lo es. Y tan pronto aparecen, machaconas y odiosas, las sobrevaloraciones sobre Dan Brown o Paulo Coelho como los olvidos generalizados sobre el esplendor de la literatura que vivieron, por ejemplo, John Kennedy Toole o Iréne Némirovsky.
Como antes le sucediera a Kafka o a Poe, a Van Gogh o a Monet, Bolaño murió antes de saber que el mundo lo consideraba un genio, circunstancia que desde luego no le sucederá a Dylan; aunque, muy probablemente, a él le parezca irrelevante.
Los extremos, vivir o morir incrustado en ellos, resultan torpes e inoportunos la mayor parte de las veces, aunque también apasionantes. La larga vida de Dylan –nació en 1941- y la corta de Bolaño –en 1953- han servido para mostrar el descomunal talento de ambos, si bien es cierto que uno de esos rincones, el que habita Bob, es notablemente más cómodo que el del autor de El Espíritu de la Ciencia Ficción, la nueva obra póstuma escrita por Roberto.