Los hospitales son una escuela de humildad: una mañana uno te manda de bruces contra la parte menos amable de la vida. La enfermedad no distingue. El dolor tampoco. Ni el miedo: la enfermedad tiene su particular forma de pánico. Los hospitales sirven también para escudriñar la naturaleza de las personas, pues nunca somos más auténticos que cuando nos enfrentamos a la falta de salud, sea nuestra o de aquellos a los que amamos.
El otro día pasé unas horas en un hospital para someterme a una batería de pruebas rutinarias. Iba sola: cuando estoy verdaderamente asustada (y los chequeos me aterran) no soporto tener cerca a alguien que me repite cada dos por tres que todo va a salir bien. Así que me voy con un libro facilón, una revista de colorines y la tableta con los periódicos y paso el trago como puedo.
Estaba esperando a que me llamaran cuando se sentaron frente a mí una madre y su hija, una mujer de mi edad en cuyo rostro severo creí entender señales de preocupación. La enferma era la madre. Quienes hemos convivido con un enfermo sabemos distinguir de un vistazo ciertas señales inequívocas: el color de la piel, el vidrio que se instala en los ojos, una torpeza extraña que emana a la vez del dolor y de la incertidumbre.
Sentí lástima por la madre y por la hija. También envidia: hace muchos años que yo no puedo cuidar de mi madre, así que de algún modo quise para mí la suerte de la mujer de cuarenta y tantos años que aún tenía el privilegio de acompañar a la suya al médico.
Pero entonces aquella desconocida empezó a hablar entre dientes, quejándose de todo. Del tiempo que estaba perdiendo. De lo mucho que tardaban. De lo cansada que estaba. Lo malo es que se dirigía a su madre, como haciéndola responsable de tanto contratiempo. Ni una sola vez, mientras compartimos espacio, le preguntó si necesitaba algo, ni habló con ella para otra cosa que no fuese recriminarle la mañana perdida.
Y yo tuve la tentación de arrastrar a aquella hija al cuarto de baño para decirle que aprovechase la oportunidad de mimar a su madre. Que hiciese el favor de acariciarle el pelo, que compartiese con ella la revista en la que estaba enfrascada para comentar juntas la boda de una famosa. Que la distrajese de su dolor y su inquietud, que la hiciese sentirse amada y protegida.
No me atreví, pero sé que en un futuro esa mujer lamentará cada palabra poco amable que dirigió a su madre frente a una desconocida que hubiera vendido el alma por estar en su sitio.