Jackie Rosenberg es profesora en un instituto público de Chicago. Nos conocimos en la carrera y desde entonces nos hemos escrito una o dos veces al año para ver cómo iban las cosas. Esta semana me pidió que diera una clase a sus estudiantes a través de Skype, y aprovechamos para hablar de la victoria de Trump.
Jackie lleva un programa especial en su instituto dirigido a hispanos recién emigrados a EE.UU. Jackie -que aprendió español en la universidad- les da clase en castellano para que no se queden rezagados mientras van aprendiendo inglés. La idea es que, con el tiempo, los chicos se acaben incorporando a las clases del resto de sus compañeros.
El instituto está en una zona deprimida: el 80% de sus estudiantes vive por debajo del umbral de la pobreza. La mayoría de los alumnos de Jackie viene de México, aunque últimamente también hay bastantes salvadoreños que vienen huyendo de las maras. Muchos de estos estudiantes tienen padres que entraron en EE.UU. de forma ilegal. Otros han sido enviados allí a vivir con un familiar que tampoco tiene papeles, o que desistió hace años del proceso kafkiano para regularizar su situación, o que sencillamente tiene miedo a presentarse en una agencia gubernamental. Los profesores nunca preguntan, pero los chavales siempre se lo acaban contando.
Muchos de los familiares con los que viven estos niños son analfabetos y pluriempleados: lavan platos, friegan suelos, podan arbustos. La mayoría vive en pisos que comparten con otras familias. Algunos de los estudiantes de Jackie duermen en el suelo de la habitación, con sus madres y hermanos. Otros suman a su desconocimiento del inglés una letanía de problemas de aprendizaje que no se identificaron a tiempo (Asperger, hiperactividad). Cada año hay uno o dos que dejan de venir al colegio porque se han metido en alguno de los gangs que pululan por sus barrios.
El día después de las elecciones los estudiantes se acercaron a Jackie para preguntarle qué iba a ser de ellos. Muchos temían que ahora sí fueran a llevarse a su madre, a su tío, a su hermano. Le preguntaban qué debían hacer si eso sucedía. ¿Se iban con ellos? ¿Se quedaban? ¿De qué iban a vivir? ¿Tendrían que esconderse?
Cuento esta historia porque creo que, tras el abismo cognitivo del “Trump no va a ganar”, estamos ahora en el abismo cognitivo del “Trump no hará lo que dijo que iba a hacer”. O en el del “lo de Trump solo afectará a la hegemonía de lo políticamente correcto”. Bien, es posible. Pero también es posible que alguien que a partir del 21 de enero va a buscar la reelección necesite mostrar resultados a quienes le votaron. A quienes prometió, por ejemplo, que no sólo deportaría a los inmigrantes ilegales con antecedentes -eso será el primer paso-, sino a los once millones de ilegales que hay en EE.UU. O a quienes aseguró que cambiaría la ley para que los hijos de inmigrantes nacidos en EE.UU. no reciban automáticamente la ciudadanía y sean, por tanto, deportables (aquí, un análisis -muy poco pro-Clinton, por cierto- de sus declaraciones sobre la inmigración). O a quienes ha enfervorecido en sus mítines diciendo que los hispanos que vienen a EE.UU. son ladrones, drogadictos, violadores.
Los alumnos de Jackie me prestaron más atención durante nuestra clase por Skype que algunos de mis estudiantes de universidad. Por lo demás, se les veía tímidos, se notaba que a algunos les está cambiando la voz, y se escuchó un “uuUUUuu” cuando llamé a una de las chicas por su nombre. Lo mismo que hacíamos en mi colegio a esa edad, solo que sin un presidente cuya campaña se había centrado en estigmatizarnos y cuyo programa prometía hacernos la vida aún más difícil. Y sin sesenta millones de conciudadanos que proclaman con su voto que les parece bien.
Lo de Trump tiene un millón de matices. Como este.